sábado, 19 de abril de 2025

Al pie de la Jungfrau: las tierras del llanto

 

 José de la Luz León

I

 Un superviviente de la "Cheka" comunista cuenta algunas de las delicias de tortura a que fue sometido por habérsele acusado de conspirar contra el orden. Junto a los martirios que imponen los bolchevistas, son casi pálidas aquellas descripciones de las "Puniciones Corporales" del inglés William Andrews. Dada la distancia que nos separa del escenario ruso, concebimos mal un refinamiento tal en el crimen, y cuando en la calle o en la sala de un círculo alguien nos muestra un ruso auténtico, compatriota de Tolstoi y de Dostoievski, necesitamos realizar un gran esfuerzo imaginativo para convencernos de que aquel hombre, admirablemente adaptado al ideal burgués europeo, es también un compatriota y un hermano de Trotski y de Lenine. ¿Cómo suponer que en ese caballero de maneras distinguidas pudo haber encarnado el alma turbia y mala de un comisario leninista, o que aquel joven pálido, con ojos de soñador y de místico puede tener un tío o un hermano incorporado a las legiones rojas del sovietismo?

 Personalmente, el ruso es amable, simpático atrayente. Tourgeneff, el "dulce gigante", el "amable bárbaro", era, al decir de los Goncourt, uno de los hombres más en boga del París de 1872. Su charla cautivaba de un modo extraño, y el propio Gautier, que sabía poner en su elocuencia mundana el mismo colorido de su prosa, callaba en presencia de aquel moscovita tan encantadoramente europeizado. Pero ¡qué digo Tourgeneff! Lenine mismo, ese atleta del crimen cuya cabeza de mono se yergue borrosa sobre una colina de muertos, ¿no ha dejado un recuerdo de bondad, de honradez, de simpatía en cuantos le conocieron? En Suiza vivió Wladiner Oulianoff cerca de cuatro años. Una vez yo creo haber dicho qué libros leyó él durante cierta época de su exilio aquí. Y no recuerdo si también dije cómo fue respetado y querido por cuantos le trataron. Es -era hace apenas dos lustros- un personaje sencillo y bueno. Salía poco; estudiaba mucho. Ingería té en grandes dosis. Y las horas tenían para él un ritmo de ensueño y de trabajo. Una vez la miseria Ilamó a su puerta. Entonces, como la labor de su pluma no le bastaba para comer, lavó vajillas en los hoteles. Más tarde, para conservar la habitación que no podía pagar, cada mañana, bajo la dirección de su patrona, una bernesa para la cual la limpieza exagerada del "home" tenía la solemnidad de un rito, consintió en fregar pisos, humildemente, estoicamente...

 Hoy, en el pueblo que él gobierna, el crimen, el crimen cuotidiano, normalizado, ha sentado sus reales. ¿No hay ahí un caso curioso digno de atención? La Rusia actual no debía solamente preocupar a los políticos y a los sociólogos; los horizontes que abre a la patología, a la psicología colectiva, ¿no son también ilimitados?

 Hace 66 años Federico Amiel escribía estas palabras en su "Journal intime" (pgs. 107 y 108): "Qué peligrosos amos serían los rusos si alguna vez cayera la noche de su dominación sobre los países del mediodía! El despotismo polar, una tiranía como el mundo no ha conocido aún, muda como las tinieblas, cortante como el hielo, insensible como el bronce, con exteriores amables y el esplendor frío de la nieve, la esclavitud sin compensación ni dulzura: he ahí lo que ellos nos aportarían.

II

 El infeliz que logró escapar a las torturas de la Cheka era un modesto burgués de Lougansk; cuenta que casi todos sus verdugos eran antiguos compañeros suyos, leales camaradas de colegio a quien él no había visto durante largos años. Sus condiscípulos le llamaban por su nombre de pila; le recordaban, afectuosos, la época lejana de la infancia. Cuando llegaba la hora ellos mismos, sonrientes, dulzones, con la delicadeza de quien ha llegado a la meta del triunfo y no quiere humillar a un viejo amigo caído en desgracia, montaban los instrumentos de suplicio; suavemente, sin prisa, comenzaban la faena. El prisionero nunca creyó que ninguno de aquellos hombres pudiese tener tales aptitudes artísticas. Primero le quitaban los zapatos, y, con una prudencia admirable, le arrancaban la uña del pie derecho. La víctima se desmayaba y sus amigos la dejaban sola. Al día siguiente, o por la noche, volvían a visitarla.

 -Tú eres fuerte a pesar de todo, y es lástima, porque tú habrías podido sernos de gran utilidad, decían.

