domingo, 26 de abril de 2020

Fidel Castro / La carta de los cubanos



  Pablo Neruda

 Dos semanas después de su victoriosa entrada en La Habana, llegó Fidel Castro a Caracas por una corta visita. Venía a agradecer públicamente al gobierno y al pueblo venezolanos la ayuda que le habían prestado. Esta ayuda había consistido en armas para sus tropas, y no fue naturalmente Betancourt (recién elegido presidente) quien las proporcionó, sino su antecesor el almirante Wolfgang Larrazábal. Había sido Larrazábal amigo de las izquierdas venezolanas, incluyendo a los comunistas, y accedió al acto de solidaridad con Cuba que éstos le solicitaron.
 He visto pocas acogidas políticas más fervorosas que la que le dieron los venezolanos al joven vencedor de la revolución cubana. Fidel habló cuatro horas seguidas en la gran plaza de El Silencio, corazón de Caracas. Yo era una de las doscientas mil personas que escucharon de pie y sin chistar aquel largo discurso. Para mí, como para muchos otros, los discursos de Fidel han sido una revelación. Oyéndole hablar ante aquella multitud, comprendí que una época nueva había comenzado para América Latina. Me gustó la novedad de su lenguaje. Los mejores dirigentes obreros y políticos suelen machacar fórmulas cuyo contenido puede ser válido, pero son palabras gastadas y debilitadas en la repetición. Fidel no se daba por enterado de tales fórmulas. Su lenguaje era natural y didáctico. Parecía que él mismo iba aprendiendo mientras hablaba y enseñaba.
 El presidente Betancourt no estaba presente. Le asustaba la idea de enfrentarse a la ciudad de Caracas, donde nunca fue popular. Cada vez que Fidel Castro lo nombró en su discurso se escucharon de inmediato silbidos y abucheos que las manos de Fidel trataban de silenciar. Yo creo que aquel día se selló una enemistad definitiva entre Betancourt y el revolucionario cubano. Fidel no era marxista ni comunista en ese tiempo; sus mismas palabras distaban mucho de esa —posición política. Mi idea personal es que aquel discurso, la personalidad fogosa y brillante de Fidel, el entusiasmo multitudinario que despertaba, la pasión con que el pueblo de Caracas lo oía, entristecieron a Betancourt, político de viejo estilo, de retórica, comités y conciliábulos. Desde entonces Betancourt ha perseguido con saña implacable todo cuanto de cerca o de lejos le huela a Fidel Castro o a la revolución cubana.
 Al día siguiente del mitin, cuando yo estaba en el campo de picnic dominical, llegaron hasta nosotros unas motocicletas que me traían una invitación para la embajada de Cuba. Me habían buscado todo el día y por fin habían descubierto mi paradero, La recepción sería esa misma tarde. Matilde y yo salimos directamente hacia la sede de la embajada. Los invitados eran tan numerosos que sobrepasaban los salones y jardines. Afuera se agolpaba el pueblo y era difícil cruzar las calles que conducían a la casa.
 Atravesamos salones repletos de gente, una trinchera de brazos con copas de cóctel en alto. Alguien nos llevó por unos corredores y unas escaleras hasta otro piso. En un sitio sorpresivo nos estaba esperando Celia, la amiga y secretaria más cercana de Fidel. Matilde se quedó con ella. A mí me introdujeron a la habitación vecina. Me encontré en un dormitorio subalterno, como de jardinero o de chofer. Sólo había una cama de la cual alguien se había levantado precipitadamente, dejando sábanas en desorden y una almohada por el suelo. Una mesita en un rincón y nada más. Pensé que de allí me pasarían a algún saloncito decente para encontrarme con el comandante. Pero no fue así. De repente se abrió la puerta y Fidel Castro llenó el hueco con su estatura.
 Me sobrepasaba por una cabeza. Se dirigió con pasos rápidos hacia mí.
  —Hola, Pablo! —me dijo y me sumergió en un abrazo estrecho y apretado.
