Miguel Utrillo
Celebran los amantes de la poesía del mundo
todo, pero de una manera especial en Francia, el primer centenario del nacimiento
del genial poeta Paul Valéry, nacido en Séte en 1871 y fallecido en París el 20
de julio de 1945, en donde le rindieron honores y homenajes, desde luego más
que merecidos, como si de un héroe nacional se tratase. Los franceses saben
cuidar —desde siempre—sus talentos, y André Malraux se encargó, en un acto
impresionante, de elogiar a Paul Valéry como corresponde, antes que fuese
trasladado, también con todos los honores, al cementerio marino de Sóte, su
ciudad natal.
Paul Valéry vino varias veces a España. La
primera fue —según se desprende de la copia de sus cartas, que pude leer y anotar
hace años, por deferencia especial de la viuda del poeta y que, en la actualidad,
figuran en la Exposición Valéry organizada en la Biblioteca Nacional de París—
en 1924. La Sociedad de Cursos y Conferencias, que presidía el duque de Alba,
le había invitado a pronunciar dos conferencias sobre el tema “Baudelaire y su
posteridad Iiteraria”. Vive en la Residencia de Estudiantes de la calle del
Pinar, la “coIina de los álamos”, como le llamara Juan Ramón Jiménez, que
también había vivido en ella. Juan Ramón Jiménez le envió un ramo de rosas. VaIéry
lo dice en una de sus cartas (la que lleva fecha del 24 de mayo del año 1924)
de esta manera: “Antes había recibido un ramo de flores en mi cuarto de un
poeta invisible”. Pero Juan Ramón Jiménez hace aún más. Junto con las flores,
le envía una carta, que no puedo resistirme a copiar íntegra por su enorme
valor autobiográfico. Dice así:
“Madrid, 19 de mayo de 1924. Monsieur Pal
Valéry. Querido y puro poeta: Razones de estética y de ético-estética de una
actualidad enteramente española, que no tienen sentido ni deben tenerlo para un
poeta extranjero de paso entre nosotros, me impiden asistir a sus conferencias
y a los homenajes en su honor durante los días que va usted a pasar en Madrid.
Nunca he asistido —la única vez que lo hice salí asqueado para siempre— ni a
conferencias, ni a banquetes ni, en general, a ninguna manifestación de orden
colectivo. Además, en presencia de un poeta tan secreto, tan exacto, tan «raro»
como usted, ¿no es el mejor de los homenajes el sacrificio de la persona? Palabras,
frases, gestos: mala y viciosa retórica corporal en suma. Inmolo, pues, pensando
en usted, las palabras insensatas o mediocres —¡bastantes ha debido usted oír!—
en holocausto de ésa, a sola e incierta cuyo único equivalente poético,
voluntario y pleno es el silencio.
He aquí en revancha, mensaje mío hacia usted,
la púrpura española de estas rosas primaverales, hermanas de esas rosas
francesas de sus cuatro mágicos versos de «Serpent», donde palpita, flor de la
manzana prohibida y, mejor aún, rosa del terruño, «la rosa del paraíso
terrestre universal:
Eve,
jadis, je la surpris
parmi ses premiéres pensées,
la
lèvre entre’ouverte aux sprits
qui
naissaint des roses bercées.
Su verdadero
lector e invisible amigo, Juan Ramón Jiménez”.
Valéry y Ramón Jiménez no se vieron. Perece
ser que este último, cuando le preguntaban al caso, decía que su “francés es
sólo el de un niño”, cosa, desde luego, muy de Ramón Jiménez; pero sospecho que
exageraba...
En cambio, don José Ortega y Gasset y sus
amigos le atendieron. Lo indica claramente la carta que le dirigiera:
“Mi
querido Ortega: Me marcho colmado. Hace seis días Madrid era para mí una
expresión geográfica. Pero, en seis días, sus amigos y usted lo han convertido
en una de las estaciones más preciosas de mi recuerdo. Me marcho con una
inmensa pena y un sentimiento de reconocimiento profundo a esta ciudad y a esos
jóvenes que me han dispensado el recibimiento más delicioso y más conmovedor.
Esta residencia tranquila, viva, floreciente y florida, donde he hallado el
encanto de la juventud, y donde he sentido revivir un poco el estudiante que
fui, ha sido para mí una dulce vivienda que siempre me será querida.”
A Valéry le han hablado de dar unas conferencias
en Barcelona. El Gobierno envía un telegrama a la Mancomunidad de Barcelona
para organizarle una conferencia.
“Ya ves —escribe a su esposa— que Primo de
Rivera hace el papel de Mussolini”. “El presidente del Consejo, vino a
despedirme. También estaban algunos nuevos amigos”.
Ya en Barcelona, se hospeda en el Hotel
Oriente. Le recibe en la estación una delegación en la Mancomunidad (una especie
de Senado catalán, dice Valéry), y además, elementos del Instituto francés. “Anoche
—añade—, en el café, unos y otros me hablaban al oído...”. Fue a Montserrat en
compañía de Juan Estelrich, que más tarde tradujo el «Cementerio Marino», de
Valéry, cuya versión sólo sé que, existe, pero nunca la he podido leer. ¡Dios
mío, qué desprecio en nuestro país, para los autógrafos o los papeles inéditos
que dejan nuestros intelectuales!
