José de la Luz León
I
El azar es, sin duda, un
amigo altamente generoso. A él debemos siempre los más sabrosos momentos de la
vida, y no hay una sola dulce sensación de la ruta que no nos llegue a través
de esos hilos misteriosos que lo imprevisto, con mano sutil, va tejiendo a
nuestro alrededor.
¿Qué importa que en
ocasiones esos mismos hados, un poco caprichosos y tornátiles, nos hagan verter
una lágrima? Ellos nos harán olvidar más tarde la hincada del dolor, y el mismo
dedo colérico que arrugó nuestra frente con un gesto de ira, vendrá otro día,
bajo la gloria del sol, a abrir en nuestros labios la flor de una sonrisa...
Es al azar, bueno y amable
en esta ocasión, a quien debo el conocimiento de Aimée Dostoievski, la hija del
famoso autor de la Casa Muerta. Yo tenía vagas noticias de la
existencia de Aimée Dostoievski. Había oído decir que estaba en Suiza y que se
dedicaba a escribir la biografía de su padre. Pero, ¿dónde se había refugiado?
¿En qué coin de Helvecia había buscado abrigo esta flor lejana
de la estepa? Y he aquí que, al pasar por Bex, de retorno de Chesieres, una
gentil voz amiga me da la noticia:
-En la Pensión de la Dent
du Midi está hospedada la hija del literato ruso. Ha venido aquí a pasar sus
vacaciones. Habitualmente reside en Lausanne.
Esto se me informaba a las
once de la mañana, y el tren que debía conducirme hacia Berna partía de Bex a
las once y cuarto en punto. Para llegar hasta la Pensión, situada en las
afueras de la pequeña ciudad, era preciso media hora, mal contada. ¿Qué hacer,
pues? ¿Debía intentar conocer a la escritora o continuar mi viaje... Para un
escritor, el problema no era muy difícil: cambiaría de ruta, dejando partir el
tren sin él...
Al llegar yo al hotel y
preguntar por Aimée Dostoievski, la patrona, con el gesto adecuado a la
situación, toda dolorida de mi fracaso, me responde amablemente:
-Mademoiselle Dostoievski
acaba de partir. Se dirige a Chesiéres y tomará el tren eléctrico que sale a
las doce y veinte... (Aquí hay una nerviosa consulta de relojes: todos, con
desesperante exactitud suiza, marcan las doce menos diez. Yo disponía, por
tanto, de treinta minutos para dirigirme a la próxima estación, buscar una
mujer que conviniera con los escasos datos que me habían dado de Mademoiselle
Dostoievski, entablar con ella una conversación literaria caso de encontrarla,
hacerle preguntas sobre la vida de su padre, pedirle detalles del libro que
escribía, observar luego su boca, el color de sus ojos, la elegancia de su
sombrero, la gentileza de su pie...)
No recuerdo tiempo más
largo en toda mi vida, que los diez minutos que transcurrieron en mi caminata
hacia la pequeña estación perdida en aquel camino polvoriento y en la cual la
hija del literato ruso esperaba la partida del tren que había de conducirla
hacia Chesiéres, de donde yo regresaba. ¡Cuántas reflexiones diversas durante
tan breve espacio! En el fondo yo sentía la ridiculez de mi
intento, y una voz me decía, muy adentro, que no tenía nada de correcta la
actitud de un caballero que, todo sudoso, con las botas empolvadas, jadeante,
se precipita sobre una dama a quien no ha sido presentado, para hablarle de
cosas abstractas y obtener la anticipación de alguna noticia literaria,
precisamente en el momento de hacer un viaje, que es el instante en que nuestro
espíritu está más alejado de sus preocupaciones habituales. Pero yo os aseguro
que el ridículo, como el alcohol y el juego, tiene a veces atracciones de
abismo, y nada más difícil que poderse detener en la pendiente. Una vez que
hemos dado el primer paso, queremos reivindicarnos ante nosotros mismos,
demostrarle a nuestro yo que aún podemos salir victoriosos de aquel lance
humillante. El resultado de esa lucha íntima es siempre contraproducente, pues
con tal obstinación lo único que logramos es ponernos también en evidencia ante
los otros. Lo cierto es que yo, obedeciendo a esa ley psicológica, y tiranizado
después por la curiosidad, no tuve el valor de renunciar a la empresa. ¿Cómo
será la hija de Dostoievski?, pensaba en el camino. ¿Será bella? ¿Tendrá la
esbelteza estatuaria de esas rusas fastuosas que nos encontramos en los grandes
hoteles, magníficas y altivas como princesas? ¿Lograré descubrir en sus ojos
algún destello lejano de la divina neurosis que consumiera el genio atormentado
de Fedor Dostoievski?... ¡Oh! loca, loca imaginación aventurera, eternamente
incorregible, siempre propicia a desbocarte, como un potro sin brida, al revés
de los mundos irreales... ¿De qué te sirven los descalabros cuotidianos de la
vulgaridad?...
