por Carlos Díaz Versón.
Lenta, desangrándose en un temblor de silencio, La Habana alegre y bulliciosa muere en su centro, en el vórtice de toda su estridencia de urbe moderna, para resucitar allá, junto al cementerio, al lado de los que no trasnochan porque tienen entre hueso y hueso la noche eternizada.
Primero, entre estertores desesperantes, cayó el café “La Diana”, que fue durante varias décadas, centro de alegría y reunión de la juventud elegante. Allí, Antonio Maria Romeu, “el bizco de La Diana”, hacía prodigios de ejecución, arrancándole al piano el ritmo maravilloso de los danzones de la época.
Este café se escurrió de la urbe, disecándose de indiferencia, sin el grito policromado del lumínico, y sin la rebeldía tabularia de una lámpara de luz fría. Murió de una muerte muda de progreso.
Unos años antes, había iniciado el éxodo hacia la noche oscura del cierre definitivo, el “Centro Alemán”, receptáculo trepidante que recogía la inquietud de los políticos del momento, y el coruscante júbilo de policías y trovadores.
Y así, en fuga tajante, con un sueño de murciélagos acariciando sus columnatas, cerró también un buen día el café “Los Industriales”, acurrucado en la Plaza del Polvorín hasta hace una década.
Cuando el taladro terrífico de la primera bomba japonesa, abrió un surco de sangre en Pearl Harbor, los cantineros del “Sloppy Joes” se estremecieron de pavor, sintiendo una frialdad en el corazón, como si la luna se les hubiera colado en el pecho. Y en la curva del brillante mostrador, patinó un presagio y se quedó bocarriba con su panza negra, tal si fuera un cucarachón repulsivo. Y el presagio tuvo su confirmación. Barcos y aviones absorbieron la población turística y una mañana los pliegues de las puertas metálicas cayeron al suelo, vibrando como un xilófono gigante.
Luego tocó el turno al café al aire libre de Prado y Dragones, que una noche quedó entre sombras, y al siguiente día una cuadrilla de obreros demolió cubriendo de andamios todo su frente.
Pero más allá, junto al cementerio, resucitaba una Habana Nueva, alegre y bulliciosa. En 12 y 23, comienzan a instalarse cafés al aire libre, modernizados y atractivos, que fueron capturando a los trasnochadores. Todas las familias de las zonas residenciales, que se abren más allá del puente Almendares, se sitúan en estos lugares, después de abandonar los cinematógrafos y teatros habaneros. La plática criolla, alta y sincronizada de gestos, se desata allí con diversidad de tópicos, que va desde la eminente familia hasta la polémica política. Es ya, esta esquina del cementerio, un refugio indispensable de los que gustan beberse la noche con un trago de ron.
Y mientras las carcajadas resuenan con estridencia y los chistes se suceden, los pinos funerarios se alzan del suelo, con su escueta tristeza, dejando oir su llanto.
Así La Habana alegre, jacarandosa, ha resucitado junto al cementerio, al lado de los que no trasnochan porque tienen entre hueso y hueso a la noche eternizada.
"Desaparecen del centro de la ciudad los lugares de diversión y resucitan bulliciosos junto al cementerio", El País, 1950.
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