Ya desde por la mañana, los empleados del
terreno se han subido sobre el techo de la glorieta de Almendares para colocar
distintas banderas, anunciadoras del desafío, mientras otros se ocupan en izar
las nacionales en las puertas de entradas, y por último, en arreglar el terreno
y disponer en orden las sillas del stand que, en días de prácticas, han
sido traídas y llevadas de allá para acá y de acá para allá.
Desde las once comienzan los carritos del
Príncipe a vomitar pasajeros, que, tomando cada cual su entrada, van
colocándose en los stands y gradas, o se
quedan al sol, mientras que los aficionados muy pobres trepan por los tísicos
laureles del paseo de Carlos III, burlando la perversidad del empresario, que
rodea de espinas los troncos raquíticos de los árboles. En las ventanas altas y
paredones de las casas contiguas al terreno, se sitúan algunos curiosos, allá
lejos, detrás de la pista, soportando el sol de codo el día y sin poder
aplaudir, porque tienen las manos ocupadas en sujetarse de las piedras
salientes y los balaustres.
Como si se hubieran puesto de acuerdo, los habanistas
se sitúan al extremo derecho de la Glorieta, cediendo el izquierdo a los almendaristas.
El
pueblo, que se enseñorea de las gradas desde las primeras horas del día, habla
en alta voz sobre base-ball, disputando acaloradamente la materia más
trivial sobre el jugador más insignificante. Los peseteros, pasando delante de
las gradas, en cordón interminable, dejan á las señoras y los caballeros al pié
de la escalera de la Glorieta. Los coches particulares hacen lo mismo, con la
diferencia de que éstos quedan á la sombra y los otros se retiran en busca de
nuevos viajes. Y al enfrentarse, sin pasaje ya, con aquel pueblo que se
impacienta porque el juego no ha comenzado a la una, prorrumpe en silbidos y
voces que molestan a muchos de esos estúpidos, de espíritu belicoso, que
pretenden pelear con todos á la vez.
Algunos, humillados ante su impotencia,
recrudecen los latigazos sobre el lomo del pobre jamelgo, que jadeante, con las
orejas caídas, emprende de nuevo el penoso trote.
Ya las Glorietas rebosan entusiastas, las
señoras que se han demorado en su boudoir no encuentran sillas ni a
veces jóvenes galantes que se las cedan, y vuelven a sus hogares tristes y
pensativas, como se vuelve por lo general de la casa de los muertos.
Detrás de los asientos, por la Glorieta
propiamente dicha, se pasean, manos atrás, los indiferentes que acaban de
almorzar y quieren ayudar la digestión, y con paso más precipitado, los ojos
expresivos y con cierta contracción nerviosa en los músculos de la cara,
algunos arriesgados que buscan, ávidos de encontrarlos, a sus amigos del club
opuesto, para comprometerlos a apostar varias monedas.
Llevan centenes en las manos, juegan con
ellos, lanzándolos al aire y á corta distancia, para que entrechoquen unos
contra otros.
— ¡Diez
centenes al Habana! ¡a la par!
—Bueno, vamos a depositarlos.
—Corno quieras, pero yo no apuesto sino al
que haga mayor número de carreras, aunque se suspenda el desafío.
—Convenido.
Los más impacientes, consultan el reloj cada
diez minutos.
— ¿Por
qué no habrán venido ya los jugadores? ¡Vamos á perder por llegar tarde!...
Al «Club Gimnástico» de Aurelio Granados,
íbamos llegando uno á uno los jugadores del Almendares. Nos poníamos nuestros
uniformes y nos columpiábamos en los trapecios, mientras se completaba la
decena. Los más entusiastas ó los más presuntuosos, iban a vernos vestir,
presenciaban rodo el acto, indecoroso hasta cierto punto. Y en su delirio por
el club hasta encontraban bellezas en el lunar que tal o cual tenía en el muslo
de la derecha. Nos ayudaban en la toilette, enlazando los cordones de la
camiseta y anudando en nuestro pescuezo el pañuelo de seda azul acabado de
comprar, con ese objeto, en la tienda de los chinos.
