Rodeado de un bobo, un mudo y un ciego
-adornos monstruosos del negocio-,
esperas tu turno en la barbería.
Ellos te llevan la ventaja
de estar fuera del tiempo.
Sagrados y consagrados
por una muerte en vida,
nada podría herirlos.
Pero tú existes, existes a medias,
en una extraña manera de existir.
De los muchos paraísos de este mundo,
ninguno te tocó en suerte.
Tu papel es testificar
el tremendo gozar de los otros,
y mediante la palabra, convertir
ese gozo en algo más sublime.
Y mientras embellezco al prójimo,
me voy afeando hasta adquirir la máscara grotesca
de quien existe a medias, sufre en el cepo de sus días
imaginarios, y su máscara corroe su cara verdadera.
Tú no podías ser tú.
Si veías un árbol no era un árbol,
era algo indescifrable.
Algo que, indescriptible, venía a ser tu otro yo.
Entretanto los frutos del paraíso terrenal
se alejaban de ti en una barca negra
construida con palabras herméticas,
tan indescifrables como tú mismo.
Ahora el barbero esgrime la navaja,
y se dispone a afeitar al cliente ciego,
quien experimenta casi el orgasmo
cuando la navaja le roza la nuez.
Pero es un cliente, y la navaja es inofensiva.
No se abatirá en la yugular ni segará su vida.
Pero yo veo ríos de sangre,
al barbero convertido en Jack el destripador,
al ciego, como una mujer fatal, recibiendo su merecido.
La escena es tan perfecta, tan propicia.
Acá el espejo multiplica las pasiones,
un asiento es la cama de la concupiscencia,
y esta toalla un raudal de lágrimas.
El amante traicionado esgrime la navaja.
Hay que ver cómo se superpone un barbero
a un hombre loco de pasión,
y un cliente ciego, a una cortesana degollada.
Lo irreal es realidad, lo minúsculo, grandioso.
Y aunque nadie se percate, acabo de transformar el mundo.
Mío tan sólo, intemporal. Ellos siguen intactos.
--Gracias -dice el ciego-. ¿Cuánto le debo?
Y el bobo repite: ¿Cuánto le debo?
Y se ríe sin saber de qué se ríe.
No lo ven. No pueden verlo.
Pero todos, ya fuera del tiempo, son figuras yacentes.
Las animo a medida que desarrollo la trama.
-Señor -me dice el barbero-. Es su turno.
-Señora -me dice el amante traicionado--, encomienda tu alma.
-Señor -me dice el barbero--, ¿lo afeito?
-Señora -me dice el amante traicionado--, voy a degollarla.
Brota la sangre de mi carótida, tiemblo como un poseso.
-¿Se siente mal, señor?, me pregunta el barbero inocente.
Perfectamente afeitado abandono la barbería,
y perfectamente degollado me llevan a la morgue.
Un mundo gelatinoso en el que resbalo a cada paso
me envuelve en sus oleadas de realidad luminosas.
El tiempo deja de transcurrir, aunque el sol
se ha ocultado, y la noche no existe.
El barbero lee en su casa el periódico,
el mudo traga su bocado, el ciego se sumerge en el sueño,
con sus alaridos puebla el idiota la plaza desierta.
Pero todos ellos, sin saberlo siquiera,
siguen por una avenida mi cortejo fúnebre:
soy una puta famosa que acaba de ser degollada.
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