K. S. Karol
En la primavera de 1968, Fidel Castro atacó no
las propias anomalías sino sus efectos demasiado ostensibles. Lanzó una «gran
ofensiva revolucionaria» con la intención de movilizar a todo el mundo hacia la
agricultura; y esta vez cuando decía todo el mundo quería decir literalmente todo
el mundo. A decir verdad esta explosión estaba madurando desde hacía
tiempo en su espíritu puesto que, mientras hablaba de la desigual evolución de
las conciencias y del papel de ejemplo que desempeñaban las vanguardias, encontraba
intolerable, injusto e inmoral que «los rezagados» trabajaran menos cuando
participaban ventajosamente en los frutos del trabajo de todos. Primordialmente
tenía esa impresión en La Habana. Por otra parte, a Fidel nunca le ha gustado
esa ciudad, principalmente desde su inquieta juventud de estudiante. La Habana
simboliza para él los infortunios de la historia cubana, el carácter
escandaloso e injusto de su antigua economía y, evidentemente, ese espíritu
mercantil que él se proponía extirpar. Al ser de la provincia Oriente, Fidel
parece haber conservado tanto el orgullo de esa provincia, cuna de la
independencia cubana, como su subconsciente rebeldía contra la riqueza de la
capital. En 1959 quiso destronar a La Habana en favor de Santiago, pero resultó
ser prácticamente imposible administrar el país a partir de esa ciudad
provincial, mal equipada para desempeñar ese papel. Al verse obligado, de buen
o mal grado, a permanecer la mayor parte de su tiempo en esa La Habana «marcada
por el espíritu burgués», se mostraba cada vez más alérgico frente al
espectáculo de su relativa relajación y de su prosperidad superficial. Ya en su
discurso del 26 de julio de 1967 atacó violentamente a los vendedores
ambulantes de churros o buñuelos — que eran particularmente numerosos en la
vieja ciudad —, expuso detalladamente sus presupuestos y sus márgenes de
beneficio para llegar a la conclusión de que la revolución no se había hecho
para permitir unas ganancias tan escandalosas. Y anunció leyes revolucionarias
que darían fin a ese escándalo.
Pero, antes de pasar a la acción, había
decidido aparentemente dar a los habitantes de La Habana una última oportunidad
de rehabilitarse ofreciéndoles participar en un gran esfuerzo productivo. Así,
a fines de 1967, la población de la capital fue invitada a crear el «Cordón de
La Habana», a transformar una extensa zona que rodeaba la ciudad en una inmensa
plantación de naranjales y cafetales, en granjas lecheras con modernos pastos,
en toda una serie de otros centros autónomos de producción de materias
agrícolas esenciales. «Para tomarlo, hay que sembrarlo», proclamaba la
consigna, refiriéndose al café, Granma explicaba, además, que la
provincia de La Habana, que cuenta con algo menos del 30 % de la población de
la isla, consume cerca de la mitad de su producción agrícola global, lo que no
es ni justo ni racional. Y, debido a este hecho, se emprendió una
extraordinaria campaña propagandística. En principio se trataba de reclutar
voluntarios para el «Cordón de La Habana», pero de hecho cada empresa y cada
oficina recibió su plan de sementeras que debía llevar a cabo costara lo que
costara. Fidel estuvo la noche de año nuevo de 1968 con esos voluntarios del
Cordón para subrayar la importancia de su esfuerzo.
Los habitantes de La Habana respondieron de
buen grado a esa llamada: muchos se instalaron durante varias semanas bajo la
tienda en el mismo Cordón; otros iban al mismo cuando despuntaba el alba y
regresaban al mediodía a su casa. Por la noche la ciudad recobraba su aspecto
habitual y se hablaba mucho, y bien, de la utilidad de esa empresa; entre otras
cosas el Cordón liberaba a la capital de las veleidades de los suministros y,
principalmente, le permitía subsistir en caso de ruptura con la U.R.S.S. El
discurso de Fidel Castro del 2 de enero de 1968 contribuyó mucho a alimentar
los rumores sobre la inminencia de tal eventualidad. Al anunciar el
racionamiento de la gasolina Fidel subrayó, de un modo bastante misterioso, que
las entregas de petróleo ruso tenían «límites» y que la dignidad de la
revolución exigía que no se superaran. No dijo en qué consistían esos
«límites», pero Granma se encargó de hacer comprender, algo más tarde,
que no eran el resultado de una insuficiencia en la producción petrolífera de la
U.R.S.S. que había alcanzado, en 1967, el nivel récord de 286 millones de
toneladas. Así pues, cada uno era libre de llegar a la conclusión de que, por
razones políticas, los barcos rusos podían empezar a escasear y que las
importaciones de trigo, y de algunos otros productos del Este, también podían ser
restringidas. Ahora bien, los «estrategas de La Habana» pretendían que, gracias
al Cordón, la ciudad dispondría siempre «de café con leche, fruta y tal vez
incluso de carne», lo cual bastaba para su supervivencia. Algunos añadían:
«Incluso tendremos puros para cortar los apetitos demasiado grandes».
