Enrique José Varona
Entre
la ruidosa confusión de un escándalo, trompeteado por los millares de bocas de
bronce de la prensa de ambos hemisferios, se ha hundido de súbito uno de los hombres
más originales de la originalísima sociedad londinense; hombre que es al mismo
tiempo uno de los ingenios más sutiles, penetrantes, irónicos y paradójicos de
esa tierra clásica del humor, y un maravilloso artífice de estilo.
Muchos años hacía que estaba trabado un duelo
mortal entre ese escritor brillante y desdeñoso y el público anónimo, la turba
semiculta, adoradora ciega de lo convencional, que se revolvía indignada cuando
oía silbar por encima de sus cabezas el látigo de la sátira, que más se proponía
vilipendiar con el además insolente que castigar con el golpe. Real o fingido, el
desprecio de Oscar Wilde por el cant, señor absoluto del alma de la libre Inglaterra,
era un crimen de lesa nación, que no le podían perdonar los innumerables a
quienes agraviaba diariamente con su traje, con sus maneras, con su tren de
vida, con sus teorías literarias y sociales, con el chisporroteo acre de su
vena cáustica, con la dura granizada de sus paradojas mefistofélicas.
Pocos satíricos han sabido dejar veneno más
sutil en las leves picaduras de su aguijón. Con un mohín, que podía pasar por
sonrisa, dejaba caer sus epigramas, sin volverse a mirar donde caían. ¿Lo
perdonaría a él nunca el público, a quien había dicho una vez: “tu tolerancia
es pasmosa. Todo lo perdonas, excepto el genio”? No habrían de olvidar
ciertamente los periodistas, que han heredado por lo menos el temperamento
irritable de los antiguos vates, su sarcástica apreciación del moderno
periodismo. “Justifica su existencia, escribe en uno de sus diálogos, por el
gran principio darwinista de la supervivencia de los más vulgares, the survival
of the vulgarest”. Y como si esto fuera poco, establece así la diferencia entre
el periodismo y la literatura: “Los periódicos son ilegibles y las obras
literarias no son leídas”. (Journalism is unreadable, and literature is
not read).
No he de arriesgarme por los meandros escabrosos de su proceso. No sé,
ni quiero, si es reo de todas las abominaciones que le achacan o siquiera de
algunas. Lo que sí veo es la saña con que han acudido al desquite todos sus
agraviados. La multitud ha cargado sobre él y lo ha aplastado. Al elefante ha
parecido poco una de sus patas enormes, y con todo su cuerpo se ha acostado
sobre la libélula. La prensa inglesa se ha arremolinado en torno del pretorio,
y, cubriéndose el rostro con el manto, ha clamado a una voz: crucifícalo. La
prensa francesa le ha formado coro estridente, no por indignación contra el
artista demasiado socrático, sino por viejo rencor contra el deslustrado
puritanismo británico. El rumor formidable que ha venido después ya se explica,
y no necesitaba tanto.
Es
peligroso jugar con las fieras, aun enjauladas, aun encadenadas. Oscar Wilde
confiaba demasiado en la fascinación de su ingenio asombroso. Presumía quizás
que el círculo de chispas multicoloras y deslumbrantes, que trazaba en torno
suyo con sus frases eléctricas, lo preservaría, por una especie de supremo
encanto. Pero al taumaturgo no basta la confianza plena en sí mismo, si la
tiene, necesita la fe de los espectadores, que es la que realiza las cuatro
quintas partes del milagro. El flaco de Wilde es que se le descubría sin gran
esfuerzo la afectación. La máscara no adhería bastante al rostro. Inglaterra ha
sufrido satíricos tal vez más implacables, más despiadados, como el deán Swift;
pero eran o parecían sinceros. El excesivo refinamiento del jefe de los
estetas, el artístico desdén en que se envolvía como en su manto de púrpura
pálida, no le dejaban poner en su obra sino una parte mínima de su alma. Es un
Próspero que parece desconfiar de sus encantamientos y hasta reírse de ellos.
Ni Ariel, ni Calibán le sirven a gusto, ni él los manda con suficiente imperio.
No se sabe si tiene convicciones, y quizás le parezca de muy mal tono tenerlas.
El mismo hombre, que dice haber tomado como norma el objeto que asigna Goethe a
la vida: self-development, compone un ensayo para probar la importancia de no
hacer nada. Es un aristócrata que escribe a veces como
socialista; un crítico que se burla de la crítica; y un escritor que sostiene
que hay arte de hablar, pero no de escribir.
Emerson
ha enseñado a la gente de su raza que quien quiera ser libre debe no conformarse.
Y Oscar Wilde aprueba y practica el aforismo. Pero los ingleses, en cuya
historia y en cuya vida social juegan tanto papel los no conformistas, les
exigen ante todo, para aceptarlos, que lo sean de veras. ¿Quién
se encuentra capaz de aquilatar lo que es de veras este escritor, que se
complace en desfigurarse y transformarse? Aun para no estar conforme con los
demás se necesita estar uno conforme consigo mismo. Y el supremo diletantismo
de estos escépticos por amor al arte consiste en presentarse a los ojos del
lector sorprendido cual nuevos Proteos del pensamiento y la fantasía.
El
público inglés no parece haber tomado por lo serio el espíritu de independencia
de Oscar Wilde, pero sí su impertinencia de gran maestro, su desdén de lo
vulgar y su ironía lacerante, más cruel que la invectiva más sangrienta. Sufría
su incontestable superioridad de artista, pero con el sordo rencor del que está
dispuesto a sublevarse en la primera oportunidad. Estamos
presenciando con qué cruel regocijo la ha aprovechado.
Aunque
adorador de las deidades helénicas, Wilde había constituido en regla de su vida
desdeñar a las Euménides, encargadas de traer a la razón a los infractores de
las reglas. He aquí que las Euménides se le han aparecido bajo los redingotes
de un jurado de burgueses, y lo han excomulgado. Tremendo castigo para un
esteta.
Mayo,
1895
Desde mi belvedere, Casa Editorial Maucci, 1910.
Desde mi belvedere, Casa Editorial Maucci, 1910.
No hay comentarios:
Publicar un comentario