 Me sorprendió su voz delgada, casi infantil. También algo en su aspecto concordaba con el tono de su voz. Fidel no daba la sensación de un hombre grande, sino de un niño grande a quien se le hubieran alargado de pronto las piernas sin perder su cara de chiquillo y su escasa barba de adolescente.
 De pronto interrumpió el abrazo con brusquedad. Se quedó como galvanizado. Dio media vuelta y se dirigió resueltamente hacia un rincón del cuarto. Sin que yo me enterara había entrado sigilosamente un fotógrafo periodístico y desde ese rincón dirigía su cámara hacia nosotros. Fidel cayó a su lado de un solo Impulso. Vi que lo había agarrado por la garganta y lo sacudía. La cámara cayó al suelo. Me acerqué a Fidel y lo tomé de un brazo, espantado ante la visión del minúsculo fotógrafo que se debatía inútilmente. Pero Fidel le dio un empellón hacia la puerta y lo obligó a desaparecer. Luego se volvió hacia mí sonriendo, recogió la cámara del suelo y la arrojó sobre la cama.
 No hablamos del incidente, sino de las posibilidades de una agencia de prensa para la América entera. Me parece que de aquella conversación nació Prensa Latina. Luego, cada uno por su puerta, regresamos a la recepción.
 Una hora más tarde, regresando ya de la embajada en compañía de Matilde, me vinieron a la mente la cara aterrorizada del fotógrafo y la rapidez instintiva del jefe guerrillero que advirtió de espaldas la silenciosa llegada del intruso.
 Ese fue mi primer encuentro con Fidel Castro. ¿Por qué rechazó tan rotundamente aquella fotografía? Encerraba su rechazo un pequeño misterio político. Hasta ahora no he logrado comprender por qué motivo nuestra entrevista debía tener carácter tan secreto.
 Fue muy diferente mi primer encuentro con el Che Guevara. Sucedió en La Habana. Cerca de la una de la noche llegué a verlo, invitado por él a su oficina del Ministerio de Hacienda o de Economía, no recuerdo exactamente. Aunque me había citado para la media noche, yo llegué con retardo. Había asistido a un acto oficial interminable y me sentaron en el presidium.
 El Che llevaba botas, uniforme de campaña y pistolas a la cintura. Su indumentaria desentonaba con el ambiente bancario de la oficina.
 El Che era moreno, pausado en el hablar, con indudable acento argentino. Era un hombre para conversar con él despacio, en la pampa, entre mate y mate. Sus frases eran cortas y remataban en una sonrisa, como si dejara en el aire el comentario.
 Me halagó lo que me dijo de mi libro Canto general.  Acostumbraba leerlo por la noche a sus guerrilleros, en la Sierra Maestra. Ahora, ya pasados los años, me estremezco al pensar que mis versos también le acompañaron en su muerte. Por Régis Debray supe que en las montañas de Bolivia guardó hasta el último momento en su mochila sólo dos libros: un texto de aritmética y mi Canto general.
 Algo me dijo el Che aquella noche que me desorientó bastante pero que tal vez explica en parte su destino. Su mirada iba de mis ojos a la ventana oscura del recinto bancario. Hablábamos de una posible invasión norteamericana a Cuba. Yo había visto por las calles de La Habana sacos de arena diseminados en puntos estratégicos. Él dijo súbitamente:
 —La guerra... La guerra... Siempre estamos contra la guerra pero cuando la hemos hecho no podemos vivir sin la guerra. En todo instante queremos volver a ella.
 Reflexionaba en voz alta y para mí. Yo lo escuché con sincero estupor. Para mí la guerra es una amenaza y no un destino.
 Nos despedimos y nunca más lo volví a ver. Luego acontecieron su combate en la selva boliviana y su trágica muerte. Pero yo sigo viendo en el Che Guevara aquel hombre meditativo que en sus batallas heroicas destinó siempre, junto a sus armas, un sitio para la poesía.
          
