Pedro Henríquez Ureña
Enrique José Varona murió, de ochenta y cuatro
años, a fines de 1933. Para morir eligió -¡cuántas veces es hora de elección la
hora de la muerte!- el momento grave entre todos en la vida de su patria. Como
Hostos, se fue de la vida en uno de los momentos agudos de la agonía antillana,
rendido bajo la pesadumbre momentánea del desastre. No le flaqueó, de seguro,
la fe en los destinos de Cuba, empeñada decisivamente en su regeneración; hubo
de agobiarlo la visión de la dura cuesta de penas que el pueblo cubano se
dispuso a subir, iotra vez!, para alcanzar la cima de libertad y decoro.
Durante cincuenta años Varona fue maestro de
Cuba:
maestro desde la Juventud, maestro grave, rodeado de respeto por su pueblo, en
apariencia frívolo. El pueblo cubano posee don de alegría y forma excepcional
en medio de "la tristeza de América", lugar común de propios y
extraños. En Cuba se habla de la tristeza cubana; se citan como pruebas la
música a veces, lenta y lánguida, pero no dolorosa, y la poesía: ¿pero dónde es
alegre la poesía? Quien haya visto La Habana; ese sabe lo que es ciudad gozosa,
donde todo se ha dispuesto para placer de los sentidos, en contraste con tantas
ciudades de América, desanimadas unas, porque sus habitantes ignoran las artes
de la diversión; tristes otras, porque el alma indígena las vence, con su
entraña de nihilismo. Y el don de alegría vence todas las crisis; ningún pueblo
de América ha sufrido como Cuba en sus dos guerras de independencia, pero de
ellas ha salido siempre con ímpetu nuevo. No es frívolo el pueblo que en América
ha dado más horas y más vidas por la libertad, en su rebeldía de ochenta años.
Varona, sereno al parecer, “dueño de sí y de
sus actos”, vivó siempre en rebeldía, la rebeldía de la inteligencia, que bajo
las ficciones triunfantes descubre el error y el mal: primero, en la ciega y
sorda dominación colonial, que no supo ver en el bien de Cuba su propio bien;
después, en el disolvente egoísmo de la vida política bajo la independencia.
Nunca fue Varona uno de esos que el vulgo llama
políticos prácticos, moderna plaga de hombres que de nada entienden y de todo
se apoderan, en ansia de mando y de lucro, estorbando la función de quienes
ponen saber y virtud al servicio y ejemplo de la sociedad. No fue político práctico,
pero estuvo siempre en la acción política, como libertador y como civilizador,
desde su mocedad hasta sus últimos días, y deja en su tierra hondo surco, como
no lo ha sabido labrar ninguno de los jefes del Gobierno. Colaboró primero en
el largo esfuerzo de Cuba para alcanzar la Independencia, desde la guerra de 1868
hasta la de 1895 (entonces recogió la herencia dc Martí en la activa dirección
de "Patria", el vocero de la insurrección, y redactó el manifiesto oficial
del movimiento); luego en la organización de la República (1899-1902) como
miembro del Gabinete, constituyendo de golpe, sobre bases nuevas, todas las instituciones
de enseñanza y dando al país "más maestros que soldados"; después,
señalando orientaciones en la prensa, con clara exactitud y mesurada energía, hasta
que la opinión lo hizo presidente de partido en momento de crisis nacional y lo
llevó a la Vicepresidencia de la República: allí nunca estuvo en silencio,
persistió en su prédica y no perdonó siquiera los errores del grupo en que se
hallaba inscrito, pero no sujeto; al final, lejos ya de puestos públicos, se
puso al lado de la juventud empeñada en librar a Cuba de la maraña opresora a
que la condujeron veinte años de desorden político; tuvo el singular honor de
ser tratado como rebelde en su ancianidad.
Ejerció, pues, al magisterio político, que era
parte de su magisterio integral de virtud y saber. En sus primeros años de
actividad, después de la iniciación juvenil en la literatura, se encaminó hacia
la filosofía. Adquirió la fe en las ciencias de la naturaleza -feliz contagio
de su siglo- y esperó apoyado en ellas el pensamiento filosófico. Concibió y
compuso tres obras sistemáticas que ofreció al público en conferencias:
"Lógica", "Psicología", "Moral" (1880-1882).
