Isidoro Reguera
Michel Foucault
Siete sentencias
sobre el séptimo ángel
Con un ensayo de
Ángel Gabilondo
Traducción de Isidro
Herrera
Arena Libros, Madrid,
1999
88 páginas, 1200
pesetas
Ya en 1962, ocho años
antes de escribir la carta para la edición de La gramática lógica y La
ciencia divina de Jean-Pierre Brisset -el contenido de este fulgurante
librito-, en su reseña de la Nouvelle Revue Française, “El ciclo de
las ranas", Foucault se había propuesto mostrar que Brisset no era un
loco, como le creyó mucha gente, como le trataba Le Petit Parisien,
por ejemplo, el 29 de julio de 1904 en un artículo titulado "En el
manicomio”, refiriéndose a su enloquecedora filosofía. Mostrar que no era
un enajenado a pesar de creerse el séptimo ángel del Apocalipsis, encargado de
tocar la séptima trompeta y de escribir el libro de la vida que el séptimo
ángel llevará un día en su mano. A pesar de creer que había desenmascarado
el “misterio de Dios” en las vertiginosas ecuaciones de palabras a las que se
entrega para entender el lenguaje, en su origen, desde los gritos de los
anfibios en los que se origina también el hombre; desde un indefinido
murmullo anterior a las sílabas y al acomodo elemental de los sonidos, desde la
ciénaga primera, sus ruidos repetitivos, los grandes elementos simples del
lenguaje y del mundo: el agua, el mar, la madre, el sexo... Desde materiales
simples que Dios puso en boca del hombre antes incluso de crearlo como
tal. (Antes de que hubiera lengua ya se hablaba).
La “ciencia de Dios”
hace que esos materiales reaparezcan ahora y que giren en torno a la palabra
analizada. Brisset, poseedor de ella, la ejercita en análisis como éste
(buscando el origen de la expresión “a solas”, con la que el magnífico
traductor de este libro suple, por intraducible, el análisis original de
Brisset de la expresión en societé): “Sólo óyelos = los oye
solo. Oye los holas, oye las olas. Sólo dice: “¡Hola!, ola”.
Dice solo. En soledad, dice sol: "¡Hola!, sol". El océano
primitivo trae con hola del sol la ola de la soledad. Al sol, la ola sola. La
soledad asola. Con la soledad: a solas”.
¿Por qué prologa
Foucault unos escritos delirantes, que consisten en análisis lingüísticos como
éste? Porque Brisset pertenece señeramente a una familia de sombras,
desterrada, que ha ido heredando lo que la lingüística en su proceso de constitución
científica fue dejando en el olvido: el arraigo del significado en la
naturaleza del significante, el solapamiento de las cosas en las palabras, el
desvanecimiento de la designación, la reducción de lo sincrónico a un primer
estado de la historia, el secreto jeroglífico de la letra, el origen patético y
croante de los fonemas, el simbolismo hermético de los signos: el mito inmenso,
en suma, de un habla originariamente verdadera. “Él, Brisset, está encaramado
en un punto extremo del delirio lingüístico, allí donde lo arbitrario es
recibido como la alegre e infranqueable ley del mundo”. Yo descentrado,
espectáculo que se multiplica a partir de sí mismo, repetición inestable:
Wolfson, Roussel, Brisset…
Esa homofonía
escénica de Brisset, su escenografía fonética, indefinidamente acelerada,
interesa a un estructuralismo sin estructuras, a unas estructuras sin sujeto, a
un pensamiento de la diferencia, y no de la identidad, como los de Foucault. A
un sujeto cuya única realidad es su instalación en una episteme, una
organización del mundo, un código cultural, en tanto ahí se reconoce como objeto
o dominio de un saber posible; que no es más que algo que se desliza en el
discurso epistémico y sus diferentes momentos históricos, en juegos de verdad
-o de lenguaje- que están a la base de esta lógica de la diferencia.
El lenguaje juega
consigo mismo en Brisset, circula por sí mismo en todos los sentidos, se
recorre y repite al azar en cada lengua, sin un conjunto definible de símbolos
y reglas de construcción, con una simple masa primigenia de sordos enunciados
(afirmaciones, preguntas, anhelos, mandatos) de donde surgen las palabras
(antes de las palabras estaban las frases), por apisonamientos, dilataciones,
contracciones, descomposiciones, metaplasmos, metátesis, modificaciones
fonéticas que terminan por converger en una expresión. Cada lengua se
descompone y recompone a partir de sí misma, es su propio filtro y su propio
estado originario, todas las palabras en ella son unas para otras principios de
destrucción, cada una puede servir para analizar a todas las demás.
Todo ello interesa a
la arqueología del saber de esta época en que Foucault escribe sobre Brisset:
1962-1970. Ese interés lo demuestran sus comentarios: “Ni génesis lenta, ni
progresiva adquisición de una forma y de un contenido estables, sino aparición
y desaparición, parpadeo de la palabra, eclipse y retorno periódico,
surgimiento descontinuo, fragmentación y recomposición.... Una palabra es la
paradoja, el milagro, el maravilloso azar de un mismo ruido que, por razones
diferentes, apuntando a cosas diferentes, hacen que todo resuene a lo largo de
una historia. Es la serie improbable del dado que, siete veces seguidas, cae
sobre la misma cara. Poco importa quién habla y cuando habla y empleando qué
vocabulario: inverosímilmente, resuena el mismo traqueteo... La palabra no
aparece cuando cesa el ruido; viene a nacer con su forma bien recortada, con
todos sus múltiples sentidos, cuando los discursos se han amontonado,
acurrucado, aplastado unos contra otros, con el recorte escultórico del
susurro. Brisset ha inventado la definición de la palabra mediante la homofonía
escénica”.
Un librito inmensamente
bello, de inmensos ecos históricos desde el Cratilo, al menos, de
Platón. (Algunos de ellos recoge el capítulo II de Las palabras y las
cosas, “La prosa del mundo”, 1966). El texto final de Ángel Gabilondo, “El
apocalipsis de los anfibios”, no desmerece del de la brillantez del de
Foucault.
ABC cultural, 31
marzo 2001, p. 28.
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