Algunos economistas extranjeros preguntaban
tímidamente, si ese plan no iba a crear nuevas dificultades en el sector de la
mano de obra, que ya parecía bastante deficitario debido a la zafra de los 10
millones de toneladas. Y se les respondía que su inquietud no tenía fundamento:
las sementeras y la recolección del café o de los agrios son trabajos fáciles
que incluso pueden efectuar los escolares, mientras que cortar caña de azúcar
sólo pueden ser confiado a una categoría totalmente distinta de trabajadores.
De todos modos, el Cordón tenía un objetivo social y económico que debía
permitir, mediante una mayor mezcla de la población, suprimir las diferencias,
las desigualdades, entre los que se dedicaban a las tareas agrícolas y los
ciudadanos que se acantonaban en sus sectores especializados. Por tanto, todo
estaba bien pensado y esa movilización fue concebida mucho tiempo antes para
«acercar a los habitantes de La Habana a la vida de su propio país».
Es preciso situar en este contexto la «gran
ofensiva revolucionaria» que iniciaba el discurso de Fidel Castro del 13 de marzo
de 1968: «Debo decir que las instituciones, las ideas, los lazos y los
privilegios burgueses subsisten aún en el seno de nuestro pueblo... Hemos
querido que las cosas se hagan lo mejor posible, hemos querido profundizar las
cosas un poco más cada día, pero no hay ninguna duda de que las instituciones han
subsistido mucho más tiempo del necesario, los privilegios han subsistido
demasiado tiempo... Naturalmente eso no quiere decir que se deba incriminar al
pueblo de La Habana; [porque ahora] éste se incorpora masivamente y con un
increíble entusiasmo al trabajo... Pero también existen los gandules, que gozan
de perfectas condiciones físicas, que instalan un quiosco, que montan un
pequeño negocio de cualquier cosa para ganar 50 pesos diarios, violando la ley
y violando las leyes higiénicas, mientras ven pasar los camiones cargados de
mujeres que se van a trabajar al Cordón de La Habana... ¡Muchos se preguntan
qué tipo de revolución es esa que permite, al cabo de nueve años, la existencia
de ese tipo de parásitos!» Después de haber enunciado de esta forma el problema
Fidel reveló los resultados de una encuesta llevada a cabo por el P.C. en los
distintos barrios de La Habana, que daba a conocer la extensión y los
beneficios del comercio privado, sobre todo de los pequeños bares, que eran
particularmente numerosos (955). De ello se derivaba que todos esos establecimientos
se caracterizaban por «una mala actitud revolucionaria, tanto por parte de los
dueños como de los empleados, que atraían una clientela asocial y prestaban un
mal servicio a la población».
Fidel ofrecía al oprobio del pueblo trabajador
los estratos parasitarios y daba vía libre a los que querían actuar contra ellos.
Los castristas no dudaban en afirmar, en privado, para no herir la susceptibilidad
antichina de los soviéticos, que eso era una versión cubana de la revolución
cultural. Los más activistas se lanzaron, en efecto, espontáneamente, contra
los aprovechados y los «asociales». Así, por ejemplo, los de la televisión invadieron
la Funeraria —un café-museo instalado a fines de 1967 en la antigua
casa mortuoria de la calle 23, en el centro de Vedado, prácticamente frente al
edificio de la radiotelevisión— y después de haber expulsado a todos los
clientes instalaron piquetes permanentes para impedir que nadie entrara en el
local. Sin embargo la Funeraria no tenía nada de un establecimiento
privado; al contrario, había sido creada a base de una gran inversión por la
revolución y algunos pintores célebres, provenientes de Europa para asistir al
Congreso cultural —empezando por Edouard Pignon— colaboraron en su decoración.
