José Lezama Lima
El inventor y el rey. En el uno, el afán de romper el círculo, lo indefinido. En el cetrado mayor, el bastón de la unidad y la vigilancia de trigos y puertas. El rey queriendo cerrar cuentas, sellando fijas minuciosidades. El inventor burlando parábolas, abriendo la sorpresa de nuevos agrupamientos numerales. El rey queriendo pagar en exactos cuadrados, en el desconocimiento de la progresión indefinida. Sencillo visitante ante el rey, inaugura el almacén de multiplicados granos. Y el ajedrecista visitador del persa, que rehúsa el tintineo exacto de la moneda, para acogerse a la progresión indefinida, al grano volante en el cuadrado multiplicador, ligero como gamo con sed.
El buen rey, en su unidad, quiere la exactitud. El inventor, maestro inicial de la nueva diversidad, traza canaletos para el flujo de los comienzos. En Alfonso, que es rey de romanos y emperador de germanos (el papado le hace rectificar el título), traduce e innova, bruñe el latín y sonríe la palabra nueva; se enfrenta con el cuadrado multiplicador y sueña con soltarle monstruos nuevos. Una de las razones en su sangre para apetecer el imperio de Alemania, será su cariño por los monstruos novedosos. Nuevas estridentes especies para los bosques germanos. En el ajedrez, frente al cuadrado helénico, quería soltar los nuevos monstruos germanos, para evitar el simple siesteo quimérico, la excepción preconcebida. Aquí el rey y el inventor, la unidad y la diversidad coincidieron, no en la dilectio agustiniana, sino en el tablero de ajedrez; ahí confluyó el cuadrado doméstico y fiel con los unicornios de acecho y ajenías irreductibles.
Los monstruos de Alfonso X El Sabio se atrevían con la Germania, con Catay o con Cipango. Selvas, extensiones y emigraciones olfateaban los monstruos que aunaban dos naturalezas. Dilatar la selva, llevar la extensión a la ausencia infinita, la emigración a la errancia dislocada y sin fin, para que el canon monstruoso tuviese regulación rítmica. Y Capablanca también, frente a la proliferación insular del trópico, quiere romper el cuadrado, resbalarle bultos sin figura, manchas que no agregan cuerpos. Así evita selva definida para monstruo acariciado.
El tablero de cien cuadrados, con nuevas figuras, de Alfonso X El Sabio, en las mágicas asociaciones de la secularidad, logra, como ha señalado el hispanista J.B.Trend, un aliado muy poderoso, Capablanca, quien propone cuadrados de progresión y monstruos desconocidos. Hasta llegar al tablero de ciento cuarenta y cuatro casillas, doce piezas y doce peones. Nuevos monstruos: el grifo, la jirafa, el unicornio, el león y la tarasca. Para el grifo, la diagonal y la infinitud de la línea recta. La tarasca, alfil con un alcance más poderoso. La jirafa, más allá del caballo, después de la diagonal, saltaba cuatro casillas. Los unicornios, ente caballo y alfil, sutilísimos. El león, dueño del salto a la pitagórica cuarta casilla.
Portando su vara de alcalde, Montaigne tropieza con una criatura monstruosa: un cuerpo se adhiere a otro decapitado, formando una intención truncada de integrar un nuevo cuerpo. De ese susto que viene a buscarlo a un mercado de Lyon, anota, como con afán de ver con sencillez a los monstruos: "es de presumir que esta figura que nos sorprende se relacione y fundamente en alguna otra del mismo género desconocida por el hombre". Siempre la imaginación con un grave de realidad, la transfiguración que cobra su gravedad al soñar con la figura. En el grifo, sobre el cuadrado, el fragmento energético del león se vuelca sobre los saltos de la diagonal; y la parte del águila, en el sostenuto sobre la línea recta. En la tarasca, la oblicuidad del alfil adquiere el latigazo definidor de la serpiente golpeando en su finalidad. Naturaleza que busca por el análogo de la imagen integrarse en la proliferación indefinida de un tablero imposible.