Quiso con ellas señalar a su país los rumbos del pensamiento de la época. La
enseñanza filosófica oficial era de tipo arcaico. Hombres eminentes la habían
combatido: uno de ellos, cabeza agudamente original, corazón fervoroso de apóstol,
había dejado larga estela intelectual y moral. Ser discípulo de José de la Luz
era en Cuba pertenecer a upa hermandad como la de los discípulos de Sócrates y
la innovación filosofía era forma de rebeldía. Los tres célebres cursos de
Varona fueron la fase última de la rebelión. Abrieron el camino a la difusión de
Comte y Mili, de Spencer y Baín, de Taine y Renán. Tanta la difusión, que el
pensamiento cubano quedó teñido de positivismo durante medio siglo.
Pero Varona, desde que comienza su madurez, se
aleja paso a paso de todo positivismo. El público empezó a lIamarlo escéptico.
No eran doctrinas filosóficas expresas las que le valían el título nuevo: eran actitudes
y reflexiones ante las cosas del mundo, ante la inveterada locura de los hombres.
Repetía la exclamación de Puck: "Lord, what fools these mortals be!"
Y declaraba, como compendio de su experiencia: "El hombre ha inventado la
lógica, y no conozco nada más ilógico que el hombre... como no sea la
naturaleza". De sí mismo llegó a dudar que pudiese ejercer influencia espiritual
duradera; adoptó como lema "In rena fondo e scrivo in vento". No
sospechaba el futuro alcance de su ejemplo y de su palabra. Pero mantenía la fe
en la necesidad de trabajar por el hombre; ante todo, por el que tenía cerca,
el de su tierra.
En 1911, instigado por la curiosidad y la
incertidumbre de la opinión, dio en el Ateneo de La Habana una conferencia que
intituló: "Mi escepticismo". Confesó escepticismo intelectual en el campo
de la razón pura, pero declaró que se acogía a la razón práctica. El
escepticismo no está reñido con la acción. "La acción es la
salvadora". Era, pues, escéptico, como lo sospechaba el vulgo; pero
escéptico activo, sin ataraxia, sabedor de que, sean cuales fueren las
insolubles antinomias de su dialéctica trascendental, su razón práctica debe
optar, y la mejor opción es la de hacer el bien. Años después otro pensador de
origen hispánico, George Santayana, adopta posición parecida: lleva el escepticismo
hasta sus raíces hondas, pero de regreso se acoge a la fe práctica en la
existencia del universo, a "la fe animal". De ahí parte Santayana
para reconstruir su filosofía, con estructura muy diversa de la que tuvo en su
juvenil "Vida de la razón". Pero Varona no formuIó una filosofía en
los tres tratados de su juventud: de ellos, el más filosófico, la
"Moral", es el menos audaz y el menos personal, el menos semejante al
Varona definitivo. En su madurez, tampoco formuló filosofía; se contentó con
darnos sus reflexiones de moralista, dentro de la mejor tradición griega y
francesa "Con el eslabón". Nada sale indemne de sus sentencias: ni
los sistemas de los filósofos, ni las hazañas de los guerreros.
Estas reflexiones escépticas se resuelven siempre
en censura de actos individuales –frecuentes, tanto como se quiera, pero
individuales al fin– y en la declaración del perpetuo conflicto entre lo real y
lo racional. Lo que nos sorprende como general en el error humano, se debe a
que pretendemos reducir al hombre a esquemas intelectuales simples, sin atender
a las fuerzas que en él proceden de fuentes distintas de la razón. No obliga a
desesperar de la humanidad. Siempre queda espacio para buscar, en actos
individuales o en hechos sociales, altura, profundidad, intensidad. Y nadie mejor
que Varona para admirar y loar cuanto fuese admirable y loable. A ningún mérito
que tuviera delante de sí se mostró insensible; se complacía en exaltarlo,
escogiendo en el mundo que lo rodeaba una jugosa antología de la virtud.
(."Mi galería”, por ejemplo). Era en eso como Giner, como Sarmiento, como
Hostos, como Martí, como Justo Sierra.
Y estudiaba los problemas sociales con
valentía: su claridad de pensamiento veía pronto las soluciones y los medios.