 Entonces las pruebas de cariño se renovaban.

 Cogían una aguja y la introducían poco a poco bajo la uña del pulgar de la mano derecha. Cuando el prisionero perdía el conocimiento lo abandonaban de nuevo; algunas horas después volvían para azotarlo. Una vez fatigados de este trabajo le "ponían los anillos", operación consistente en aplicar una navaja barbera sobre las raíces de los dedos, mientras tres hombres sujetan fuertemente a la víctima a fin de que sus movimientos de protesta no interrumpan la ceremonia.

 Todo eso, confesémoslo, es de una crueldad sin ejemplo. Pero el infierno en que viven los niños rusos es algo más doloroso e inquietante. De la "Cheka" puede escaparse, a condición de pagar una gruesa suma, como en el caso de Antipof Basil, el desdichado que describe las anteriores escenas. Pero ¿qué esperanza de salvación tiene ese ejército de niños inocentes, débiles, lanzados a los caminos del vicio y del hambre como perros sin dueños?

 En un libro reciente del doctor Sokoloff, "Salvemos a los niños", hay páginas angustiosas, relatando su dolor sin consuelo. Máximo Gorki, que siente una gran piedad por la infancia porque la suya no conoció tampoco el amor ni la alegría del hogar, pinta este cuadro, presenciado en una escuela pública:

 Varias niñas ejecutan, bajo las órdenes de la maestra, unas danzas rítmicas, Todas tienen de 8 a 12 años. De pronto los ejercicios se interrumpen. Una de las zagalas ha caído al suelo, sin conocimiento. Algunos minutos más tarde vuelve en sí. Es una niña de doce años, agotado el rostro franco y luminoso. La institutriz la interroga, quiere consolarla.

 -Yo tengo hambre, declara la infeliz. Hace tres días que papá está en la prisión; mamá no tiene dinero, no hay pan en casa. Yo tengo hambre.

 Un médico, miembro del "Comité de Protección a la infancia", interroga a una niña que viene a solicitar sus servicios. La criatura tiene once años y en su cuerpo se descubren las huellas del amor ambulante y...

 -Cuenta, pequeña, ¿cómo te ocurrió eso?, la interroga el galeno.

 La desdichada llora, llora largo tiempo con esa desesperada obstinación de los huérfanos. Y narra la historia breve y triste de su breve existencia. Es hija de un médico de Petrogrado muerto en el frente alemán. Los bolcheviques cerraron el asilo en que fue recogida. Una parienta la acogió. Algún tiempo después su protectora murió del tifus. La niña quedó entonces sola en el mundo. Buscó, en vano, un hogar, una familia cualquiera donde alojarse. Todas las puertas se cerraron ante sus débiles....

 Y erró noche y día a lo largo de las calles pidiendo un poco de piedad. Al fin, sin saber cómo, la prostitución la hizo su adepta...

 Pasad, por la noche, dice otro informe del mismo Comité, por los alrededores del mercado de Kitrovo. Una legión de niñas os asaltará. Pálidas, flacas, aún no formadas, variando entre los 9 y 14 años, producen una impresión desoladora. Sus mañeras son vulgares; el cinismo con que os hablan es todavía mayor que el de adultas. Ellas os detendrán y, con un gesto cínico, os invitarán... Todas habitan bajo el mismo techo, en el antiguo restaurant Kitrov, hoy transformado en "Casa pública de niños".

 La directora de ese plantel de enseñanza ha respondido amablemente a las preguntas de los médicos:

 -Actualmente, declara orgullosa, la solicitud de niñas es muy grande. Hay centenares, a escoger. Antes era muy difícil encontrar...

 -¿A partir de qué edad las reciben aquí?

 -La edad nos importa poco. Cogemos las que nos caen bajo la mano. Cuanto más jóvenes son, mejor. Mire, yo tengo aquí niñas tiernecitas, como ésta...

 Y la respetable dama muestra a sus visitantes una encantadora blonda de 8 a 9 años, fina, con una gracia cándida de Ángel. Se llama María. No sabe ya jugar a las muñecas, ignora en qué lejano país de misterio viven sus padres, pero conoce a la perfección, ¡pobre perversa inocente! toda la gama múltiple del beso que se vende.

 ¡Horrores infernales de la "Cheka", cuando pensamos en el triste destino de esos botones marchitos por el vicio antes de abrirse a la vida, vosotros aparecéis como un bello miraje de esperanza! ¡Y sois un consuelo!

 

  El Fígaro, 2 de julio 1922, p. 428.


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