Rubén Martínez Villena
Tengo un amigo farmacéutico en un pueblo
próximo a La Habana; a pesar de esto, la pasividad de su vida y el vértigo de
la mía nos impiden visitarnos y, aunque de tarde en tarde nos escribimos, son
casi siempre cartas que necesitan franqueo extraordinario.
Por mediación suya conocí a Arturo
Vanderbaecker, el hombre cuyo recuerdo me hace escribir estas líneas.
Aunque le traté muy poco, como supe su
historia por boca de mi amigo, que lo consideraba un semidiós de Valhala, puedo
afirmar que jamás conocí un tipo de más exuberante vitalidad victoriosa.
Nació accidentalmente en Egersund, de padre
noruego y madre cubana, línea paterna dinamarquesa y ascendencia materna
española; y esta mezcla de razas de características opuestas había cristalizado
en él en un admirable ejemplar de humanidad. Alto, fuerte, blanco, con el
rostro curtido por todos los climas de la tierra, era él un producto
equilibrado de sus padres: el cabello rubio como una llamarada y los ojos
negros y hermosísimos; dulce, pero decidido; con una perseverancia y una
tenacidad sajonas, puestas al servicio de una fantasía tropical, rápida y
audaz; su fuerza hercúlea se podía apreciar bajo su traje; y cierta vez que lo
vi en un alarde de potencia gigantesca, tuve la impresión de que aquel hombre
podía, con la flexión de sus brazos -como el azar lo había hecho con él mismo-,
doblar y unir en un punto el círculo polar ártico y la línea ecuatorial.
Huérfano, dueño único de gran fortuna, de
inquieto espíritu viajador, se lanzó joven a recorrer el mundo en todas
direcciones. Pero no fue el "tourista" plácido ni el viajero curioso;
vivió en casi todos los sitios a que llegaba, recreándose de la adaptación
continua y minuciosa; vistiendo como los naturales, haciendo lo que ellos; trabajando
en labores rudas para gastar su exceso de energía siempre insatisfecha. Fue el
derrochador de Vida.
Vivió en París, como un príncipe, por su lujo,
pero como un parisién, por sus costumbres; un parisién rico y alegre, amante
del champagne; entró en traje de explorador al laberinto de las selvas
africanas, y allí robó, con un disparo inverosímil, un león al que apuntaba
también un hombre fornido, brusco y simpático, que después supo era Presidente
de una República muy grande; este detalle le hizo variar de rumbo, y dejando
para más tarde su proyectado viaje al Polo Austral, corrió hacia aquel
continente desconocido y maravilloso donde había gobernantes que eran cazadores
de fieras; se encontró en América como en su elemento: atravesó los Andes varias
veces entre tormentas de nieve; corrió sobre la pampa vestido de gaucho;
aprendió el manejo del lazo y de "las bolas", gozó de la cordillera
volcánica y casi inaccesible en desborde pródigo de todas sus fuerzas; y ya
cansado fue a caer en los Estados Unidos, donde hizo vida de ciudad y de
estudiante, adquiriendo un título de ingeniero. Había recorrido medio mundo en
quince años y dominaba ocho idiomas. Por último se hizo driver y se entregó
plenamente a las delicias vertiginosas del automovilismo.
Fue entonces cuando vino a Cuba, para estudiar
el mercado, con objeto de establecer una agencia de cierto norteamericano
fabricante de automóviles. Pero su afán de conocer las costumbres de cada país
fuera de la adulteración ciudadana de ellas, lo llevó al campo repetidas veces;
y en una de sus cortas incursiones, corriendo, como un criollo, en una carrera
de cintas, cayó enredado con el caballo y se fracturó el brazo derecho,
precisamente a la puerta del establecimiento que tiene mi amigo el farmacéutico
en un pueblecito próximo a La Habana.
Éste le hizo la primera cura con rara
habilidad. Ese día nació la amistad entre ellos, amistad que nunca he podido
precisar en lo que se fundaba; porque pocas veces se han hallado dos caracteres
más diametralmente opuestos que los de aquella pareja de amigos. (Creo mucho,
después de entonces, que en la buena amistad, como en los matrimonios felices,
los interesados son cantidades complementarias).
