Michel Foucault
La fuga de las ideas
Como Roussel, como Wolfson, Brisset practica sistemáticamente el
poco-más-o-menos. Pero lo importante es enterarse de dónde y de qué manera
juega este poco-más-o-menos.
Roussel ha utilizado sucesivamente dos procedimientos.
Uno consiste en tomar una frase, o un elemento de una frase cualquiera,
repetirla después, idéntica excepto un ligero rasgón que establece entre las
dos formulaciones una distancia en donde toda la historia debe precipitarse por
completo. El otro consiste en tomar, según el azar en que se ofrece, un
fragmento de texto y después, merced a una serie de repeticiones
transformadoras, extraer de él una serie de motivos absolutamente diferentes,
heterogéneos entre sí, y sin vínculo semántico ni sintáctico: el juego está
entonces en trazar una historia que pase por todas las palabras obtenidas de
ese modo como por otras tantas etapas obligadas.
En Roussel, como en Brisset, hay anterioridad de un discurso hallado al
azar o anónimamente repetido; en uno y en otro hay serie, en el intersticio de
las cuasi identidades, apariciones de escenas maravillosas con las cuales las
palabras se funden. Pero Roussel hace que surjan sus enanos, sus rieles de bofe
de ternera, sus autómatas cadavéricos en un espacio extraña mente vacío,
difícil no obstante de colmar, el cual, en el corazón de una frase arbitraria,
está abierto por la herida de una distancia casi imperceptible. La falla de una
diferencia fonológica (entre p y b, por ejemplo) no da lugar,
para él, a una simple distinción de sentido, sino a un abismo casi
infranqueable, siendo preciso todo un discurso para reducirlo; y cuando, desde
un borde de la diferencia, uno se embarca hacia el otro, nadie está seguro,
después de todo, de que la historia llegará efectivamente a esta ribera tan
cercana, tan idéntica.
El propio Brisset salta, durante un instante más breve que cualquier
pensamiento, de una palabra a otra: salaud, sale eau, salle
aux pix, salle aux pris(onniers), saloperie; y el menor de
estos brincos minúsculos que apenas cambian el sonido hace que surja cada vez
todo el abigarramiento de un nuevo escenario: una batalla, una ciénaga,
prisioneros degollados, un mercado de antropófagos. En torno al sonido que
permanece tan cercano como sea posible a su eje de identidad, las escenas giran
como en la periferia de una gran rueda; y llamadas así cada una a su vez por
gritos casi idénticos, que ellas mismas están encarga das de justificar y en
cierto modo de llevar, forman, de una manera absolutamente equívoca, una
historia de palabras (inducida en cada uno de sus episodios por el ligero, el
inaudible deslizamiento de una palabra a otra) y la historia de esas palabras
(la sucesión de escenas, de donde han nacido aquellos ruidos y se han ele vado,
para después coagularse y formar palabras).
Para Wolfson, el poco-más-o-menos es un medio de darle la vuelta a la
propia lengua como se le da vuelta al dedo de un guante; de pasar al otro lado
en el momento en que ella arriba a ti, cuando va a envolver te, invadirte,
hacerse ingurgitar por la fuerza, llenarte el cuerpo de objetos malos y
ruidosos, y resonar duran te mucho tiempo en tu cabeza. Es el medio de encontrarse
de pronto en lo exterior, y de escuchar por fin fuera de la patria (fuera de la
matria, se podría decir) un lenguaje neutralizado. El poco-más-o-menos
asegura, según el furtivo punto de contacto sonoro, el emparejamiento semántico
entre una lengua materna que a la vez es preciso no hablar y no escuchar
(mientras que ella te asedia por todas partes) y lenguas extranjeras finalmente
lisas, tranquilas y desarmadas.
Gracias a estos puentes ligeros lanzados desde una lengua a otra y
sabiamente calculados de antemano, la fuga puede ser instantánea, y el
estudioso de lengua psicótica, apenas asaltado por el furioso idioma de su
madre, se bate en retirada y no escucha finalmente sino palabras apaciguadas.