—Vamos á ver si me dedicas hoy un batazo. Ya
he visto a los habanistas en el
Gimnasio de la calle de Consulado. No vayas á salir en strikes.
¿Has
tomado mucho vino? Y por este estilo continuaban con sus impertinencias y majaderías
hasta la hora de la salida.
—Yo voy contigo. ¿Te llevo el bat?
—No compadre, lo que es el bat lo sé llevar yo.
Apenas nos asomábamos á la puerta de la calle
del gimnasio empezaban los curiosos á detenerse descaradamente delante de
nosotros, y los que nos conocían, nos enseñaban á sus amigos como si fuéramos
edificios.
—Aquel es Carlito Maciá, y dirigía el índice
hacia mi compañero.
—Mira, este es Alfredo Arango.
— ¿Tan
gordo? Yo pensé que fuese más delgado.
—Pues no te quede duda, ahora verás; psh,
psh, ¿Vd. no es Alfredo Arango?... Sí, hombre, el mismo es, lo que tiene que no
quiere contestar. Por fin entrábamos de tres en tres en los peseteros, con el
fuelle bajo (el fuelle de los peseteros), atravesando el Prado, el Campo de
Marte, la Calzada de la Reina y el paseo de Carlos III.
Nos veían primero los que estaban sobre los
laureles y daban la noticia de que habíamos llegado.
De las gradas salían veinte mil gritos,
saludos, un ondear de trapo azul que mareaba, aplausos, silbidos, ¡fueras!...
Nuestros partidarios de la Glorieta se
levantaban de sus asientos para aplaudirnos con las manos, con los abanicos,
golpeando con los bastones en el
suelo...
A los
pocos momentos, cuando ya no era de presumirse que llegaran más espectadores se
aparecían los habanistas con sus banderas y entonces se oía en las
gradas igual alboroto, recrudecida en el ala izquierda de la Glorieta: palmadas,
vivas al Habana, que aún á pesar nuestro nos hacían impresión.
Y comenzaba la gran lucha: la de encontrar
juez.
— ¿Quién
es el umpire?
— Fulano
de Tal.
— ¡Si es habanista!...
Verás como perdemos...
— Oye,
chico, si Mengano no es juez, como si no hubiéramos apostado.
Por fin salía la víctima al terreno,
acompañada de los capitanes.
— ¡Mucho
ojo!, le gritan desde las gradas. ¡Cuidado con hacer trampas!...
Antes, las respectivas decenas habían
celebrado sus prácticas preliminares, y los jugadores habían sido aplaudidos y
silbados por tinos y tróvanos, respectivamente.
Comenzado el match, cesaban las
conversaciones en la Glorieta. Sólo se oía la voz chillona de los pregoneros: ¡El
Pitcher!, ¡El Habanista!, ¡El Pelotero! Coman dulce y beban agua....
Escór a riá. El Catcher, con el retrato de Tehuma!
Play, decía el juez, ocupadas ya las
posiciones, y desde la primera pelota lanzada por el pitcher empezaban a
excitarse los ánimos.
El batsman no había dado ni un golpe
en falso y solo le faltaban dos bolas malas para tomar la primera.
— Dale
bola, dale bola, gruñían desde las gradas. Pónchalo, pónchalo repetían
algunos.
— ¿Qué es eso?, pregunta el pítcher.
-Bola, replica el juez. Y en la Glorieta, en
el stand, en las gradas, se oye
una protesta parcial.
—Eso es estrai....estrai,
e....so....es....es… traaaaa...i…,
— Fuera
el ampaya, fuera. Así no se gana, eso es trampa.
Las señoritas se alarman, sin llegar por eso
al desmayo, y un batazo oportuno cambia el orden de ideas. Entonces comienzan
los aplausos, las aclamaciones, los bravos y los vivas y los bastonazos en las
tabletas de la persiana de uno de los
cuartos, en la esquina de la Glorieta.