Una imaginación saludable engendra sus propias causas. No sólo los nuevos monstruos, el grifo, o la tarasca, se deslizan sobre las definiciones del tablero, sino a veces se arremolinan en presagios, rondando con sus violentas escogitaciones, el lago de las casillas habituales. El mariscal Bessompiere juega su partida, descansando de haber corrido un jabato en la última venatoria palaciana con el buen Bearnés, ve que el tablero pestañea manchas de sangre. Se lo dice al monarca, éste se molesta y de un manotazo abate el despliegue de los fortines de su mariscal. Días más tarde le aplican un tajo de hondura, que lo lleva al sombrío Erebo. Asignemos otra evocación por el mismo lado de los presagios. La isla del destierro del Corso se muestra acudida de marinos chinos. El vizconde, que lo relata, compra unas coruscantes piezas para su ídolo. Por la noche el emperador cansado, interrumpe sus partidas sin rendiciones. Como para hacer una broma, se burla de los copiosos arabescos de las piezas chinas, manifiesta que le cansa "levantar un elefante que porta una torre". Días más tarde...
La torre, para algunos deliciosos etimologistas, es la roca donde se aposenta Simbad el Marino. Si se suelta a la torre en la progresión indefinida, tiene que esperar la causalidad que le dicta la imagen, para hacerse de otra naturaleza artificial. Ya en esa dimensión, la torre no es tan sólo la casa defensiva sino la adelantada de las locuras y de las mágicas sobreabundancias. El grifo corría el riesgo de cascar enigmas de salón y la tarasca abullonaba sus caperuzas para la pedrea asombrada de los campesinos. Pero les llegaría su Edad Media y su Romanticismo. Y sobre el tablero, cuando aparecen coros de figuras humanas, tañen, subrayemos que con la mano izquierda, instrumentos musicales. Como si para unirse a este intento de progresión indefinida, las piezas, al fijarse en las casillas, se prolongasen en el claroscuro de los números del ritmo. Escenas hugonianas: un grifo que quiere desarraigar una torre. Cómo no subrayar ese encuentro entre Alfonso X el Sabio y Capablanca a través de la parábola miliunochesca que se reintegra y se restituye, en su decisión por llevar el cuadrado a elipse; la elipse a una progresión en la infinitud. En fin, una infinitud convertida en causalidad de los monstruos de seda y novedad.
El inventor y el rey. En el uno, el afán de romper el círculo, lo indefinido. En el cetrado mayor, el bastón de la unidad y la vigilancia de trigos y puertas. El rey queriendo cerrar cuentas, sellando fijas minuciosidades. El inventor burlando parábolas, abriendo la sorpresa de nuevos agrupamientos numerales. El rey queriendo pagar en exactos cuadrados, en el desconocimiento de la progresión indefinida. Sencillo visitante ante el rey, inaugura el almacén de multiplicados granos. Y el ajedrecista visitador del persa, que rehúsa el tintineo exacto de la moneda, para acogerse a la progresión indefinida, al grano volante en el cuadrado multiplicador, ligero como gamo con sed.
El buen rey, en su unidad, quiere la exactitud. El inventor, maestro inicial de la nueva diversidad, traza canaletos para el flujo de los comienzos. En Alfonso, que es rey de romanos y emperador de germanos (el papado le hace rectificar el título), traduce e innova, bruñe el latín y sonríe la palabra nueva; se enfrenta con el cuadrado multiplicador y sueña con soltarle monstruos nuevos. Una de las razones en su sangre para apetecer el imperio de Alemania, será su cariño por los monstruos novedosos. Nuevas estridentes especies para los bosques germanos. En el ajedrez, frente al cuadrado helénico, quería soltar los nuevos monstruos germanos, para evitar el simple siesteo quimérico, la excepción preconcebida. Aquí el rey y el inventor, la unidad y la diversidad coincidieron, no en la dilectio agustiniana, sino en el tablero de ajedrez; ahí confluyó el cuadrado doméstico y fiel con los unicornios de acecho y ajenías irreductibles.
Los monstruos de Alfonso X El Sabio se atrevían con la Germania, con Catay o con Cipango. Selvas, extensiones y emigraciones olfateaban los monstruos que aunaban dos naturalezas. Dilatar la selva, llevar la extensión a la ausencia infinita, la emigración a la errancia dislocada y sin fin, para que el canon monstruoso tuviese regulación rítmica. Y Capablanca también, frente a la proliferación insular del trópico, quiere romper el cuadrado, resbalarle bultos sin figura, manchas que no agregan cuerpos. Así evita selva definida para monstruo acariciado.