Pero los activistas encontraban insoportable ver, desde la ventana de su
oficina, a las chicas en minifalda y a muchachos aparentemente sin nada que
hacer pasarse horas charlando, o escuchando música. «Aquí nadie es enemigo de
la alegría, nadie se opone a que el pueblo pueda beneficiarse de su tiempo
libre y divertirse, pero actualmente el pueblo tiene tareas mucho más vitales,
mucho más importantes», había dicho Fidel justificando por anticipado la acción
de los activistas de la televisión.
Durante las 48 horas que siguieron al
lanzamiento de la «gran ofensiva revolucionaria» las organizaciones de masas —C.D.R., sindicatos, secciones del P.C., Unión de la Juventud Comunista y Unión
de mujeres— reunieron más de setecientas asambleas populares en todos los
barrios de La Habana 4i En este discurso pronunciado el 13 de marzo de 1968
Fidel no dijo ni una palabra sobre la eventual sustitución de esos establecimientos
privados (que «rendían malos servicios a la población») por establecimientos estatales
mejor adaptados. De hecho nada parece haberse regulado en este terreno, ni
respecto a los bares nacionalizados ni a toda la gama de pequeños
establecimientos de distribución (desde los vendedores de verduras hasta los
libreros de lance) para exigir que se castigaran a los culpables. Pero se
evitaron las violencias callejeras y los casos de intervención directa por
parte del «pueblo indignado», contra los especuladores o los ociosos fueron muy
escasos. Las autoridades habían preparado cuidadosamente las listas de todos
los que operaban en el sector privado, principalmente de aquellos que lo hacían
sin ninguna autorización legal (que representaban una tercera parte del total)
e intervinieron con rapidez y eficacia. En menos de una semana el sector
privado urbano fue decapitado, no sólo en La Habana sino también en todo el
país. Según los datos oficiales, establecidos a finales de marzo de 1968,
58.012 establecimientos en el pequeño comercio, el artesanado y los diversos
servicios fueron nacionalizados y una importante reserva de bienes de consumo,
que hasta entonces había permanecido disimulada, fue confiscada. Sólo en la
ciudad de La Habana las autoridades intervinieron en 16.634 empresas privadas.
Estas cifras incluyen a los 9.179
obreros-artesanos que trabajaban por su cuenta, con o sin licencia. Y se les
invitó a unirse a las fábricas de sus categorías respectivas. Además, para
rehabilitarse de sus pasadas faltas, una parte de los «comerciantes» ofreció su
benévola colaboración a las autoridades. El balance oficial no Índica ni la
talla de las empresas nacionalizadas ni la importancia de la mano de obra
utilizada. Únicamente revela que más de la mitad de éstas habían surgido después
de la revolución, por iniciativa de «empresarios» de un nuevo tipo. El 27 % de
estos «establecimientos» nacionalizados habían sido creados, en efecto, por
obreros que «desertaron de sus fábricas para convertirse en burgueses, en egoístas,
y que acumulaban riquezas a base de explotar a ese pueblo del que salieron».
Por televisión se enseñaron muestras de los
bienes confiscados. Se trataba principalmente de piezas de recambio para automóviles
o televisores, telas, jabón, leche condensada, harina, mantequilla, perfumes,
desodorantes y otros productos racionados que en ese momento era imposible
encontrar en el mercado. Muchos de los poseedores de esos «tesoros» habían llevado
un tren de vida muy modesto «para disimular mejor sus malas acciones» y no
suscitar la envidia de sus vecinos. Otros, por el contrario, no se habían
privado en absoluto de evidenciar su dolce vita ante todos. Pero, fueran
cuales fueran sus actitudes todos tenían —según los editorialistas— una misma
«mentalidad de pequeños Julio Lobo». Se insistía mucho sobre este punto en la
prensa para explicar que el gobierno no utilizaba dos pesos y dos medidas al
suprimir el sector privado en las ciudades, mientras concedía facilidades a los
«miniplanes» de los pequeños propietarios campesinos. «El campesinado es una
clase productiva y constituye un precioso aliado para el poder revolucionario
de los obreros». Fidel lo había dicho muchas veces y Granma no dejaba de
recordarlo muy oportunamente. Al haber establecido de esta forma que el
problema del campo debía ser desglosado, el periódico llegaba a la conclusión
de que Cuba era ya «el país socialista que poseía un más alto porcentaje de
propiedades estatalizadas». Pero la «gran ofensiva revolucionaria» no se había
concebido como una simple operación contra el mercado paralelo más o menos
tolerado hasta ese momento. Su objetivo consistía en movilizar mejor al país y
estimular el ardor y la productividad de los trabajadores. «¡Guerra a la
desidia, al egoísmo, al individualismo, al parasitismo, al vicio, a la
explotación; aún más revolución!» se podía leer en los enormes carteles rojos.