Y hete aquí, al fin explicado, cómo aquel
farmacéutico, que no se había ausentado de su pueblo más que una o dos veces
por año para ir a recoger sus notas bien ganadas en la Universidad, que no se
movía ya más que en el trecho comprendido entre su mostrador y sus morteros,
balanzas y cachibaches de química; que vivía en los altos de su botica;
personificación de la serenidad y el orden, topó un día con aquel cometa
descarrilado, vio entrar en su farmacia, de improviso -con serio peligro de sus
vitrinas esmeradas, despedido, arrastrando un caballo entre las piernas, como
lanzado todo por una catapulta-, aquella bomba rodante y viviente que era
Arturo Vanderbaecker.
¿Qué tiene Cuba que los que viven aunque
accidentalmente en ella, acaban por quedarse, y hasta adquirir primero una
familia y después una carta de ciudadanía?...
Arturo Vanderbaecker no instaló la agencia de
automóviles: no emprendió negocio alguno; no hizo más que quedarse,
sencillamente.
Y aquí se casó con una francesita que había
amado en Buenos Aires, toda ficticia, encantadoramente ficticia como una joya
falsa bien trabajada. Frívola, alegre, soñadora, voluptuosa, amó en él el
hombre de vigor, sano, valiente, de rostro que los años tornaban de una serena
severidad; lo vio aureolado por todos los prestigios del dios y todos los
arrestos del macho; tenía ya la frente surcada en el entrecejo por el
resplandor cegante de los trópicos, ceñuda de sol, como la de los labriegos; lo
vio domador de hombres, cazador de fieras en el África y lastrador de mujeres
entre los indios del Paraguay.
Lo amó absorbentemente; le dio enseguida
tremendas escenas de celos por su automóvil, que él a veces prefería...creyó
quizás en la necesidad de comparación para establecer un juicio cierto y
apreciar más el valer de su marido, y así acabó enamorándose de otro.
Pero aquí debo ceder la palabra a mi amigo el
farmacéutico haciendo antes una aclaración.
La última vez que vi a Vanderbaecker fue como
al mes de su boda, que me pareció disparatada. Me ausenté algún tiempo de La
Habana y lo dejé a él entregado con su esposa a las mieles de los recién casados
en su bella residencia, en pleno campo, situada en la provincia de Matanzas, y
a mi amigo el farmacéutico, siempre en su pueblecito próximo a La Habana, con
no menos devoción que el matrimonio, a sus quehaceres, idas y venidas entre el
mostrador y sus cachibaches de química.
Pasaron dos meses, y recibí una carta de éste.
El timbre del correo y, antes, su abultamiento prometedor, me delataron su
procedencia. De fulano, me dije.
Era larga -como suya-, con un estilo postizo
-como en todas-, y que yo reconocía parecido al mío, dicho sea sin modestia y
sin ofender la franca admiración que me profesa mi amigo y que le induce no sé
por qué, a escribir sus cartas semejantes a las mías.
Como su autor no es muy fuerte en literatura,
la carta que sigue va enmendada en lo que me ha parecido oportuno, pero creo
deber de lealtad el aclararlo:
"Yo estaba leyendo en la rebotica.
Aquella noche no había venido nadie a la tertulia, y de pronto, se apareció.
Estaba en pie, casi frente a mí, rígido como un militar, con el cabello rubio
alborotado, vestido de negro; ¡parecía una antorcha! Nunca había visto a
Vanderbaecker así, pero imagino que esa sería su expresión ante los tigres y
los caníbales de sus aventuras.
"Me levanté asombrado, sin adelantar,
haciendo retroceder el sillón con su movimiento de las piernas.
"-¿Qué pasa? -le grité.
Me respondió sin abrir la boca, moviendo
solamente los labios, a través de los cuales brillaban los incisivos inmóviles:
clavada una mandíbula en la otra.
"-¡Usted va a venir conmigo!- Yo
comprendí la frase íntegra, después de pronunciada toda, sin haber oído bien
cada palabra. -¡Ella me ha engañado, traicionado, vendido! Se va esta
noche....¡con otro! Y yo voy a matarlos.
"Hizo una pausa silbante y agregó:
"-¡A los dos!
Ese verbo, matar, nadie lo conjuga ni ejecuta
con más seguridad que los cazadores. Cuando él dijo: "Voy a
matarlos", yo me convencí enseguida de que aquello se realizaba
indefectiblemente. ¿Qué fuerza podría detener a aquel hombre? Apenas intenté
disuadirlo. Yo sabía que no hablaba por gusto; si él afirmaba que lo engañaban,
era verdad; y si afirmaba que iba a matar, para mí, y para cualquiera que lo
conociera, aquello tenía la irrevocabilidad de un hecho pasado.
