Jorge Mañach
Desde
hace algún tiempo se ha destapado en Cuba, con extraordinario servicio de
publicidad, un culto primario de lo irracional, de lo sobrenatural, de lo
mágico. El profesor Barú primero, y ahora Clavelito, han estado a la orden del
día. Verdaderas multitudes han vivido y viven pendientes de sus “predicciones”
fundadas en la cábala astrológica, o atentas a las revelaciones de “imágenes”
en un vaso de agua. Cuando, en el caso de Clavelito, la Comisión de Ética
Radial intervino para proscribir su programa, muchos cubanos ingenuos se han
sentido despojados, y creo que hasta el propio agente de esas revelaciones, a
juzgar por lo en serio que a sí mismo se toma, considérarse víctima de una
iniquidad.
En
el fondo, nada de esto es nuevo. Todos los pueblos han tenido siempre
supersticiones de ese linaje, y más burdas aún. En Cuba, la tradición de
cábalas, magias y conjuras es dos o tres veces secular, alimentándose de las
más diversas raíces y proyectándose en distintos planos de cultura. Ya el Padre
Vareta, en sus Cartas a Elpidio, se explaya mucho sobre la superstición, sin
que, a la verdad, pueda uno ver muy substanciada la diferencia entre sus
distintos niveles. Pues la creencia de los hombres en lo sobrenatural es punto
menos que irresistible, y lo único que parece introducir una jerarquía en ella
son los aliños más o menos históricos y más o menos intelectuales de que esa
creencia se ha servido.
Comprendo
que estoy insinuando cosas muy “herejes”, y no quisiera ser frívolo en tan
seria cuestión. No se me ocultan las consideraciones de orden rigurosamente
filosófico que tienden a abonar la creencia de un rectorado trascendente del
mundo y, por tanto, de los destinos humanos. Hasta qué punto esas razones sean
válidas, es cosa demasiado ardua para discutirla en un artículo. Por haber yo
tratado la cuestión de la existencia de Dios un poco a la ligera, con premura
periodística, en un artículo de Bohemia a propósito del “Día de Dar Gracias”,
me salió allá en México todo un expansivo contradictor, cuya velada iracundia no
añadía, sin embargo, un ápice de bondad o de novedad a sus argumentos.
El
hombre tiene, sin duda, ese “sentimiento de criatura” que decía Otto y en el
cual afinca el sentimiento religioso. Tiene también la vivencia de su propia
pequeñez y desvalimiento ante fuerzas que no acierta a comprender, pero que de
alguna manera necesita justificar y cree propiciar. La tenacidad de las
creencias religiosas se debe, probablemente, al simple hecho de que la mayor
parte de los hombres se sentirían muy míseros sin una creencia semejante. Nos
resistimos a aceptar como definitiva e inexorable la indiferencia de la
realidad al destino humano y a las aspiraciones que el hombre sustenta.
La
diferencia entre religión y superstición estriba, a mi juicio, en dos cosas de
suma importancia: una, que la religión tiende a deslindar mucho más netamente
la frontera entre lo sobrenatural y lo natural; otra, que las aspiraciones que
la religión tiende a satisfacer no son aspiraciones primarias, sino de elevado
orden moral. El último residuo de la sobrenaturalización religiosa de lo
terreno fue la doctrina del milagro; pero el milagro, como se sabe, anda ya muy
de capa caída en el mundo, a despecho de recurrencias nostálgicas que de cuando
en cuando se producen, y no sin cierta visible desconfianza. La dignidad
superior de lo religioso estará siempre, no en esa pretensión de hacer
intervenir lo sobrenatural en el mundo, sino todo lo contrario, en la
aspiración a elevar al mundo lo más posible por sobre lo natural, es decir, por
sobre el nivel de la animalidad. Y, correspondientemente, lo que hace tan
deplorable y tan nocivo para la conciencia de un pueblo lo que llamamos
“superstición” es que tiende, no sólo a sobrenaturalizar irracionalmente la
experiencia, sino a enervar las fuerzas morales del hombre, haciéndole creer
que su destino o su prosperidad en la vida no dependen de su inteligencia y de
su voluntad, sino de la conjugación de unos astros en el firmamento; o de tales
o cuales ritos mágicos.
Es
asombrosa la cantidad de gente en Cuba que está entregada a esas supercherías.