Si el jugador ha sido puesto fuera, el
extremo opuesto, que ha guardado silencio con la jugada aplaudida por el otro, imita
el aplauso, es decir, se vuelve la oración por pasiva.
A cada momento se interrumpe el juego, para hacer
reclamaciones, generalmente fuera de lugar, al juez, que queda perplejo, sin
saber qué hacer, aturdido por las reclamaciones de los jugadores que le hablan
todos a la vez, y por los chillidos del público, que desde sus asientos toman
parte activa en la discusión, pretendiendo imponer cada cual su criterio
Los más exaltados creyendo que el fallo del
juez perjudica al club de sus simpatías, piden a los jugadores que se retiren
del terreno, porque continuar jugando es
una humillación.
Cesa por fin el alboroto, renace la esperanza
y continúa el juego. La victoria fluctúa, los nerviosos se muerden la yema de
los dedos, se exaltan, gritan, asen por los brazos al vecino y lo sacuden, lo
batuquean, satisfechos, orgullosos de tal o cual jugada.
De pronto se oye el golpe seco del bat y
se ve la pelota, allá lejos del alcance de los fielders, el pitcher abochornado
baja la cabeza, el bateador corre con mayor velocidad cada vez, sus parciales
lo animan con sus gritos, como el jockey al caballo de carrera; ya está cerca
del home —¡la meta!— pero la pelota ha llegado oportunamente y adiós
esfuerzo y adiós todo. Hay que ver entonces á los parciales del club al
campo gritar, gesticular, aplaudir y aclamar.
A mediados del juego un jugador ha realizado
una jugada magistral. Por excepción aplauden todos y es aquello un cuadro
imponente. Se ven por los aires miles de sombreros, en la Glorieta al público
de pie aplaudiendo, cientos de pañuelos y banderolas azules y rojas, una
ovación completa. Ya no son los partidarios de los clubs los que aplauden,
ahora es el sport el que triunfa, dominando las pasiones, imponiéndose.
Pero esto es momentáneo. Se renuevan las jugadas y se dividen las alabanzas.
Acaban de dar un buen batazo, el jugador ha
hecho homerun y aquello es el delirio. Un espléndido le arroja al
terreno media onza de oro al jugador, el otro un centén, lo llaman, lo abrazan,
lo besan, le cogen la mano, lo estrujan, le dan palmadas en el hombro, tal ó
cual partidaria le coloca una moña en el pecho, aquella le regala un bouquet de
flores naturales.
...Y cuando el juego ha concluido los
apasionados del club perdidoso, han puesto pies en polvorosa, para que no le
hagan burlas. Salen rumiando maldiciones a los players que no vencieron porque son unos chiquillos que
no tienen amor propio, que se dejan ganar....
Se quedan comentando el juego los de más
sangre fría y oyen a sus rivales que, sonreídos, vienen a darles el pésame;
pero ¡qué pésame! Lo más insincero del mundo.
La salida del terreno es un paseo, escasean
los coches y los carros, así es que la mayoría, por no esperar, se decide a
retirarse a pie. Semejan batallones sin uniformes.
A los jugadores que han perdido y que
encontraron coches les siguen los gamines gritándoles y mofándose de ellos.
Después, hay que ir a la Acera de El Louvre
para ver los grupos que se forman con objeto de hablar del juego celebrado por
la tarde, pero hay que ir no sólo el domingo sino toda la semana, en la
seguridad de que no han de oír hablar de otra cosa.
Gálvez y Delmonte, Wenceslao: El base-ball en Cuba. Historia del base-ball en la Isla de Cuba, sin retratos de los principales jugadores y personas más caracterizadas en el juego citado, ni de ninguna otra. La Habana, Imprenta Mercantil, 1889 (fragmento tomado de González Echevarría, Roberto: La gloria de Cuba. Historia del beisbol en la isla, Madrid, 2004, Editorial Colibrí, pp. 203-07).
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