domingo, 29 de enero de 2012

Alborotosa y lasciva, según Dr. Céspedes






 Una afición enloquecedora por el baile cunde en ciertas épocas del año, como una epidemia de satiriasis, en el seno de la sociedad cubana. Por todos los ámbitos de la ciudad, resuena el penetrante alarido del cornetín, reclamando al macho y a la hembra para la fiesta hipócritamente lúbrica. Desde el modesto estrado hasta el amplio salón de la más encopetada sociedad pública, acuden todos confundidos y delirantes a remedar sin pudor ni decoro escenas sáficas de alcoba, bautizadas con los nombres de danza, danzón y yambú.
 Músicos y compositores -por lo regular de raza de color- rotulan con el dicharacho más expresivo recogido de la calle o del tugurio, sus abigarradas composiciones, cuyo ritmo son la expresión musical imitativa de escenas pornográficas, que los timbales fingen como redobles de deseos, que el ríspido sonsonete del guayo, como titilaciones que exacerban la lujuria, y que el clarinete y el cornetín en su competencia estruendosa y disonante, parecen imitar las ansias, las súplicas y los esfuerzos del que lucha ardorosamente por la posesión amorosa.
 Al son de esa música alborotosa y lasciva, que flagela con sus bruscas agudezas la sensibilidad más adormecida, provocando una reacción de espasmo lúbrico, muévense las parejas con voluptuosa indolencia.
 El cuerpo de una mujer —quizá honrada y virtuosa— se enlaza confiada al del mancebo bailador. Parecen dos estatuas fundidas al calor de la lujuria. Él siente sobre su pecho la dulce presión del alto relieve del seno ondulante y a veces hasta la turgecencia de los pezones eréctiles de la bailadora, y ella en su mejilla acalorada por el deseo, el vaho de la respiración entrecortada del varón.
 Ambos giran, se adelantan y retroceden graciosamente, proyectando en un mismo plano, cortado tan sólo por la arrugada falda, las caderas y los muslos que se rozan fuertemente, siguiendo las ondulaciones y peripecias del baile. Ella siempre flexible, arqueando provocativamente el talle, se desliza, al parecer, serena, fingiendo candor en la lubricidad, y él, excitado, atormentando su virilidad exaltada, pretende aparecer correcto bailador, ajustando sus afeminadas actitudes a los desordenados compases de la música.
 Son seres refinados que apuran la voluptuosidad, mortificando las funciones del sexo, como pudieran hacerlo, al son de la guzla, los eunucos en los serrallos o al triste plañir de la cítara griega, las apasionadas histéricas de Lesbos.
 El clarear del día, después de seis horas de incesante baile, viene a sorprender a los trasnochadores. Ellos, la generación del mañana, se alejan  satisfechos, como los viejos verdes que se contentan con el ardor genésico, incapacitados ya para la consumación; y ellas absueltas de antemano por la  sociedad, el cura o el amante, que toleran semejantes transgresiones del pudor femenino, desfilan también con los pies mutilados, las caderas adoloridas, enrojecidos los ojos. Entraron alegres con la frescura juvenil en el semblante y se retiran de la fiesta como de una orgía; con la faz clorótica alargada por el rictus de la fatiga sensual y la agitación interior de los deseos contenidos. Detrás de ellas van los viejos cabestros, con sus caras serias de padres formales, y sus ojos papujos cargados de sueño, guardando cuidadosamente la virginidad de sus hijas, de esas vestales ya iniciadas en los eróticos misterios de la Venus Ficatrix.

 Benjamín de Céspedes: La Prostitución en la ciudad de la Habana, 1888, pág. 140.

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