Pablo Neruda
Dos
semanas después de su victoriosa entrada en La Habana, llegó Fidel Castro a Caracas
por una corta visita. Venía a agradecer públicamente al gobierno y al pueblo
venezolanos la ayuda que le habían prestado. Esta ayuda había consistido en armas
para sus tropas, y no fue naturalmente Betancourt (recién elegido presidente)
quien las proporcionó, sino su antecesor el almirante Wolfgang Larrazábal.
Había sido Larrazábal amigo de las izquierdas venezolanas, incluyendo a los
comunistas, y accedió al acto de solidaridad con Cuba que éstos le solicitaron.
He visto pocas acogidas políticas más fervorosas
que la que le dieron los venezolanos al joven vencedor de la revolución cubana.
Fidel habló cuatro horas seguidas en la gran plaza de El Silencio, corazón de
Caracas. Yo era una de las doscientas mil personas que escucharon de pie y sin
chistar aquel largo discurso. Para mí, como para muchos otros, los discursos de
Fidel han sido una revelación. Oyéndole hablar ante aquella multitud, comprendí
que una época nueva había comenzado para América Latina. Me gustó la novedad de
su lenguaje. Los mejores dirigentes obreros y políticos suelen machacar fórmulas
cuyo contenido puede ser válido, pero son palabras gastadas y debilitadas en la
repetición. Fidel no se daba por enterado de tales fórmulas. Su lenguaje era
natural y didáctico. Parecía que él mismo iba aprendiendo mientras hablaba y
enseñaba.
El presidente Betancourt no estaba presente.
Le asustaba la idea de enfrentarse a la ciudad de Caracas, donde nunca fue
popular. Cada vez que Fidel Castro lo nombró en su discurso se escucharon de
inmediato silbidos y abucheos que las manos de Fidel trataban de silenciar. Yo
creo que aquel día se selló una enemistad definitiva entre Betancourt y el
revolucionario cubano. Fidel no era marxista ni comunista en ese tiempo; sus
mismas palabras distaban mucho de esa —posición política. Mi idea personal es
que aquel discurso, la personalidad fogosa y brillante de Fidel, el entusiasmo
multitudinario que despertaba, la pasión con que el pueblo de Caracas lo oía,
entristecieron a Betancourt, político de viejo estilo, de retórica, comités y conciliábulos.
Desde entonces Betancourt ha perseguido con saña implacable todo cuanto de
cerca o de lejos le huela a Fidel Castro o a la revolución cubana.
Al día siguiente del mitin, cuando yo estaba
en el campo de picnic dominical, llegaron hasta nosotros unas motocicletas que
me traían una invitación para la embajada de Cuba. Me habían buscado todo el
día y por fin habían descubierto mi paradero, La recepción sería esa misma
tarde. Matilde y yo salimos directamente hacia la sede de la embajada. Los
invitados eran tan numerosos que sobrepasaban los salones y jardines. Afuera se
agolpaba el pueblo y era difícil cruzar las calles que conducían a la casa.
Atravesamos salones repletos de gente, una
trinchera de brazos con copas de cóctel en alto. Alguien nos llevó por unos
corredores y unas escaleras hasta otro piso. En un sitio sorpresivo nos estaba
esperando Celia, la amiga y secretaria más cercana de Fidel. Matilde se quedó
con ella. A mí me introdujeron a la habitación vecina. Me encontré en un
dormitorio subalterno, como de jardinero o de chofer. Sólo había una cama de la cual alguien se había levantado precipitadamente, dejando sábanas en desorden y
una almohada por el suelo. Una mesita en un rincón y nada más. Pensé que de
allí me pasarían a algún saloncito decente para encontrarme con el comandante.
Pero no fue así. De repente se abrió la puerta y Fidel Castro llenó el hueco
con su estatura.
Me sobrepasaba por una cabeza. Se dirigió con
pasos rápidos hacia mí.
—Hola, Pablo! —me dijo y me sumergió en un
abrazo estrecho y apretado.
Me sorprendió su voz delgada, casi infantil.
También algo en su aspecto concordaba con el tono de su voz. Fidel no daba la
sensación de un hombre grande, sino de un niño grande a quien se le hubieran
alargado de pronto las piernas sin perder su cara de chiquillo y su escasa
barba de adolescente.
De pronto interrumpió el abrazo con
brusquedad. Se quedó como galvanizado. Dio media vuelta y se dirigió
resueltamente hacia un rincón del cuarto. Sin que yo me enterara había entrado
sigilosamente un fotógrafo periodístico y desde ese rincón dirigía su cámara
hacia nosotros. Fidel cayó a su lado de un solo Impulso. Vi que lo había
agarrado por la garganta y lo sacudía. La cámara cayó al suelo. Me acerqué a Fidel
y lo tomé de un brazo, espantado ante la visión del minúsculo fotógrafo que se debatía
inútilmente. Pero Fidel le dio un empellón hacia la puerta y lo obligó a desaparecer.