                                             
 A América Latina le gusta mucho la palabra "esperanza". Nos complace que nos llamen "continente de la esperanza". Los candidatos a diputados, a senadores, a presidentes, se auto titulan "candidatos de la esperanza". En la realidad esta esperanza es algo así como el cielo prometido, una promesa de pago cuyo cumplimiento se aplaza. Se aplaza para el próximo período legislativo, para el próximo año o para el próximo siglo.
 Cuando se produjo la revolución cubana, millones de sudamericanos tuvieron un brusco despertar. No creían lo que escuchaban. Esto no estaba en los libros de un continente que ha vivido desesperadamente pensando en la esperanza. He aquí de pronto que Fidel Castro, un cubano a quien antes nadie conocía, agarra la esperanza del pelo o de los pies, y no le permite volar, sino la sienta en su mesa, es decir, en la mesa y en la casa de los pueblos de América.
 Desde entonces hemos adelantado mucho en este camino de la esperanza vuelta realidad. Pero vivimos con el alma en un hilo. Un país vecino, muy poderoso y muy imperialista, quiere aplastar a Cuba con esperanza y todo. Las masas de América leen todos los días el periódico, escuchan la radio todas las noches. Y suspiran de satisfacción. Cuba existe. Un día más. Un año más. Un lustro más. Nuestra esperanza no ha sido decapitada. No será decapitada.