"Tomé el sombrero y entramos en el
automóvil, el automóvil que tanto quería y que yo tantas veces me había negado
a probar. Comprendí que ella estaba allá, en el chalet de los novios, a cien
kilómetros de nosotros; y cuando la violenta arrancada me hundió en el cojín
del respaldo, medí con la imaginación el peligro que iba a correr al salvar la
distancia llena de obstáculos, arrebatado yo, inocente de todo, por la pasión
de aquel hombre enfurecido. Sacrifiqué mi temor a la devoción que me inspiraba
su amistad y me entregué a mi suerte.
"Yo no sabía qué era correr en automóvil.
Apenas el carro embocó la carretera, pareció que le crecían las alas. El
terror, incontenible de morir estrellado, me inmovilizó por completo. Vi el
camino, la cinta blanqueada por los reflectores que alumbraban también los
árboles laterales y la bóveda de las frondas, formando todo como un túnel
brillante, un tubo de aspiración, que nos atraía a su fondo inalcanzable cada
vez con mayor velocidad.
"En vano procuré calmar mi excitación con
reflexiones alentadoras; debía confiar en la pericia de aquel hombre,
expertísimo en el manejo de su máquina que dirigía y usaba como un miembro de
su cuerpo. Por otra parte, había detalles que me daban una impresión ridícula
de seguridad; los guantes, los grandes guantes de Vanderbaecker, me inspiraban
una confianza ilimitada: ¡aquellos guantes crispados sobre la dirección!
¿Podría haber algo más tranquilizador que aquellos guantes! Y sus lentes,
provistos seguramente de una virtud insospechada por mí, ¿Le harían ver cada
piedra y cada bache en el pavimento, que rodaba todo, vertiginosamente, a
nuestro encuentro? Lo cierto es que sin que yo me lo explicara, sin que el
aspecto del camino variara ante mi vista, ora corríamos por el centro
francamente, ora obligaba el carro a ir rozando las orillas. Pero todo a una
velocidad inconcebible.
"Para darme exacta cuenta de ella, me
propuse fijarme en un punto visible hacia delante, y sentir el tiempo que
tardábamos en dejarlo detrás. De improviso, vi algo, pero lejanísimo, la cinta
de luz terminaba de pronto; el sitio que debía continuar, estaba oscuro, negro;
la carretera se acababa; mi espanto creció a lo indecible. Apenas cuando me
había percatado de aquello, ya llegábamos, ya venía hacia nosotros, ya
estábamos sobre el obstáculo insuperable; y súbitamente, en el punto aquel, vi
surgir, como por magia, otra vez la cinta blanca; se abrió, se alargó en un
salto hasta el horizonte, rodábamos por ella...El cambio de dirección del
carro, inclinándome de lado sobre mi amigo, me devolvió la impresión de la
realidad. ¡Horror! ¡Aquello había sido una curva!...
"Desde entonces, mi martirio se
intensificó en cada objeto, en cada punto lejano. Iba hipnotizado, mirando el
camino rayado y deslizante. Cada curva, que ya conocía de lejos, era el plazo
de vida que me daba yo mismo. Pero muchas veces eran suaves, casi agradables;
no sentía su desarrollo, no podía precisar cuando empezaban ni acababan y tenía
la impresión amable de que el automóvil enderezaba el camino.
"Luego hubo una que creí sería la última.
Era horrenda, imposible. Antes de atacarla, oí que el ruido del motor se
modificaba y sentí en todo el cuerpo la impresión áspera del frenaje; a pesar
de todo, entramos como una tromba. Vencido el primer sector, la máquina se
impulsó de nuevo; tuve intenciones de gritar, ¡eh, todavía no se ha acabado!,
¡retranque, retranque! Pero no pude, ya la vencíamos, pegados al borde interno
-¡una cosa horrible!- con las ruedas mordiendo la cuneta...
"Las frases se me subían a la garganta;
frases de súplica, de amenaza, de espanto: ¡No más! ¡Por Dios! ¡Me tiro! Pero
no podía hablar, ni moverme.
"Pensaba, yo también, a toda máquina.
Deseaba con toda mi alma que se partiera una pieza, que se ponchara un
neumático.
"Y así, en aquella carrera desaforada,
empezamos a atravesar pueblos, pueblos dormidos. Entrábamos por un lado,
pasábamos a través como en un vuelo, volvía la carrera; todo en tan corto
tiempo, que yo veía imposible que las ruedas hubieran girado más de diez veces.
