Holguín, 1ro de febrero.
-Henchido nuestro pecho de justa indignación, tomo la pluma para comunicar a Vds. un suceso horrible. El virtuoso obispo, el consolador de las almas
atribuladas y el padre de los desgraciados, el Excmo. Sr. D. Antonio Claret y Clará,
en suma, había llegado a Gibara en el vapor Pelayo, procedente de Nuevitas. Se
detuvo menos de dos días en aquel punto, y partió en seguida para esta villa. A
la noche siguiente predicó la divina palabra en la Iglesia parroquial; estuvo
elocuente; en una parte de su discurso elogió a estos habitantes por su
religiosidad y por su buen comportamiento: la iglesia estaba completamente
llena. Al salir, se agruparon a él, como siempre, muchas mujeres piadosas para
besarle el anillo, cuando de repente preséntase un hombre, un monstruo más
bien, abriéndose paso en ademán de pretender lo mismo; ocultando empero en sus
negras entrañas un alevoso designio. Saca un navaja, y al parecer le hiere
mortalmente, porque el venerable Prelado cae sin sentido en el suelo. El
agresor, no contento con eso, ciego en su furia, quiere secundar el golpe para
asegurar mejor a su víctima. Pero en ese momento crítico un soldado, un hombre
que hoy es amado de todo el pueblo, el asistente del mayor comandante del
cuerpo aquí de guarnición, que allí estaba, se interpone y evita que consuma su
crimen el asesino, que en el acto es aprehendido y conducido a la cárcel
pública. ¡Qué horror! La navaja estaba en el suelo al lado del anillo de Su.
IIma. LLámase el delincuente Antonio Torres, es natural de las Islas Canarias,
de estatura baja, ojos saltones, y de edad de 35 años. La herida comienza desde
la parte superior de la oreja y va oblicuando hacia el centro de la cara. Todos
creemos que se salve la vida preciosa del virtuoso Arzobispo, no tanto por los
inmediatos auxilios que el arte le prodigó en el momento, cuanto porque esa es
la plegaria que elevan todos los labios llenos de fervor al trono del Altísimo.
¡Dios salve la vida de nuestro amado Pastor!
El Redactor, febrero de 1856.
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