El tablero de cien cuadrados, con nuevas figuras, de Alfonso X El Sabio, en las mágicas asociaciones de la secularidad, logra, como ha señalado el hispanista J.B.Trend, un aliado muy poderoso, Capablanca, quien propone cuadrados de progresión y monstruos desconocidos. Hasta llegar al tablero de ciento cuarenta y cuatro casillas, doce piezas y doce peones. Nuevos monstruos: el grifo, la jirafa, el unicornio, el león y la tarasca. Para el grifo, la diagonal y la infinitud de la línea recta. La tarasca, alfil con un alcance más poderoso. La jirafa, más allá del caballo, después de la diagonal, saltaba cuatro casillas. Los unicornios, ente caballo y alfil, sutilísimos. El león, dueño del salto a la pitagórica cuarta casilla.
Portando su vara de alcalde, Montaigne tropieza con una criatura monstruosa: un cuerpo se adhiere a otro decapitado, formando una intención truncada de integrar un nuevo cuerpo. De ese susto que viene a buscarlo a un mercado de Lyon, anota, como con afán de ver con sencillez a los monstruos: "es de presumir que esta figura que nos sorprende se relacione y fundamente en alguna otra del mismo género desconocida por el hombre". Siempre la imaginación con un grave de realidad, la transfiguración que cobra su gravedad al soñar con la figura. En el grifo, sobre el cuadrado, el fragmento energético del león se vuelca sobre los saltos de la diagonal; y la parte del águila, en el sostenuto sobre la línea recta. En la tarasca, la oblicuidad del alfil adquiere el latigazo definidor de la serpiente golpeando en su finalidad. Naturaleza que busca por el análogo de la imagen integrarse en la proliferación indefinida de un tablero imposible.
Una imaginación saludable engendra sus propias causas. No sólo los nuevos monstruos, el grifo, o la tarasca, se deslizan sobre las definiciones del tablero, sino a veces se arremolinan en presagios, rondando con sus violentas escogitaciones, el lago de las casillas habituales. El mariscal Bessompiere juega su partida, descansando de haber corrido un jabato en la última venatoria palaciana con el buen Bearnés, ve que el tablero pestañea manchas de sangre. Se lo dice al monarca, éste se molesta y de un manotazo abate el despliegue de los fortines de su mariscal. Días más tarde le aplican un tajo de hondura, que lo lleva al sombrío Erebo. Asignemos otra evocación por el mismo lado de los presagios. La isla del destierro del Corso se muestra acudida de marinos chinos. El vizconde, que lo relata, compra unas coruscantes piezas para su ídolo. Por la noche el emperador cansado, interrumpe sus partidas sin rendiciones. Como para hacer una broma, se burla de los copiosos arabescos de las piezas chinas, manifiesta que le cansa "levantar un elefante que porta una torre". Días más tarde...
La torre, para algunos deliciosos etimologistas, es la roca donde se aposenta Simbad el Marino. Si se suelta a la torre en la progresión indefinida, tiene que esperar la causalidad que le dicta la imagen, para hacerse de otra naturaleza artificial. Ya en esa dimensión, la torre no es tan sólo la casa defensiva sino la adelantada de las locuras y de las mágicas sobreabundancias. El grifo corría el riesgo de cascar enigmas de salón y la tarasca abullonaba sus caperuzas para la pedrea asombrada de los campesinos. Pero les llegaría su Edad Media y su Romanticismo. Y sobre el tablero, cuando aparecen coros de figuras humanas, tañen, subrayemos que con la mano izquierda, instrumentos musicales. Como si para unirse a este intento de progresión indefinida, las piezas, al fijarse en las casillas, se prolongasen en el claroscuro de los números del ritmo. Escenas hugonianas: un grifo que quiere desarraigar una torre. Cómo no subrayar ese encuentro entre Alfonso X el Sabio y Capablanca a través de la parábola miliunochesca que se reintegra y se restituye, en su decisión por llevar el cuadrado a elipse; la elipse a una progresión en la infinitud. En fin, una infinitud convertida en causalidad de los monstruos de seda y novedad.
Febrero 17, 1956.
Tratados en La Habana, 1958, Universidad Central de la Villas, pp. 131-34
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