Y todas las casas se perseguían furiosamente en un desfile fantástico, por
nuestro lado; mientras yo suponía un punto, allá atrás, en que se alcanzarían
los edificios en fuga y el pueblo todo no sería más que un amontonamiento de
casas destruidas, encaramadas en ruinas, unas sobre otras.
"Pasaban pueblos. Yo pensaba: algunos
habían sido creados por la carretera: en ellos hacía las veces de calle
central; y otros la hacían oblicuar, la obligaban a ir a visitarlos,
desviándola de su línea recta (a éstos había que atravesarlos casi siempre en
zig-zag). Sentía simpatías por los primeros, los humildes, los que no
perturbaban la rectitud majestuosa del camino.
"Entramos luego en la calzada, ancha,
plana, pulida; no sé cómo se nos puso delante. No tenía árboles, sino postes,
postes largos, fríos, como graves señores estirados, pasábamos por entre ellos,
en dos filas; rígidos, iguales, como soldados en una parada. Los oía zumbar,
venían a galope, y pasaban, arrebatados de inmovilidad.
"De pronto, el pavimento erizado nos
hacía salir; el salto continuo, disimulado en la rapidez, era una trepidación
desagradable; una curva, una reja abierta, y una casa blanca detrás. La luz de
los reflectores chocó en la fachada fieramente. No creí que el automóvil
pudiera atravesar la puerta de la reja, pero pasó de modo milagroso. Siguió con
rapidez irreverente la curva ceremoniosa del sendero de grava, y se detuvo
brusco, como un potro espantado, ante la escalinata. Me fui de bruces.
"La mano derecha me dolía mucho. Entonces
me di cuenta de que había estado agarrado con todas mis fuerzas a no sé qué
cosa dura, creo que a la portezuela que me quedaba al lado. Sentía la cara
quemada por la ráfaga.
"Salí tambaleándome y subí al portal.
Vanderbaecker salía ya de la casa.
"-¡Se han ido! -aulló. Estaba horrible.
Saltó al timón y proyectó la luz de un
reflector movible hacia un costado de la casa. Vi el garaje, abierto de par en
par, vacío, que me pareció la nave desalquilada de un taller.
"En seguida el motor acreció su ronquido
monótono y lo llevó hasta la desesperación; Vanderbaecker no se ocupó de mí. El
aparato arrancó de un salto; desapareció tras un macizo de plantas, reapareció
en seguida, y aquella máquina diabólica salió otra vez disparada, franqueando
de modo inverosímil la reja por donde no cabía.
"Yo quedé sólo, a oscuras, ensordecido,
imbécil, calculando vagamente el tiempo que tardaría en recorrer a pie la
distancia que me separaba de casa...
Sentado en el suelo, sobre la piedra fría, con
las piernas colgando sobre la escalinata de mármol, apoyado como un muñeco
medio caído contra el pie de una columna, dejé que la noche negra y luego la
madrugada penetrante de frío, sirvieran de sedante a mis nervios que eran sólo
una papilla miserable.
"Ya el cielo empezaba a adquirir ese
color blancuzco y tierno del amanecer; veía ya el jardín; el sendero amplio de
grava por donde había llegado allí, conducido sobre las cuatro ruedas dementes
que habían enrollado cien kilómetros de carretera en gomas invulnerables; veía
una fuente frente a mí, el macizo de plantas, el césped verde y húmedo, la reja
alta, por donde se había ido aquello; por donde Vanderbaecker había salido con
el motor a toda marcha; feroz, decidido, incansable, con el aspecto de un tigre
hambriento que va de cacería.
"Y a esa hora, pasó por el camino algo en
cuya existencia no creía ya, tal era mi impresión de abandono: un hombre.
"Era un lechero que iba en su carrito
tirado por un caballo flaco y obstinado. Iba cantando. Le grité, corrí, detuvo
el carro, trepé al pescante, y me fui, no sé a dónde, a donde fuera él; con el
propósito de llegar a un pueblo cualquiera, a una estación de ferrocarril por
donde pasaran trenes, un tren, no me importaba cuál.
"Permanecí callado después de las
palabras forzosas. Y allí, al lado de aquel hombre que parecía indiferente y yo
adivinaba receloso me puse a suponer lo que habría sido de mi amigo; cuál
habría sido su venganza, que seguramente ya estaba cumplida. De pronto, imaginé
algo horrible y tan natural, que me estremecí todo y sentí como el cabello me
tiraba del cráneo...