Todos los trabajadores eran invitados a llevar a cabo esta guerra y nada debía
distraerles de su tarea. Incluso los cabarets —aceptados anteriormente porque
correspondían a los gustos y al temperamento cubano— fueron cerrados. (…)
Mientras,
La Habana se había transformado en una típica ciudad de retaguardia. Más de
20.000 empleados habían cedido sus puestos a sus mujeres, que hasta ese momento
no trabajaban, y partieron hacia la batalla de Camagüey. Los obreros formaron
«brigadas rojas» en sus fábricas para trabajar horas extras, no remuneradas, en
provecho de la colectividad. El egoísmo y el individualismo —afirmaba Granma— eran combatidos ardientemente y estaban a punto de desaparecer. El
personal hotelero había votado unánimemente la abolición de las propinas, que
eran consideradas humillantes, y formaron algunos destacamentos de choque para
la agricultura. Cual el tiempo tal el tiempo, la alegría no adquirió de nuevo
su carta de ciudadanía más que después de una resonante victoria en el frente:
en La Habana, en 1968, se festejó por tanto durante tres días seguidos el fin
de las sementeras en el Cordón. Al margen de estos períodos ya no era cuestión
de distraerse y ni siquiera de tomar una cerveza para refrescarse cuando la
canícula apretaba fuerte; todos los bares estaban cerrados con doble llave. Los
servicios, ya insuficientes, eran reducidos ahora a su más mínima expresión:
los peluqueros, electricistas, zapateros o lavanderos —tanto los antiguos
«privados» como los recientemente «estatalizados»— eran, en su mayoría,
ocupados en la plantación del café, la siembra de la caña o la recolección de
los agrios. Los que quedaban únicamente podían satisfacer una parte muy
limitada de las necesidades de la población. Para cortarse los cabellos era
necesario hacer cola durante medio día. (…)
Otro tema preocupaba a Fidel: las
manifestaciones de una cierta «juventud dorada» en el centro mismo de La Habana
y la «total inmoralidad» de esos «jovenetos». Castro explicó que su actitud se
debía a múltiples factores: «A veces el hecho de tener en su familia personas
que abandonan el país; a veces la negligencia de esas familias y a menudo la
influencia negativa que tienen sobre esos jovencitos determinadas personas que
propagan ciertas ideas y les arrastran a determinadas actividades». Fidel
prometió emprender una lucha a muerte con los contrarrevolucionarios: «Las
cabezas de todos los que quieren destruir la revolución caerán». A la «juventud
dorada» le anunció una reeducación por el trabajo y el servicio militar: «La
Ley del Servicio para ir llamando en el futuro a aquellos que estando en una
edad entre quince a veinte y tantos años no han estudiado. De manera que en el
futuro todo joven que, por ejemplo, tenga 16 años, 14 años, y no esté
realizando los estudios correspondientes, entonces ésos serán llamados al
servicio, en el futuro. Todavía la Ley tiene que satisfacer algunas
necesidades. Pero ya tenemos muchas unidades militares servidas por los estudiantes
de los institutos tecnológicos y que son magníficas unidades militares,
magníficos jóvenes que asimilan la técnica militar moderna con una gran
facilidad».
El tono de ese discurso era inquietante.
Rompía totalmente con el que Fidel utilizaba durante los primeros años de la revolución,
o incluso algo antes de la «gran ofensiva». Por primera vez Fidel hablaba con
una especie de rabia y presentaba la militarización y la represión no como
medidas extremas en un momento de máxima tensión sino como remedios normales
aptos para curar la «exasperación» de determinados estratos sociales o la mala
conducta de algunos jóvenes. Incluso pidió disculpas por haber dado la
impresión de ser «liberal». Su tesis sobre la intensificación de la lucha de
los enemigos del pueblo y los revolucionarios, como consecuencia de los
progresos del socialismo, tenía una siniestra resonancia.
(Fragmentos) Los guerrilleros al poder. Itinerario político de la revolución cubana, Barcelona, 1972, Biblioteca Breve, Seix Barral.
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