viernes, 10 de enero de 2020

Un desquite



  Enrique José Varona

 Entre la ruidosa confusión de un escándalo, trompeteado por los millares de bocas de bronce de la prensa de ambos hemisferios, se ha hundido de súbito uno de los hombres más originales de la originalísima sociedad londinense; hombre que es al mismo tiempo uno de los ingenios más sutiles, penetrantes, irónicos y paradójicos de esa tierra clásica del humor, y un maravilloso artífice de estilo.
  Muchos años hacía que estaba trabado un duelo mortal entre ese escritor brillante y desdeñoso y el público anónimo, la turba semiculta, adoradora ciega de lo convencional, que se revolvía indignada cuando oía silbar por encima de sus cabezas el látigo de la sátira, que más se proponía vilipendiar con el además insolente que castigar con el golpe. Real o fingido, el desprecio de Oscar Wilde por el cant, señor absoluto del alma de la libre Inglaterra, era un crimen de lesa nación, que no le podían perdonar los innumerables a quienes agraviaba diariamente con su traje, con sus maneras, con su tren de vida, con sus teorías literarias y sociales, con el chisporroteo acre de su vena cáustica, con la dura granizada de sus paradojas mefistofélicas.
 Pocos satíricos han sabido dejar veneno más sutil en las leves picaduras de su aguijón. Con un mohín, que podía pasar por sonrisa, dejaba caer sus epigramas, sin volverse a mirar donde caían. ¿Lo perdonaría a él nunca el público, a quien había dicho una vez: “tu tolerancia es pasmosa. Todo lo perdonas, excepto el genio”? No habrían de olvidar ciertamente los periodistas, que han heredado por lo menos el temperamento irritable de los antiguos vates, su sarcástica apreciación del moderno periodismo. “Justifica su existencia, escribe en uno de sus diálogos, por el gran principio darwinista de la supervivencia de los más vulgares, the survival of the vulgarest”. Y como si esto fuera poco, establece así la diferencia entre el periodismo y la literatura: “Los periódicos son ilegibles y las obras literarias no son leídas”. (Journalism is unreadable, and literature is not read). 
 No he de arriesgarme por los meandros escabrosos de su proceso. No sé, ni quiero, si es reo de todas las abominaciones que le achacan o siquiera de algunas. Lo que sí veo es la saña con que han acudido al desquite todos sus agraviados. La multitud ha cargado sobre él y lo ha aplastado. Al elefante ha parecido poco una de sus patas enormes, y con todo su cuerpo se ha acostado sobre la libélula. La prensa inglesa se ha arremolinado en torno del pretorio, y, cubriéndose el rostro con el manto, ha clamado a una voz: crucifícalo. La prensa francesa le ha formado coro estridente, no por indignación contra el artista demasiado socrático, sino por viejo rencor contra el deslustrado puritanismo británico. El rumor formidable que ha venido después ya se explica, y no necesitaba tanto. 
 Es peligroso jugar con las fieras, aun enjauladas, aun encadenadas. Oscar Wilde confiaba demasiado en la fascinación de su ingenio asombroso. Presumía quizás que el círculo de chispas multicoloras y deslumbrantes, que trazaba en torno suyo con sus frases eléctricas, lo preservaría, por una especie de supremo encanto. Pero al taumaturgo no basta la confianza plena en sí mismo, si la tiene, necesita la fe de los espectadores, que es la que realiza las cuatro quintas partes del milagro. El flaco de Wilde es que se le descubría sin gran esfuerzo la afectación. La máscara no adhería bastante al rostro. Inglaterra ha sufrido satíricos tal vez más implacables, más despiadados, como el deán Swift; pero eran o parecían sinceros. El excesivo refinamiento del jefe de los estetas, el artístico desdén en que se envolvía como en su manto de púrpura pálida, no le dejaban poner en su obra sino una parte mínima de su alma. Es un Próspero que parece desconfiar de sus encantamientos y hasta reírse de ellos. Ni Ariel, ni Calibán le sirven a gusto, ni él los manda con suficiente imperio. No se sabe si tiene convicciones, y quizás le parezca de muy mal tono tenerlas. El mismo hombre, que dice haber tomado como norma el objeto que asigna Goethe a la vida: self-development, compone un ensayo para probar la importancia de no hacer nada. Es un aristócrata que escribe a veces como socialista; un crítico que se burla de la crítica; y un escritor que sostiene que hay arte de hablar, pero no de escribir.
 Emerson ha enseñado a la gente de su raza que quien quiera ser libre debe no conformarse. Y Oscar Wilde aprueba y practica el aforismo. Pero los ingleses, en cuya historia y en cuya vida social juegan tanto papel los no conformistas, les exigen ante todo, para aceptarlos, que lo sean de veras. ¿Quién se encuentra capaz de aquilatar lo que es de veras este escritor, que se complace en desfigurarse y transformarse? Aun para no estar conforme con los demás se necesita estar uno conforme consigo mismo. Y el supremo diletantismo de estos escépticos por amor al arte consiste en presentarse a los ojos del lector sorprendido cual nuevos Proteos del pensamiento y la fantasía.
 El público inglés no parece haber tomado por lo serio el espíritu de independencia de Oscar Wilde, pero sí su impertinencia de gran maestro, su desdén de lo vulgar y su ironía lacerante, más cruel que la invectiva más sangrienta. Sufría su incontestable superioridad de artista, pero con el sordo rencor del que está dispuesto a sublevarse en la primera oportunidad. Estamos presenciando con qué cruel regocijo la ha aprovechado.
 Aunque adorador de las deidades helénicas, Wilde había constituido en regla de su vida desdeñar a las Euménides, encargadas de traer a la razón a los infractores de las reglas. He aquí que las Euménides se le han aparecido bajo los redingotes de un jurado de burgueses, y lo han excomulgado. Tremendo castigo para un esteta.
                                                                                          Mayo, 1895

 Desde mi belvedere, Casa Editorial Maucci, 1910. 

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