"Sí, eso era, seguramente. Lo veía, con
una claridad tal, como si lo recordara. Los había matado con el automóvil; con
la máquina que dirigía como un caballo dócil, que corría como una amante, que
le obedecía como un perro fiel. Lo ví alcanzar su otra máquina, la que se
llevaba al infame con su esposa criminal; reconocerla; calcular con una
seguridad matemática la velocidad a que marchaban, el sitio a donde se
dirigían; medir y comparar caminos traviesos, rodeos de adelante; salir de la
carretera, tomar otro rumbo; y corriendo, volando a todo lo que daba su carro
portentoso, con una furia en que se mezclaban la indignación del burlado, la
intención asesina y el amor propio del chauffeur, alcanzarlos, pasarlos, entrar
de nuevo en la carretera, y volver sobre ella, en dirección contraria a la que
llevaba la máquina fugitiva; atisbarla, seguro de su maniobra de cazador; verla
al fin aparecer, corriendo hacia él; y entonces, con la decisión más afirmada
en el instante supremo de su venganza, sin disminuir su velocidad, ni apagar
los reflectores poderosos; sino, encandilando al otro, tomando el centro exacto
del camino, seguir con el pie clavado en el acelerador, confiado plenamente en
su pericia funesta.
"Vi las dos máquinas enfrentarse, el zig-zag
de huida de la una; el zig-zag de caza, inverso e igual, que le imprimiría
Vanderbaecker a la suya, y en un instante, chocar, incrustarse la una en la
otra con un estruendo horrible de explosión; y sin que se oyera un grito, una
palabra, nada, quedar después de todo en el silencio de la noche negra, y el
permanecer allí; bajo la madrugada penetrante de frío, hasta descender la luz
tierna y láctea del amanecer sobre el grupo macabro...
"Iba tan abstraído, tan sugestionado, que
me encontré de improviso fuera del asiento, casi a gatas, con las manos
apoyadas sobre el rebote de madera del pescante, mirando atentamente el arnés
del caballejo obstinado en su marchita inalterable.
"Y al volver a la realidad, como si ella
respondiera a la última escena aterradora de mi cerebro fatigado, vi, vi, con
mis propios ojos, caído a la izquierda, en la cuneta profunda, el grupo
indescriptible.
"Dos automóviles -dos cosas que habían
sido automóviles-, agarrados en un abrazo mortal y triturador; estaban casi de
pie, como esas cartas que se apoyan una en otra en cierto juego de naipes; los
dos motores mezclados, fundidos en una misma masa informe, las carrocerías
destrozadas; sin parabrisas, con las ruedas descentradas o torcidas, contraídos
los estribos en una violenta ondulación: todo era una sola cosa erizada y rota.
Las máquinas parecían haber vivido; semejaban cadáveres. Se veía que en
aquellas dos bestias mecánicas había existido la voluntad de formar una sola,
de penetrar la una en la otra hasta desaparecer; y el grupo tenía el aspecto
bárbaro de una salvaje escena de amor entre dos aparatos.
"Una era la máquina fantástica, la
máquina de carrera de Vanderbaecker, y la otra una limousine débil, que también
era suya: su máquina de paseo, charolada y encristalada toda. Me fue difícil
reconocerla.
"¿Qué celo formidable de mecanismo de
acero había precipitado al macho contra la hembra hasta llegar a la posesión
plena y mortal?
Y allí, amasados con hierros y astillas,
estaban los tres un hombre sin cara al pie de un árbol, en cuyo tronco había
untada parte de su cabeza; una mujer, hecha una bola sanguinolenta de carne con
faldas; y dentro de la limousine, como si hubiera saltado sobre los culpables
espantados, mi amigo, clavado de cabeza; la elegante gorra de chaffeur aplicada
violentamente al cráneo, con una rotura por donde asomaba masa cerebral; no se
le veían los ojos; los brazos torcidos y un pedazo del volante saliéndole del
pecho...
"Y yo buscaba, loco, seguro de hallarlo,
el otro cadáver que faltaba, el otro cadáver que debía estar allí."
Algunos amigos, de los pocos que tengo que
puedan reconocer un cuento escrito por mí, quizás me atribuyan éste; pero como
ello pudiera enojar justamente al hombre que viajó en la máquina voladora de
Vanderbaecker, quiero aclarar que a él es a quien debo su argumento, y que yo
sólo he puesto lo que mi amigo el farmacéutico no podía tener en su carta.
Conste así.
La Habana, 1922.
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