Amado Nervo
Los muertos — me había dicho varias veces mi
amigo el viejecito espiritista, y por mi parte había encontrado, varias veces
también, la misma observación en mis lecturas, — los muertos, señor mío, no
saben que se han muerto.
No lo saben sino después de cierto tiempo,
cuando un espíritu caritativo se los dice, para despegarlos definitivamente de
las miserias de este mundo.
Generalmente se creen aún enfermos de la
enfermedad de que murieron; se quejan, piden medicinas... Están como en una
especie de adormecimiento, de bruma, de los cuales va desprendiéndose poco a
poco la divina crisálida del alma.
Los menos puros, los que han muerto más
apegados a las cosas, vagan en derredor nuestro, presas de un desconcierto y de
una desorientación por todo extremo angustiosos.
Sienten dolores, hambre, sed, exactamente como
si vivieran, no de otra suerte que el amputado siente que posee y aun que le
duele el miembro que se le segregó.
Nos hablan, se interponen en nuestro camino, y
desesperan al advertir que no los vemos ni les hacemos caso. Entonces se creen
víctimas de una pesadilla y anhelan despertar. Pero la impresión más poderosa —
como más cercana, — es la de que les sigue doliendo aquello que los mató.
Y, en efecto, una tarde en que por curiosidad
asistí a cierta sesión espiritista, pude comprobarlo.
La médium era parlante. (Ustedes saben que hay
médiums auditivos, videntes, materializadores, etc.). Las almas de los muertos
se servían de su boca para conversar con los presentes, o como si dijéramos
hablaban por boca de ganso. Debo advertir, a fin de que no parezca a ustedes
ilógico ni en contradicción con lo que he dicho lo que voy a relatar, que no es
preciso que un muerto sepa que está muerto para hablar u obrar por ministerio
de un médium.
En ese sopor a que me refería antes, los
espíritus recientemente desencarnados rondan a los vivos e instintiva,
maquinalmente, cuando encuentran un médium lo aprovechan para comunicarse, no
de otra suerte que un viandante, aunque no esté en sus cabales, por instinto
también, aprovecha un puente para llegar al otro lado del río.
Empezó, pues, la sesión sin matar las luces, y
la médium cayó en trance.
Momentos después, exclamaba:
— «¡Estoy mal herido! ¡Socórranme!» y se
apretaba con ambas manos el costado derecho.
— ¿Quién es usted? — preguntó el que presidía
la sesión.
— «Soy Valente Martínez, y me han herido
aquí, en la plazuela del Carmen; me han herido a traición. Estoy desangrándome...
Vengan a levantarme.»
Y por la cara de la médium pasaban como
oleadas de dolor y de agonía.
Muchos de los allí presentes experimentamos
gran sorpresa, porque, en efecto, en los periódicos de la última semana se
había hablado con lujo de detalles del asesinato de Valente Martínez, cometido
a mansalva por un celoso. Así, pues, la sesión se volvía interesante.
— «¡Vengan a levantarme!» — seguía diciendo
con inflexión plañidera la médium. — « Me estoy desangrando: es una falta de
caridad dejarme así, tirado en una plazuela»...
— Está usted en un error, insinuó entonces el
que presidía: cree usted estar herido y abandonado en la calle; pero en
realidad está usted muerto!
— «¡Muerto yo! — exclamó la médium con
dolorosa sorna. ¡Muerto! ¡Le digo a usted que estoy mal herido!»
Y seguía apretándose el costado.
— Está usted muerto y bien muerto. Murió usted
de la puñalada el viernes último en el hospital de San Lucas.
La médium se impacientaba:
«¡Es una falta de caridad dejarme tirado como
a un perro! ¡como a un perro, sí, en medio de la calle!»
Y se retorcía en su asiento.
— De suerte, preguntó el que presidía: ¿que
usted insiste en que está vivo?
«Sí ¡y mal herido! Ayúdenme a levantarme.
¡No sean malos!»
— Pues le voy a probar a usted que está muerto:
Usted ¿qué es, hombre o mujer?
— «Vaya una pregunta necia: soy hombre!»
— ¿Está usted seguro?
La médium hizo un movimiento de contrariedad:
— «¡Que si estoy seguro! ¡Qué ocurrencia!»
Bueno, pues tóquese usted la cara y el pecho.
La médium se llevó la diestra a las mejillas,
y una expresión de indecible pasmo se pintó en su rostro: Valente Martínez
(que, según los retratos de los diarios, era barbicerrado) se palpaba
imberbe...
La mano temblorosa se posó en seguida en el
labio superior, buscando el ausente bigote. Luego, más temblorosa aún,
descendió al pecho, y, al advertir la túrgida carne de los senos, la médium
dejó escapar un grito, gutural, horrible, en tanto que fríos sudores mojaban su
frente, lívida de tortura, en la que se leía el supremo espanto de la
convicción...
Siguió un silencio muy largo, durante el cual
la médium, inmóvil, murmuraba no sé qué, con labios convulsos, y, por fin, el
que presidía dijo:
— ¡Ya ve usted cómo está bien muerto!
Yo lo he desengañado por caridad, para que no
piense más en las cosas de la tierra y procure elevar su espíritu a Dios…..
— «Tiene usted razón, — murmuró penosamente la
médium.
Luego, después de una pausa, suspiró:
«¡Gracias!»
Y ya no
profirió palabra alguna palabra, hasta salir del trance.
No hay comentarios:
Publicar un comentario