  La carta a los cubanos

 Hacía tiempo que los escritores peruanos, entre los que siempre conté con muchos amigos, presionaban para que se me diera en su país una condecoración oficial. Confieso que las condecoraciones me han parecido siempre un tanto ridículas. Las pocas que tenía me las colgaron al pecho sin ningún amor, por funciones desempeñadas, por permanencias consulares, es decir, por obligación o rutina. Pasé una vez por Lima, y Ciro Alegría, el gran novelista de Los perros hambrientos, que era entonces presidente de los escritores peruanos, insistió para que se me condecorase en su patria. Mi poema "Alturas de Macchu Picchu" había pasado a ser parte de la vida peruana; tal vez logré expresar en esos versos algunos sentimientos que yacían dormidos como las piedras de la gran construcción. Además, el presidente peruano de ese tiempo, el arquitecto Belaúnde, era mi amigo y mi lector. Aunque la revolución que después lo expulsó del país con violencia dio al Perú un gobierno inesperadamente abierto a los nuevos caminos de la historia, sigo creyendo que el arquitecto Belaúnde fue un hombre de intachable honestidad, empeñado en tareas algo quiméricas que al final lo apartaron de la realidad terrible, lo separaron de su pueblo que tan profundamente amaba.
 Acepté ser condecorado, esta vez no por mis servicios consulares, sino por uno de mis poemas. Además, y no es esto lo más pequeño, entre los pueblos de Chile y Perú hay aún heridas sin cerrar. No sólo los deportistas y los diplomáticos y los estadistas deben empeñarse en restañar esa sangre del pasado, sino también y con mayor razón los poetas, cuyas almas tienen menos fronteras que las de los demás. Por esa misma época hice un viaje a los Estados Unidos. Se trataba de un congreso del Pen Club mundial. Entre los invitados estaban mis amigos Arthur Miller, los argentinos Ernesto Sábato y Victoria Ocampo, el crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal, el novelista mexicano Carlos Fuentes. También concurrieron escritores de casi todos los países socialistas de Europa.
 Se me notificó a mi llegada —que los escritores cubanos habían sido igualmente invitados. En el Pen Club estaban sorprendidos porque no había llegado Carpentier y me pidieron que yo tratara de aclarar el asunto. Me dirigí al representante de Prensa Latina en Nueva York, quien me ofreció transmitir un recado para Carpentier.
 La respuesta, a través de Prensa Latina, fue que Carpentier no podía venir porque la invitación había llegado demasiado tarde y las visas norteamericanas no habían estado listas. Alguien mentía en esa ocasión: las visas estaban concedidas hacía tres meses, y hacía también tres meses que los cubanos conocían la invitación y la habían aceptado. Se comprende que hubo un acuerdo superior de ausencia a última hora.
 Yo cumplí mis tareas de siempre. Di mi primer recital de poesía en Nueva York, con un lleno tan grande que debieron de poner pantallas de televisión fuera del teatro para que vieran y oyeran algunos miles que no pudieron entrar. Me conmovió el eco que mis poemas, violentamente antiimperialistas, despertaban en esa multitud norteamericana. Comprendí muchas cosas allí, y en Washington, y en California, cuando los estudiantes y la gente común manifestaban su aprobación a mis palabras condenatorios del imperialismo. Comprobé a quemarropa que los enemigos norteamericanos de nuestros pueblos eran igualmente enemigos del pueblo norteamericano.
  Me hicieron algunas entrevistas. La revista Life en castellano, dirigida por latinoamericanos advenedizos, tergiversó y mutiló mis opiniones. No rectificaron cuando se lo pedí. Pero no era nada grave.
 Lo que suprimieron fue un párrafo donde yo condenaba lo de Vietnam y otro acerca de un líder negro asesinado por esos días. Sólo años más tarde la periodista que redactó la entrevista dio testimonio de que había sido censurada.
 Supe, durante mi visita —y eso hace honor a mis compañeros los escritores norteamericanos—, que ellos ejercieron una presión irreductible para que se me concediera la visa de entrada a los Estados Unidos.
 Me parece que llegaron a amenazar al Departamento de Estado con un acuerdo reprobatorio del Pen Club si continuaba rechazando mi permiso de entrada. En una reunión pública, en la que recibía una distinción la personalidad más respetada de la poesía norteamericana, la anciana poetisa Marianne Moore que murió muchos meses después, ella tomó la palabra para regocijarse de que se hubiera logrado mi ingreso legal al país por medio de la unidad de los poetas. Me contaron que sus palabras, vibrantes y conmovedoras, fueron objeto de una gran ovación.
 Lo cierto y lo inaudito es que después de esa gira, signada por mi actividad política y poética más combativa, gran parte de la cual fue empleada en defensa y apoyo de la revolución cubana, recibí, apenas regresado a Chile, la célebre y maligna carta de los escritores cubanos encaminada a acusarme poco menos que de sumisión y traición. Ya no me acuerdo de los términos empleados por mis fiscales. Pero puedo decir que se erigían en profesores de las revoluciones, en dómines de las normas que deben regir a los escritores de izquierda. Con arrogancia, insolencia y halago, pretendían enmendar mi actividad poética, social y revolucionaria. Mi condecoración por "Macchu Picchu" y mi asistencia al congreso del Pen Club; mis declaraciones y recitales; mis palabras y actos contrarios al sistema norteamericano, expresados en la boca del lobo; todo era puesto en duda, falsificado o calumniado por los susodichos escritores, muchos de ellos recién llegados al campo revolucionario, y muchos de ellos remunerados justa o injustamente por el nuevo estado cubano.

