Quería no morir del todo. No en lo mejor. Que lo mejor
de mi quedase, ya que, por encima o más allá, soy todo dudas. Quería dejar aquí
en este planeta no solo un testimonio de mi pasaje, pirámide, obelisco,
entradas en una oscura enciclopedia, campos donde no crece más hierba.
Quería dejar mi proceso de pensamiento, mi máquina de
pensar, la máquina que procesa mi pensamiento, mi pensar transformado en
máquinas objetivas, fuera de mí, sobreviviéndome.
Durante mucho tiempo, cultivé ese sueño desesperado.
Un día, intuí. Esa máquina era posible.
Tenía que ser un libro.
Tenía que ser un texto. Un texto que no solo fuese,
como los demás, un texto pensado. Yo precisaba de un texto pensante. Un texto
que tuviese memoria, produjese imágenes, raciocinio.
Sobre todo, un texto que sintiese como yo.
Al partir, yo dejaría ese texto como un astronauta
solitario deja un reloj en la superficie de un planeta desierto.
Claro, yo podría haber escogido un ser humano para ser
esa máquina que pensase como yo pienso. Bastaba conseguir un alumno. Pero las
personas no son previsibles. Un texto es.
La impresión de mi proceso de pensamiento no podría
estar en la escucha de las palabras ni en el rol de los eventos narrados.
Tendría que estar inscrito en el propio movimiento del texto, en los flujos de
su dinámica, traduciendo el juego de sus mañas y mareas.
Un texto así no podría ser fabricado ni forjado. Solo
podría ser deseado.
El mismo escogería, si quisiese, la hora de su
advenimiento.
Todo lo que yo podría hacer en esa dirección era estar
atento a todos los impulsos, incluso los más ciegos, sin saber si el texto
estaba llegando o no.
Era obvio, un texto así tendría, como mínimo, que
llevar una vida humana entera. En la mejor de las hipótesis.
Una cuestión se planteó desde el principio. La tensión
de la espera de un texto de este tipo podría ser el mayor obstáculo para su
surgimiento. En este sentido, no había solución. La cuestión tendría que ser
vivida a nivel de enigma y conflicto, sigilo y disimulación.
Por supuesto que el texto que resultase de ese estado debería, por fuerza, reproducirlo en su esencial perplejidad. La máquina-texto que surgiese no sería un todo armónico, ya que la armonía solo conviene a las cosas muertas. Lo que yo pretendía era una cosa viva, una vida que me sobreviviese. Y la vida es contradictoria.
No sé nunca si ese texto llegará. O si ya llegó.
Todo lo que quiero es que, si llega, se acuerde de mí
tanto como yo supe desearlo.
Traducción: Pedro
Marqués de Armas
“El resto inmortal”, Gozo Fabuloso -39
crônicas e contos... (2004). Tomado de Potemkin ediciones,
Núm. 11, junio-septiembre de 2015.
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