La operación de Brisset es inversa: en torno a una palabra cualquiera de su
lengua, tan gris como se pueda encontrar en el diccionario, convoca, con gran
des gritos aliterativos, otras palabras de las cuales cada una remolca tras sí
las viejas escenas inmemoriales del deseo, de la guerra, del salvajismo o de la
devastación -o los pequeños chillidos de los demonios y de las ranas, que dan
saltitos al borde de las ciénagas. Él se propone restituir las palabras a los
ruidos que las han alumbrado, y volver a poner en escena los gestos, los
asaltos, las violencias que forman algo así como su blasón ahora silencioso.
Hacer el Thesaurus linguete gallicae
con el alboroto primitivo; volver a transformar las palabras en teatro;
recolocar los sonidos en aquellas gargantas croantes; mezclarlos de nuevo con
todos esos jirones de carne arrancados y devorados; erigirlos como un sueño
terrible, y conminar una vez más a los hombres a arrodillarse: “Todas las
palabras estaban en la boca, han debido ser puestas ahí con una forma sensible,
antes de tomar una forma espiritual. Sabemos que el antepasado no pensaba
primero en ofrecer algo de comer, sino algo que adorar, un objeto santo, una
piadosa reliquia que era su sexo atormentándolo.”
No sé si los psiquiatras, en los vertiginosos
remolinos de Brisset, reconocerían lo que llaman tradicional mente la “fuga de
las ideas”. No pienso, en cualquier caso, que se pueda analizar a Brisset tal
como analizan ese síntoma: el pensamiento, dicen, cautivado por el exclusivo
material sonoro del lenguaje, olvidando el sentido y perdiendo la continuidad
retórica del discurso, salta, por mediación de una sílaba repetida, de una
palabra a otra, dejando que se hile todo ese traqueteo sonoro como una mecánica
loca.
Brisset -y sin duda más de uno a quien se le
atribuye este síntoma- hacen lo contrario: la repetición fonética no marca, en
ellos, la liberación total del lenguaje en relación con las cosas, con los
pensamientos y con los cuerpos; ella no revela en el discurso un estado de
ingravidez absoluta; por el contrario, hunde las sílabas en el cuerpo, les
vuelve a dar funciones de gritos y de gestos; encuentra de nuevo el gran poder
plástico que vocifera y gesticula; recoloca las palabras en la boca y alrededor
del sexo; hace que nazca y que se borre en un tiempo más rápido que cualquier
pensamiento un torbellino de escenas frenéticas, salvajes o jubilosas, de donde
las palabras surgen y que las palabras reclaman. Son el «Evohé» múltiple de
estas Bacanales. Más bien que de una fuga de las ideas a partir de una
iteración verbal, se trata de una escenografía fonética indefinidamente
acelerada.
Los tres procedimientos
Deleuze ha dicho admirablemente: “La psicosis
y su lenguaje son inseparables del ‘procedimiento lingüístico’, de un
procedimiento lingüístico. El problema del procedimiento, en la psicosis, ha
reemplazado al problema de la significación y de la represión (refoulement)”
(prefacio a Louis Wolfson: Le Schizo et les Langues, Gallimard, 1970, p.
23). Este se pone en funcionamiento cuando de las palabras a las cosas la
relación ya no es de designación, cuando de una proposición a otra la relación
ya no es de significación, cuando de una lengua a otra (de un estado de lengua
a otro) la relación ya no es de traducción. El procedimiento es en primer lugar
aquello que manipula las cosas cuando éstas se han solapado a las palabras, no
para separarlas de ellas y restituir al lenguaje su puro poder de designación,
sino para purificar las cosas, esterilizarlas, para poner aparte todas aquellas
que están cargadas con un poder nocivo y conjurar “la mala materia enferma”,
como dice Wolfson. El procedimiento es también aquello que, de una proposición
a otra, por próximas que estén, más que descubrir una equivalencia significativa,
construye todo un espesor del discurso, de aventuras, de escenas, de personajes
y de mecánicas, que efectúan su propia traslación material: espacio rousseliano
del entre-dos-frases. Finalmente, el procedimiento -y esto en el extremo
opuesto de cualquier traducción- descompone un estado de lengua por medio de
otro, y con esas ruinas, con esos fragmentos, con esos tizones aún rojos,
edifica un decorado para volver a representar las escenas de violencia, de
asesinato y de antropofagia. Henos ahí de regreso a la impura absorción. Pero
se trata de una espiral -no de un círculo; porque no estamos ya en el mismo
nivel; Wolfson temía que, por mediación de las palabras, el mal objeto materno
entrara en su cuerpo; Brisset pone en marcha la devoración de los hombres bajo
la zarpa de las palabras que se han convertido de nuevo en salvajes.