 Este costal de injurias fue engrosado por firmas y más firmas que se pidieron con sospechosa espontaneidad desde las tribunas de las sociedades de escritores y artistas. Comisionados corrían de aquí para allá en La Habana, en busca de firmas de gremios enteros de músicos, bailarines y artistas plásticos.
 Se llamaba para que firmaran a los numerosos artistas y escritores transeúntes que habían sido generosamente invitados a Cuba y que llenaban los hoteles de mayor rumbo. Algunos de los escritores cuyos nombres aparecieron estampados al pie del injusto documento, me han hecho llegar posteriormente noticias subrepticias: "Nunca lo firmé; me enteré del contenido después de ver mi firma que nunca puse".  Un amigo de Juan Marinello me ha sugerido que así pasó con él, aunque nunca he podido comprobarlo. Lo he comprobado con otros.
 El asunto era un ovillo, una bola de nieve o de malversaciones ideológicas que era preciso hacer crecer a toda costa. Se instalaron agencias especiales en Madrid, París y otras capitales, consagradas a despachar en masa ejemplares de la carta mentirosa. Por miles salieron esas cartas, especialmente desde Madrid, en remesas de veinte o treinta ejemplares para cada destinatario. Resultaba siniestramente divertido recibir esos sobres tapizados con retratos de Franco como sellos postales, en cuyo interior se acusaba a Pablo Neruda de contrarrevolucionario.     
 No me toca a mí indagar los motivos de aquel arrebato: la falsedad política, las debilidades ideológicas, los resentimientos y envidias literarias, qué sé yo cuántas cosas determinaron esta batalla de tantos contra uno. Me contaron después que los entusiastas redactores, promotores y cazadores de firmas para la famosa carta, fueron los escritores Roberto Fernández Retamar, Edmundo Desnoes y Lisandro Otero. A Desnoes y a Otero no recuerdo haberlos leído nunca ni conocido personalmente. A Retamar sí. En La Habana y en París me persiguió asiduamente con su adulación. Me decía que había publicado incesantes prólogos y artículos laudatorios sobre mis obras. La verdad es que nunca lo consideré un valor, sino uno más entre los arribistas políticos y literarios de nuestra época.
 Tal vez se imaginaron que podían dañarme o destruirme como militante revolucionario. Pero cuando llegué a la calle Teatinos de Santiago de Chile, a tratar por primera vez el asunto ante el comité central del partido, ya tenían su opinión, al
menos en el aspecto político.
 —Se trata del primer ataque contra nuestro partido chileno —me dijeron. Se vivían serios conflictos en aquel tiempo. Los comunistas venezolanos, los mexicanos y otros, disputaban ideológicamente con los cubanos. Más tarde, en trágicas circunstancias pero silenciosamente, se diferenciaron también los
bolivianos.
 El partido comunista de Chile decidió concederme en un acto público la medalla Recabarren, recién creada entonces y destinada a sus mejores militantes. Era una sobria respuesta. El partido comunista chileno sobrellevó con inteligencia aquel período de divergencias, persistió en su propósito de analizar internamente nuestros desacuerdos. Con el tiempo toda sombra de pugna se ha eliminado y existe entre los dos partidos comunistas más importantes de América Latina un entendimiento claro y una relación fraternal.
 En cuanto a mí, no he dejado de ser el mismo que escribió Canción de gesta. Es un libro que me sigue gustando. A través de él no puedo olvidar que yo fui el primer poeta que dedicó un libro entero a enaltecer la revolución cubana.
 Comprendo, naturalmente, que las revoluciones y especialmente sus hombres caigan de cuando en cuando en el error y en la injusticia. Las leyes nunca escritas de la humanidad envuelven por igual a revolucionarios y contrarrevolucionarios. Nadie puede escapar de las equivocaciones. Un punto ciego, un pequeño punto ciego dentro de un proceso, no tiene gran importancia en el contexto de una causa grande.
 He seguido cantando, amando y respetando la revolución cubana, a su pueblo, a sus nobles protagonistas.
 Pero cada uno tiene su debilidad. Yo tengo muchas. Por ejemplo, no me gusta desprenderme del orgullo que siento por mi inflexible actitud de combatiente revolucionario. Tal vez será por eso, o por otra rendija de mi pequeñez, que me he negado hasta ahora, y me seguiré negando, a dar la mano a ninguno de los que consciente o inconscientemente firmaron aquella carta que sigue pareciendo una infamia.

 Acápites de capítulo XI, Confieso que he vivido. Memorias, Seix Barral, 1974. 

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