Pero las atenciones que recibió en Barcelona,
como las de Madrid, encontraron en el poeta, y en su fina sensibilidad, motivos
de agradecimiento sinceros. Véase la carta que con fecha 26 de mayo de 1926
escribió al entonces presidente de la Mancomunidad, don Alfonso Sala.
“En el momento —le escribe— de dejar Barcelona
deseo y debo dirigirle la expresión de mi más profunda gratitud por la acogida
tan noble y tan cordial que me ha hecho esta ilustre y magnífica ciudad. La
Mancomunidad que usted preside me ha rodeado de todas las atenciones; me ha
ofrecido, para la más sencilla de las charlas, la solemnidad de una sala solemne,
una de las más hermosas que podría soñarse, para hablar, la magnífica sala
gótica, llamada de San Jorge.
Agradezco de todo corazón a la Mancomunidad,
como le agradezco a usted, personalmente, señor presidente, las palabras que
tuvo a bien dirigirme a la terminación de la conferencia y que considero como
una preciosa prueba de simpatía de Cataluña para las letras francesas, a las
que traslado todo el honor.
Permítame también que le agradezca muy
particularmente haberme dado por guías de Barcelona a dos hombres tan encantadores,
serviciales y amables como don Miguel Utrillo y don Antonio Robert (1). Estoy
enteramente conmovido por la gentileza con la que esos señores me han enseñado
una ciudad con la que yo había soñado mucho cuando era niño y, miraba ponerse
el sol sobre Cataluña. No esperaba verla un día en condiciones tan gratas como
honrosas.
Reciba, señor presidente, el testimonio de mis
sentimientos de gratitud y de mi consideración más respetuosas”.
Hubo
—cómo no— excursión a Sitges, que por aquellos años era un apacible pueblo blanco
con “americanos” de reloj y cadena de oro, tresillistas, fábricas de calzado.
En la playa, sin espigones, barcas, aún con velas latinas. Yo no asistí a la
excursión, porque eran los años de mi internado en el Colegio de los R.R. P.P.
Escolapios de Sama, de Villanueva y la GeItrú, a quienes debo todo lo que sé,
si es que sé algo... Pero, recuerdo que mi madre me dijo por la noche que había
venido un señor muy atento y fino...
Pasan los años. Estamos en 1930. Yo ya
empezaba a hacer mis primeros pinitos literarios, a los que sigo fiel, a las órdenes
de los bigotes mosqueteriles de Mario Aguilar, el admirado.
Me veo a bordo del “Tenax” de madame Heriot,
con la escritora recientemente, fallecida, Lóuise de Vilmorin, y José Maria
Sert. Más tarde, visitando el “Pueblo Español”, feliz “idea”, como es sabido,
de mi padre. Y aún otro día comiéndonos una pantagruélica «parrillada» en la
antigua Casa Joanet, de la Barceloneta. Recuerdo que Valèry bebió en porrón, de
manera muy natural, porque era un hombre del sur de Francia, es decir, del
Midi, en donde el porrón es conocido.
Hubo excursión a Vic, para ver las pinturas de
la catedral, que José María Sert pintara para tres veces —¡tres veces!—, con
parada en La Garriga, para comer butifarra. Sert, en eso, como en muchas cosas,
tenía una elegancia, realmente única. Venía con nosotros don Luis Plandiura, a
quien el arte catalán tanto le debe, que estuvo también muy locuaz, en contra
de su costumbre.
Luego vinieron las lecturas de las poesías
de Paul Valéry, que junto con mis recuerdos, se me hacían más bellas. Y aún más
recuerdos, pero de otro estilo.
Encontrándome en Séte, con un “out” de Francia,
son tantos que no sé cuál exactamente, fui a visitar su tumba, y cuál no sería
mi sorpresa, cuando el guardia, al preguntarle por la tumba de Valéry, llamó a
un perro, al que llamaba “Tom”, y me dijo tranquilamente:
—Sígale usted. Él le llevará a la tumba.
Y como estábamos en Francia, en donde todo
tiene un precio, añadió:
—Son cinco francos…
¡Quedé de piedra! Pero así sucedió.
A mí no me cabía en la cabeza, que la gloria
de Paul Valéry, que sigue creciendo, pero sobre todo su tumba, en la que
descansa después de recibir honores nacionales, fuese un perro quien a ella me
acercara... Pero así es la vida. Recientemente, el perro en cuestión ha muerto.
Lo he leído en los periódicos franceses, y en sitio destacado. ¡Sigo sin comprenderlo!
Pero a Paul Valéry sí que lo comprendo y admiro.
Como poeta de excepción y mucho más como uno de los hombres de más fina sensibilidad
que ha conocido.
(1) Se
trata de don Antonio Robert, nacido en Cuba, pero de origen sitgetano, en donde
tenía casa y acostumbraba a pasar en Sitges el verano. Hombre sencillamente
encantador, y padre del economista del mismo nombre y del escritor Manuel
Robert.
La Vanguardia española,
miércoles 17 de noviembre, 1971, p. 53.
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