Luego se volvió hacia mí sonriendo, recogió la cámara del suelo y la arrojó
sobre la cama.
No hablamos del incidente, sino de las
posibilidades de una agencia de prensa para la América entera. Me parece que de
aquella conversación nació Prensa Latina. Luego, cada uno por su puerta,
regresamos a la recepción.
Una
hora más tarde, regresando ya de la embajada en compañía de Matilde, me vinieron
a la mente la cara aterrorizada del fotógrafo y la rapidez instintiva del jefe guerrillero
que advirtió de espaldas la silenciosa llegada del intruso.
Ese fue mi primer encuentro con Fidel Castro.
¿Por qué rechazó tan rotundamente aquella fotografía? Encerraba su rechazo un
pequeño misterio político. Hasta ahora no he logrado comprender por qué motivo
nuestra entrevista debía tener carácter tan secreto.
Fue muy diferente mi primer encuentro con el
Che Guevara. Sucedió en La Habana. Cerca de la una de la noche llegué a verlo,
invitado por él a su oficina del Ministerio de Hacienda o de Economía, no
recuerdo exactamente. Aunque me había citado para la media noche, yo llegué con
retardo. Había asistido a un acto oficial interminable y me sentaron en el
presidium.
El Che llevaba botas, uniforme de campaña y
pistolas a la cintura. Su indumentaria desentonaba con el ambiente bancario de
la oficina.
El Che era moreno, pausado en el hablar, con
indudable acento argentino. Era un hombre para conversar con él despacio, en la
pampa, entre mate y mate. Sus frases eran cortas y remataban en una sonrisa,
como si dejara en el aire el comentario.
Me halagó lo que me dijo de mi libro Canto general. Acostumbraba leerlo por la noche a sus
guerrilleros, en la Sierra Maestra. Ahora, ya pasados los años, me estremezco
al pensar que mis versos también le acompañaron en su muerte. Por Régis Debray
supe que en las montañas de Bolivia guardó hasta el último momento en su
mochila sólo dos libros: un texto de aritmética y mi Canto general.
Algo me dijo el Che aquella noche que me
desorientó bastante pero que tal vez explica en parte su destino. Su mirada iba
de mis ojos a la ventana oscura del recinto bancario. Hablábamos de una posible
invasión norteamericana a Cuba. Yo había visto por las calles de La Habana
sacos de arena diseminados en puntos estratégicos. Él dijo súbitamente:
—La guerra... La guerra... Siempre estamos
contra la guerra pero cuando la hemos hecho no podemos vivir sin la guerra. En
todo instante queremos volver a ella.
Reflexionaba en voz alta y para mí. Yo lo
escuché con sincero estupor. Para mí la guerra es una amenaza y no un destino.
Nos despedimos y nunca más lo volví a ver.
Luego acontecieron su combate en la selva boliviana y su trágica muerte. Pero
yo sigo viendo en el Che Guevara aquel hombre meditativo que en sus batallas
heroicas destinó siempre, junto a sus armas, un sitio para la poesía.
A América Latina le gusta mucho la palabra
"esperanza". Nos complace que nos llamen "continente de la
esperanza". Los candidatos a diputados, a senadores, a presidentes, se
auto titulan "candidatos de la esperanza". En la realidad esta
esperanza es algo así como el cielo prometido, una promesa de pago cuyo
cumplimiento se aplaza. Se aplaza para el próximo período legislativo, para el
próximo año o para el próximo siglo.
Cuando se produjo la revolución cubana,
millones de sudamericanos tuvieron un brusco despertar. No creían lo que
escuchaban. Esto no estaba en los libros de un continente que ha vivido
desesperadamente pensando en la esperanza. He aquí de pronto que Fidel Castro,
un cubano a quien antes nadie conocía, agarra la esperanza del pelo o de los
pies, y no le permite volar, sino la sienta en su mesa, es decir, en la mesa y
en la casa de los pueblos de América.
Desde entonces hemos adelantado mucho en este
camino de la esperanza vuelta realidad. Pero vivimos con el alma en un hilo. Un
país vecino, muy poderoso y muy imperialista, quiere aplastar a Cuba con
esperanza y todo. Las masas de América leen todos los días el periódico,
escuchan la radio todas las noches. Y suspiran de satisfacción. Cuba existe. Un
día más. Un año más. Un lustro más. Nuestra esperanza no ha sido decapitada. No
será decapitada.