En la práctica, en su acción propia demostró cómo se afrontan cuestiones
difíciles y cómo se resuelven a fuerza de lucidez y de perseverancia. Así, el escéptico
en filosofía resultaba civilizador lleno de decisión. Como quien tiene los ojos
acostumbrados a perspectivas amplias, en el espacio y en el tiempo, no se
sorprendía ni atemorizaba ante ninguna innovación teórica ni práctica en la
organización y el gobierno de las sociedades. El ex presidente del partido que
se llamaba conservador, no se sabe por qué, pues en nada substantivo difería
del que llamaba liberal, fraternizaba, sin esfuerzo, en su vejez, con jóvenes socialistas
consagrados al bien de Cuba. Como ejemplo de este pensar radical, que ve dibujarse
los exactos contornos del futuro sin irritarse ante los cambios ineludibles, y
acoge con simpatía lo que hay en ellos de, justicia, son perfectas sus palabras
a propósito del movimiento feminista (1914).
"Hay que disponer nuestro espíritu a la más
difícil de Ias adaptaciones, a la adaptación inestable, y a sabiendas
inestable. Hemos de realizar múltiples ensayos, y de presenciar y sufrir no
pocas conmociones... El círculo de hierro y de fuego en que había pretendido el
hombre encerrar a la que llamaba con inconsciente hipocresía su compañera, se
ha roto para siempre... Hay algo ya definitivo y de incalculables
consecuencias: la emancipación del espíritu de la mujer. Despidámonos, no sin
cierta melancolía, de la Eva bíblica, y demos otra significación mucho más
honda al eterno femenino del poeta".
La vocación esencial de este civilizador, si
nos atenemos a sus confesiones propias, no era la filosofía ni menos la política:
era la literatura. Nacido en hogar tradicional, de costumbres graves y biblioteca
numerosa, esperaba tal vez en su adolescencia llevar vida tranquila, libre de azares,
entregado a las letras. Se inicia, escribiendo versos (los hizo siempre severos
y pulcros), formando una antología de sonetos clásicos, proyectando una edición
anotada del "Viaje del Parnaso", de Cervantes, preparando un estudio
crítico sobre Horacio. Pero antes de cumplir los veinte años lo sobresaltó en
su jardín de poesía el estallido de la primera gran insurrección cubana. Desde
entonces su atención estuvo siempre dividida entre los dolores vivos de su tierra
y los quietos deleites de la contemplación estética. Junto a su actividad en
favor de Cuba, en realidad fundiéndose con ella, y sometiéndosele, persistió su
labor Iiteraria. Fue uno de los escritores excepcionales en América:
excepcional, desde luego, por la riqueza de pensamiento, por la cultura extensa,
afinada y segura, por el estilo terso y conciso, donde la expresión eficaz va matizada
de dulzura Iuminosa. De su expresión ha
dicho Sanín Cano que en ella "el verbo no se hacía carne, al contrario, y la
materia se espiritualizaba en voltitas de ingenio profundo y de gracia sutil y
comunicativa".
Pero como su literatura estaba al servicio del
bien humano, se sentía obligado a difundir ideas para la construcción
espiritual de su pueblo; de ahí su larga atención a la filosofía con la
enseñanza renovadora y orientadora. Para la sola literatura no le quedó otro
tiempo sino el que dedicó a estudios críticos y a breves ensayos. Como crítico,
entre los de habla española es de los muy primeros, y de los mejores, en el
estudio psicológico, desde su conferencia sobre Cervantes (1883). Como
ensayista, dejó maravillas de meditación, o de humorismo filosófico, o de
juicios sobre hechos sociales, como su descripción del "desquite" de
la sociedad inglesa en el proceso de Oscar Wilde (1895).
Varona, en fin, fue uno de estos hombres
singulares que produce la América española: hombres que, en medio de nuestra
pobreza espiritual se echan a las espaldas la tarea de tres o cuatro. El deber
moral no los deja ser puros hombres de letras: pero su literatura se llena de
calor humano, y los pueblos ganan en la contemplación de altos ejemplos.
Revista
Cubana, Publicación de la Secretaría de Educación, núm. 5, marzo 1936, pp. 193-99.
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