Y no, por cierto gente de escasa cultura solamente, sino también muchas
personas que se las dan de instruidas y hasta de religiosas. De no pocas
señoras y señores sé que van los domingos a misa y de cuando en cuando, entre
semana, acuden a hurtadillas a consultar a la palmista o la clarividente cuyos
“aciertos” se le han ponderado. De la misa blanca a la “misa negra”. Los
cuadernos de astrología, los “horóscopos” y demás guías estelares pronto
tendrán tanta venta en Cuba, si ya no la tienen, como los más acreditados
breviarios.
Aquí
cabría decir aquello de que el que no se consuela es porque no quiere. Y hasta
se nos podría censurar que vengamos a “meternos” con esas formas de consuelo en
que otros hallan tanto solaz. Pero es que uno no puede evitar el pensamiento de
que tales recursos y creencias están estragando profundamente la conciencia
cubana. No hablo ahora de la conciencia en el sentido religioso, sino más bien
en el sentido moral de la palabra: hablo de esa necesidad que un pueblo tiene
de conservar sana y despejada su inteligencia, firme su voluntad, para hacer
depender de sí mismo, y no de ninguna irracional influencia, su propia
superación.
Ese
irracionalismo hace bastante más daño de lo que parece. Después del 10 de Marzo
y siento tener que traer aquí lo que pudiera parecer una intención política,
los vaticinios del titulado “profesor” Barú contribuyeron mucho a desconcertar
al pueblo, y hasta a contaminarlo de falsas apreciaciones y de resignación
inerte. Recuerdo cuando ese buen señor, con su acento entre portugués y
tudesco, declaraba muy solemnemente que había leído en los astros el destino de
algunos de los fautores del cuartelazo y les suponía asistidos de virtudes
increíbles y venturosas perspectivas. Ahora, no sé que Clavelito haya llegado a
tanto; pero me temo que su ya famoso vaso de agua sobre el radio haya estado
contribuyendo demasiado a relajar con vagas esperanzas pasivas la conciencia de
un pueblo que de lo que está necesitando es de claridad y coraje.
Ya
sé que decir estas cosas no es popular: a ese estado de primitivismo hemos
llegado, o en él nos mantenemos. Nuestra responsabilidad en el asunto puede
atenuarse un poco con aquello del “mal de muchos”, pues lo cierto es que desde
hacía mucho tiempo no se veía cundir por el mundo una ola tan ancha de
irracionalidad como ahora. Lo de la astrología es una epidemia universal. Y sin
ir tan lejos, o tan alto: el repertorio de ideas estúpidas, de supersticiones
triviales, parece haberse difundido bastante en los años posteriores a la
segunda guerra mundial.
Precisamente
sobre eso ha escrito mucho, en los últimos tiempos, uno de los pensadores más
altos, claros y valerosos de nuestros días: Bertrand Russell, laureado hace
pocos años con el Premio Nóbel. Ahora se acaba de publicar en los Estados
Unidos su libro titulado Unpopular Essays, “Ensayos impopulares”. Entre ellos
hay uno que yo quisiera traducir algún día y divulgarlo aquí, para higiene del
espíritu cubano. Lleva por título An Outline of Intellectual Rubbish, y en él
se hace, con mucha energía de razonamiento y gracia de expresión lo que
pudiéramos llamar, traduciendo el título, un “inventario de la basura mental”
en el ambiente de nuestro tiempo. Russell atribuye esta acentuación del
espíritu supersticioso a diversas causas; pero la que parece tener para él más
importancia es el miedo. No resisto a la tentación de traducir un pasaje de ese
ensayo:
“El
miedo -escribe Russell- a veces actúa directamente, inventando rumores de
desastre en tiempo de guerra, o imaginando objetos terroríficos, como
fantasmas; otras veces opera de modo indirecto, infundiendo la creencia en algo
consolador, como el elixir de la vida, o el cielo para nosotros y el infierno
para nuestros enemigos. Tiene el miedo muchas formas el miedo de la muerte, el
miedo a la oscuridad, el miedo a lo desconocido, el miedo al rebaño, y ese
miedo vago y difuso que asalta a los que se ocultan a sí mismos sus propios
terrores más específicos. Hasta que usted se haya reconocido a sí mismo sus
propios temores y se haya prevenido, por un esfuerzo difícil de la voluntad,
contra el poder mitificador que ellos tienen, no le será posible discurrir con
certeza sobre muchas cuestiones de gran importancia, particularmente aquellas a
que atañen las creencias religiosas. Conquistar el miedo es el principio de la
sabiduría, tanto en la conquista de la verdad como en la de un noble estilo de
vida”.