De cierto, ninguna de las tres formas de procedimiento está del todo
ausente en Wolfson, Roussel y en Brisset. Pero cada uno de ellos concede el
privilegio a una de ellas según la dimensión del lenguaje que su sufrimiento,
su precaución o su alegría han excluido en primera instancia. Wolfson sufre con
la intrusión de todas las palabras inglesas que se entrecruzan con el hostil
alimento materno: a este lenguaje desprovisto de la distancia que permite
designar, el procedimiento le responde a la vez mediante el cierre (del cuerpo,
los oídos, los orificios; en pocas palabras, la constitución de una interioridad
cerrada) y el pasadizo al exterior (a las lenguas extranjeras en dirección a
las cuales han sido acondicionados mil pequeños canales subterráneos); y de
esta pequeña mónada bien cerrada, en quien acaban simbolizadas todas las
lenguas extranjeras, Wolfson ya sólo puede decir él. Una vez que la boca
ha sido muy severamente tapada, los ojos ávidos absorben en los libros todos
los elementos que servirán según un proceder bien establecido para transformar,
a partir de su entrada en los oídos, las palabras maternas en términos
extranjeros. Se tiene la serie: boca, ojo, oído.
Inclinado sobre todos los rasgones del lenguaje como sobre la lente de
un portaplumas de recuerdo, Roussel reconoce entre dos expresiones casi idénticas
tal ruptura de significación que, para reunirías, tendrá que hacerlas pasar por
el filtro de las sonoridades elementales, tendrá que hacerlas rebotar muchas
veces para componer, a partir de esos fragmentos fonéticos, escenas cuya
sustancia más de una vez será extraída de su propia boca -miga (mié) de
pan, bofe (mou) de ternera, o dientes. Serie: ojo, oído, boca.
En cuanto a Brisset, el oído es quien en primer lugar dirige el juego,
desde el momento en que el armazón del código se ha derrumbado, haciendo
imposible cualquier traducción de la lengua; sur gen entonces los ruidos
repetitivos como núcleos elementales; a su alrededor aparece y se borra todo un
entorbellinamiento de escenas que, en menos de un instante, se ofrecen a la
mirada; incansablemente, nuestros ancestros se entredevoran en él.
Cuando la designación desaparece, es decir, cuan do las cosas se solapan
a las palabras, es entonces la boca la que se cierra. Cuando la comunicación de
las frases por el sentido se interrumpe, entonces el ojo se dilata ante el
infinito de las diferencias. Finalmente, cuando el código es abolido, entonces
el oído retumba con ruidos repetitivos. No quiero decir que el código entre por
el oído, el sentido por el ojo, ni que la designación pase por la boca (que era
tal vez la opinión de Zenón); sino que a la borra dura de una de las
dimensiones del lenguaje le corresponde un órgano que se erige, un orificio que
empieza a excitarse, un elemento que se erotiza. Desde este órgano en erección
a los otros dos se arma una maquinaria -a la vez principio de dominación y
procedimiento de transformación. Entonces, los lugares del lenguaje -boca, ojo,
oído- se ponen ruidosamente a funcionar dentro de su materialidad primera,
gracias a los tres vértices del aparato que gira dentro del cráneo.
Boca cosida, yo descentrado, traducción universal, simbolización general
de las lenguas (con exclusión de la inmediata, de la materna), éste es el vértice
de Wolfson, es el punto de formación del saber. Ojo dilatado, espectáculo que
se multiplica a partir de sí mismo, que se enrosca hasta el infinito y no se
cierra sino al regreso de lo casi idéntico, éste es el vértice de Roussel, el
del sueño y del teatro, de la contemplación inmóvil y de la muerte remedada.
Oído susurrante, repeticiones inestables, violencias y apetitos desencadenados,
éste es el vértice de Brisset, el de la embriaguez y de la danza, el de la
gesticulación orgiástica: punto de irrupción de la poesía y del tiempo abolido,
repetido.
Siete sentencias sobre el séptimo
ángel; traducción Isidro Herrera, Madrid, Arena Libros, 1999, pp. 35-45.
No hay comentarios:
Publicar un comentario