La carta a los cubanos
Hacía
tiempo que los escritores peruanos, entre los que siempre conté con muchos amigos,
presionaban para que se me diera en su país una condecoración oficial. Confieso
que las condecoraciones me han parecido siempre un tanto ridículas. Las pocas
que tenía me las colgaron al pecho sin ningún amor, por funciones desempeñadas,
por permanencias consulares, es decir, por obligación o rutina. Pasé una vez
por Lima, y Ciro Alegría, el gran novelista de Los perros hambrientos,
que era entonces presidente de los escritores peruanos, insistió para que se me
condecorase en su patria. Mi poema "Alturas de Macchu Picchu" había
pasado a ser parte de la vida peruana; tal vez logré expresar en esos
versos algunos sentimientos que yacían dormidos como las piedras de la
gran construcción. Además, el presidente peruano de ese tiempo, el
arquitecto Belaúnde, era mi amigo y mi lector. Aunque la revolución que
después lo expulsó del país con violencia dio al Perú un gobierno
inesperadamente abierto a los nuevos caminos de la historia, sigo
creyendo que el arquitecto Belaúnde fue un hombre de intachable honestidad, empeñado
en tareas algo quiméricas que al final lo apartaron de la realidad terrible,
lo separaron de su pueblo que tan profundamente amaba.
Acepté ser condecorado, esta vez no por mis servicios
consulares, sino por uno de mis poemas. Además, y no es esto lo
más pequeño, entre los pueblos de Chile y Perú hay aún heridas sin
cerrar. No sólo los deportistas y los diplomáticos y los estadistas deben empeñarse
en restañar esa sangre del pasado, sino también y con mayor razón los poetas,
cuyas almas tienen menos fronteras que las de los demás. Por esa misma
época hice un viaje a los Estados Unidos. Se trataba de un congreso del
Pen Club mundial. Entre los invitados estaban mis amigos Arthur Miller, los argentinos
Ernesto Sábato y Victoria Ocampo, el crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal,
el novelista mexicano Carlos Fuentes. También concurrieron escritores de casi
todos los países socialistas de Europa.
Se me notificó a mi llegada —que los escritores
cubanos habían sido igualmente invitados. En el Pen Club estaban
sorprendidos porque no había llegado Carpentier y me pidieron que yo
tratara de aclarar el asunto. Me dirigí al representante de Prensa
Latina en Nueva York, quien me ofreció transmitir un recado para Carpentier.
La respuesta, a través de Prensa Latina, fue que
Carpentier no podía venir porque la invitación había llegado demasiado
tarde y las visas norteamericanas no habían estado listas. Alguien
mentía en esa ocasión: las visas estaban concedidas hacía tres meses, y hacía
también tres meses que los cubanos conocían la invitación y la habían
aceptado. Se comprende que hubo un acuerdo superior de ausencia a última hora.
Me hicieron algunas entrevistas. La revista Life en
castellano, dirigida por latinoamericanos advenedizos, tergiversó y
mutiló mis opiniones. No rectificaron cuando se lo pedí. Pero no era
nada grave.
Lo que suprimieron fue un párrafo donde yo condenaba
lo de Vietnam y otro acerca de un líder negro asesinado por esos días.
Sólo años más tarde la periodista que redactó la entrevista dio
testimonio de que había sido censurada.
Supe, durante mi visita —y eso hace honor a mis
compañeros los escritores norteamericanos—, que ellos ejercieron una
presión irreductible para que se me concediera la visa de entrada a los
Estados Unidos.
Me
parece que llegaron a amenazar al Departamento de Estado con un acuerdo reprobatorio
del Pen Club si continuaba rechazando mi permiso de entrada. En una reunión
pública, en la que recibía una distinción la personalidad más respetada de la
poesía norteamericana, la anciana poetisa Marianne Moore que murió muchos
meses después, ella tomó la palabra para regocijarse de que se hubiera
logrado mi ingreso legal al país por medio de la unidad de los poetas.
Me contaron que sus palabras, vibrantes y conmovedoras, fueron objeto de
una gran ovación.
Lo cierto y lo inaudito es que después de esa gira,
signada por mi actividad política y poética más combativa, gran parte de
la cual fue empleada en defensa y apoyo de la revolución cubana, recibí,
apenas regresado a Chile, la célebre y maligna carta de los escritores
cubanos encaminada a acusarme poco menos que de sumisión y traición. Ya
no me acuerdo de los términos empleados por mis fiscales. Pero puedo decir
que se erigían en profesores de las revoluciones, en dómines de las normas que
deben regir a los escritores de izquierda. Con arrogancia, insolencia y halago,
pretendían enmendar mi actividad poética, social y revolucionaria. Mi
condecoración por "Macchu Picchu" y mi asistencia al congreso
del Pen Club; mis declaraciones y recitales; mis palabras y actos
contrarios al sistema norteamericano, expresados en la boca del lobo;
todo era puesto en duda, falsificado o calumniado por los susodichos
escritores, muchos de ellos recién llegados al campo revolucionario, y muchos
de ellos remunerados justa o injustamente por el nuevo estado cubano.