II
Aimée Dostoievski debe
haber heredado muy poco de su ilustre padre. Las escasas biografías que existen
traducidas al español y al francés del formidable novelista ruso, nos lo
presentan enfermo, nervioso, alucinado, torturado a todas horas por una extraña
y dolorosa inquietud que le hizo recorrer media Europa, buscando en vano una
tranquilidad que no podía sentir su alma de visionario. El vizconde E. M. de
Vogué, en su obra Le Roman Russe, describe así su aspecto físico:
"Jamás he visto acumulada, en un rostro humano tanta expresión de
sufrimiento: todas las angustias del alma y de la carne habían impreso su sello
en él; mejor que en libro alguno se leían los recuerdos del presidio, la larga
costumbre del terror, del suplicio y de la angustia. Cuando se encolerizaba,
diríase que le había visto uno en el banquillo de los acusados. Otras veces su
rostro tenía la triste mansedumbre de los santos viejos en las imágenes
esclavonas".
La hija es de gesto
indolente, de mirada serena, de manera suaves. Cierto, en las líneas de su
rostro ya un poco marchito, percíbese una vaga sombra de mujer fuerte,
voluntariosa, a quien la Vida ha enseñado a desconfiar de las palabras y...
quizás también de los hombres. Pero eso no es más que una pincelada casi
imperceptible, un débil trazo que no destruye ni modifica la impresión del
conjunto. Toda ella es femenina, sugestivamente femenina. Ha pasado ya de la
edad en que la mujer tiene, por intelectual que sea, la obsesión de la
coquetería: estaba vestida muy sencillamente, pero su vestido humilde, su
sombrero modesto, toda su indumentaria, en fin, decían con alta elocuencia que
a su cuerpo no son extraños los adornos y las pieles cos tosas. Y es tal su
personalidad, y hay en ella una tan marcada elegancia exótica-elegancia sin
pose, elegancia natural, elegancia que emana del espíritu, ajena al
acicalamiento exterior que yo la hubiera adivinado en la confusión de la
pequeña gare, aún sin los datos que me habían suministrado.
¿Nuestra entrevista? No
podría decir cómo fue el comienzo, y difícilmente podría explicar cómo terminó.
Todo fue tan violento y tan rápido, que hoy sólo conservo, vagamente, la
impresión de un tren en marcha y de unas manos que se unieron a las mías en
despedida cordial.
-Efectivamente, yo escribo
la biografía de mi padre creo haber oído de sus labios. Pero me es
absolutamente imposible darle el menor detalle relacionado con esa biografía.
He vendido ya los derechos de propiedad literaria, y vea usted las ironías de
la suerte: esa obra donde he puesto todo mi amor de hija enamorada de la gloria
de su padre, y en cuya confección he vertido muchas lágrimas, ya no me
pertenece... Nada, nada puedo anticiparle. ¡Los editores me han condenado al
martirio del silencio! Si usted no pensara que yo quiero hacer antes de
aparecer en las librerías, un reclamo de mi libro, le diría que él será una
reivindicación, un tributo de justicia que yo rindo a la memoria de mi padre.
Escribo estas páginas en francés, pues así no me expongo a ser traicionada por
los traductores. ¡Bastantes crímenes han cometido ellos al verter del ruso las
novelas de Fedor Dostoievski! Digo en obra cuanto Europa desconoce del autor
de Crimen y Castigo; y mientras, febrilmente, en interminables
noches de trabajo, he ido dando forma a tantos recuerdos de juventud, yo no he
tenido más que una inspiración y un deseo: el amor al hombre que me dio la vida
y el anhelo de hacerme digna de su bendición. No, no piense usted por eso que
un viento romántico pasa por las páginas que escribo, ni que escrúpulos
mujeriles han detenido mi mano de escritora. Narro toda la verdad de
aquella existencia azarosa, pero destruyo las fantasías absurdas que se han
tejido en torno a la existencia de mi padre, y demuestro que él no fue sólo el
neurótico, el desequilibrado de que hablan los críticos, sino también -¡y acaso
más que todo eso¡- el gran corazón lleno de piedad que no supo ver indiferente
el dolor de los hombres, sus hermanos en miseria.
Y así, enigmática, dulce,
fantasmal, imprecisa como un pañuelo blanco que dice adiós en la distancia,
pasó ante mí la heredera única de la gloria y del nombre de Dostoievski. Yo
hubiera querido detenerla en su marcha, cambiar su ruta, retenerla más tiempo
en aquel paraje donde el azar nos había reunido. Pero nuestros caminos trazaban
dos líneas opuestas. Ella iba hacia aquel punto minúsculo perdido en la cumbre
que yo abandonaba, y sus pupilas llenas de la visión nevada de la estepa se
adormecerían en la paz de aquella gran sombra melancólica que desciende del
enorme diente de piedra suspendido en lo azul como una coquetería del
planeta... Y yo descendía hacia el valle, camino de las ciudades afanosas; mis
pies hollarían las mismas rutas polvorientas por donde cruzan los vehículos
vocingleros... ¿Cómo unir dos sendas tan opuestas?
Y toda mi curiosidad por
conocer nuevos detalles de la vida de Fedor Dostoievski, todo mi anhelo por
escuchar de los labios de la hija anécdotas íntimas de aquel insuperable
apologista del crimen, de la locura y del vicio, hubieron de resignarse humildemente...
en espera de esas páginas donde Aimée Dostoievski ha puesto toda su ternura de
mujer. ¿Qué nuevos dramas del infeliz desterrado de Tobolsk conocerá el Mundo?
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