“Hay
-continúa Russell- dos modos de evitar el miedo: uno consiste en persuadirse de
que se es inmune al desastre, y el otro es por el ejercicio del puro coraje.
Este último es difícil, y para todo el mundo resulta hasta determinado punto
imposible. Por consiguiente, el primero ha sido siempre el más popular. La
magia primitiva tiene por objeto infundir el sentimiento de seguridad, ya sea
dañando a nuestros enemigos o protegiéndolo a uno con talismanes, trances y
encantamientos. La creencia en tales modos de evitar peligros ha subsistido sin
cambios esenciales a través de muchos siglos de civilización... Hoy día, la
ciencia ha reducido la creencia en lo mágico, pero hay todavía mucha gente que
confía en las mascotas, y la brujería, aunque condenada por la Iglesia, todavía
es un pecado posible”.
Todo
esto lo encuentra Russell muy divertido a veces, porque “las supersticiones no
siempre son oscuras y crueles; a menudo añaden algo a la amenidad del vivir.
Recibí cierta vez una comunicación del dios Osiris dándome su número de
teléfono; vivía a la sazón en un suburbio de Boston. Aunque no me inscribí
entre sus adoradores, su carta me resultó muy divertida...
Admiro
particularmente a cierta pitonisa que vivía cerca de un lago en la parte norte
del Estado de New York hacia el año 1820. Solía ella asegurarles a sus
múltiples adeptos que tenía el poder de caminar sobre el agua, y anunció que lo
haría una mañana a las once en punto Cuando llegó la hora, los fieles se
juntaron por miles a la orilla del lago. Y ella les habló: “¿Están todos
ustedes convencidos de que puedo caminar sobre el agua?” Todos respondieron a
una: “¡Lo estamos!” “En ese caso manifestó la pitonisa no es necesario que lo
haga”. Y todos los fieles se fueron para casa muy satisfechos”. Por si
Clavelito resurge de nuevo, le recomiendo esa técnica.
Pero
la cosa tal vez no sea en el fondo tan divertida. En Cuba al menos, este auge
de la astrología, de la magia y de otras supersticiones congéneres, acaso sea
un reflejo de la creciente sensación de desvalimiento y de inseguridad por que
atraviesa nuestro pueblo. Acaso se deba a que, por haber visto tantas veces
defraudada su confianza en lo racional y frustrada su voluntad, se sienta cada
vez más inclinado a poner sus esperanzas de redención en los medios
sobrenaturales. Tal vez exageró Nietzsche cuando dijo que las oleadas de
religiosidad le sobrevenían al mundo cuando el hombre perdía la confianza en sí
mismo. En todo caso, la afirmación parece bastante sostenible cuando de la pura
superstición se trata. Nosotros estamos atravesando una etapa de “babalaismo”
incipiente. Nos sentimos necesitados de una “limpieza”; pero comenzamos a
desconfiar de que se pueda lograr por nuestras propias fuerzas.
A
esa noción hay que salirle al paso. Sí se puede: sí podemos y es el único modo
en que podremos redimirnos de inseguridades, de miserias, de servidumbres, de
miedos, de opacidad en nuestras vidas, acudiendo a lo único cierto de que pueda
depender el hombre en la tierra: la inteligencia y la voluntad. No niego que
haya matices de destino individual tan adverso que el espíritu sólo pueda
consolarse de ellos, y no remediarlos, y que para ese consuelo le sirvan tales
o cuales creencias sobrenaturales. Pero todo un pueblo, por contraria que la
suerte le sea en un momento dado, no puede fiarse de semejantes recursos. Las
supersticiones enervan. Nada tienen que ver los astros con nuestro “destino”:
las estrellas son “neutrales”.
La
única estrella que nos vale es aquella que pusimos de símbolo en la bandera, y
ésa nos la conquistamos con “sangre, sudor y lágrimas”. Mientras llega la hora
de que a este pueblo nuestro se le de a chorros la educación que necesita, lo
que ha de hacerse para salvarlo es cultivarle la fe en su propia voluntad, no
en las “profecías” de Barú ni en las aguas turbias de Clavelito.
Bohemia, 24 de Agosto del 1952; Año 44, Número 34. Tomado de Guije.com
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