Este costal de injurias fue engrosado por firmas y más firmas que se pidieron con sospechosa espontaneidad desde las tribunas de las sociedades de escritores y artistas. Comisionados corrían de aquí para allá en La Habana, en busca de firmas de gremios enteros de músicos, bailarines y artistas plásticos.
Se
llamaba para que firmaran a los numerosos artistas y escritores transeúntes que
habían sido generosamente invitados a Cuba y que llenaban los hoteles de
mayor rumbo. Algunos de los escritores cuyos nombres aparecieron
estampados al pie del injusto documento, me han hecho llegar
posteriormente noticias subrepticias: "Nunca lo firmé; me enteré
del contenido después de ver mi firma que nunca puse". Un amigo de Juan Marinello me ha sugerido que
así pasó con él, aunque nunca he podido comprobarlo. Lo he comprobado con
otros.
El asunto era un ovillo, una bola de nieve o de
malversaciones ideológicas que era preciso hacer crecer a toda costa. Se
instalaron agencias especiales en Madrid, París y otras capitales,
consagradas a despachar en masa ejemplares de la carta mentirosa. Por
miles salieron esas cartas, especialmente desde Madrid, en remesas de
veinte o treinta ejemplares para cada destinatario. Resultaba siniestramente
divertido recibir esos sobres tapizados con retratos de Franco como sellos
postales, en cuyo interior se acusaba a Pablo Neruda de
contrarrevolucionario.
No me toca a mí indagar los motivos de aquel arrebato:
la falsedad política, las debilidades ideológicas, los resentimientos y
envidias literarias, qué sé yo cuántas cosas determinaron esta batalla
de tantos contra uno. Me contaron después que los entusiastas
redactores, promotores y cazadores de firmas para la famosa carta, fueron
los escritores Roberto Fernández Retamar, Edmundo Desnoes y Lisandro Otero.
A Desnoes y a Otero no recuerdo haberlos leído nunca ni conocido personalmente.
A Retamar sí. En La Habana y en París me persiguió asiduamente con su
adulación. Me decía que había publicado incesantes prólogos y artículos laudatorios
sobre mis obras. La verdad es que nunca lo consideré un valor, sino uno más
entre los arribistas políticos y literarios de nuestra época.
Tal vez se imaginaron que podían dañarme o destruirme
como militante revolucionario. Pero cuando llegué a la calle Teatinos de
Santiago de Chile, a tratar por primera vez el asunto ante el comité
central del partido, ya tenían su opinión, al
menos
en el aspecto político.
—Se trata del primer ataque contra nuestro
partido chileno —me dijeron. Se vivían serios conflictos en aquel tiempo. Los comunistas
venezolanos, los mexicanos y otros, disputaban ideológicamente con los cubanos.
Más tarde, en trágicas circunstancias pero silenciosamente, se diferenciaron
también los
bolivianos.
El partido comunista de Chile decidió
concederme en un acto público la medalla Recabarren, recién creada entonces y
destinada a sus mejores militantes. Era una sobria respuesta. El partido
comunista chileno sobrellevó con inteligencia aquel período de divergencias,
persistió en su propósito de analizar internamente nuestros desacuerdos. Con el
tiempo toda sombra de pugna se ha eliminado y existe entre los dos partidos
comunistas más importantes de América Latina un entendimiento claro y una
relación fraternal.
En cuanto a mí, no he dejado de ser el mismo
que escribió Canción de gesta. Es un libro
que me sigue gustando. A través de él no puedo olvidar que yo fui el primer poeta
que dedicó un libro entero a enaltecer la revolución cubana.
Comprendo, naturalmente, que las revoluciones
y especialmente sus hombres caigan de cuando en cuando en el error y en la
injusticia. Las leyes nunca escritas de la humanidad envuelven por igual a
revolucionarios y contrarrevolucionarios. Nadie puede escapar de las
equivocaciones. Un punto ciego, un pequeño punto ciego dentro de un proceso, no
tiene gran importancia en el contexto de una causa grande.
He seguido cantando, amando y respetando la revolución
cubana, a su pueblo, a sus nobles protagonistas.
Pero cada uno tiene su debilidad. Yo tengo muchas.
Por ejemplo, no me gusta desprenderme del orgullo que siento por mi inflexible
actitud de combatiente revolucionario. Tal vez será por eso, o por otra rendija
de mi pequeñez, que me he negado hasta ahora, y me seguiré negando, a dar la
mano a ninguno de los que consciente o inconscientemente firmaron aquella carta
que sigue pareciendo una infamia.
Acápites de capítulo XI, Confieso que he vivido. Memorias, Seix Barral, 1974.
Acápites de capítulo XI, Confieso que he vivido. Memorias, Seix Barral, 1974.
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