martes, 9 de julio de 2024

Soledades habitadas por Cernuda

 



  José Lezama Lima

 Empezábamos ya a preguntarnos cuál sería la resolución poética que sobrevendría después de tantas ausencias exclusivas o de tanto paraíso hermético. Hubiera sido el más simplista de los desenlaces la irrupción, instintivista, o dejarle libre paso a los bárbaros turbios, enemigos de la teoría que desarrolla y dibuja, enemigos del desfile que descubre y termina. Claro está que las soledades de los andaluces iban a poblarse con mayor destreza. En ese juego aventurero iban a tener un punto inmóvil quería desflorarse, ascendiendo en una bruñida covertura, en el tumulto el tozudo cordobés, en las sonrisas granadinas o en la universalidad árabe-cristiana de los sevillanos. Una señal indiscutible, por allí va de nuevo a deslizarse el secreto de las sílabas contadas y de la sensualidad chirriante, poblado por las únicas voces que vibran frente al silencio de tres siglos con que la desconfianza castellana se va a mantener al margen de las ganancias gongorinas. Y surge la pregunta imprescindible. ¿Cómo es que después del milagro de las Soledades, no se llegó a la cartografía de aquel plumado laberinto, a la resolución de las preguntas poéticas en un espejo exacto de poesía y de verbo? Se habrían dos resoluciones. Poblar la argentería de Góngora por la novela de una sensibilidad de nervios increíbles, mapa de simultáneamente rapidez inasible, o llevar la palabra, ascendiendo a mero son, hasta su delicia absoluta, hasta su desaparición auditiva o representativa. Las etapas posteriores fueron de una ingenua mezquindad. El cosmos poético del cordobés sigue viviendo con una combinable virtud asertórica. No puedo repetir con Cézanne: he descubierto un camino, con respecto a cuyas posibilidades últimas, puedo considerarme un primitivo. Luego de utilizarlo como un primitivo referencial nos atrae con su visión asertórica y acaba inutilizando para la creación del sueño domado y entrampado, que parece sustituir tanto mentido paraíso desligado.

 ¿Dónde huir?, se pregunta Cernuda, pagador de toda su presión terrenal, después de haber contemplado el labio rosado por ceniza y plumas, las hojas selladas. ¿Dónde huir, si el orbe que le ciñe es tan breve, a pesar de su dureza angélica, dureza de su perfección desligada? Se ha contentado con poco, el olvido, la frente, las manos, la tierra lunar, estriadas neverías. Ya se había observado sobre Góngora que en el momento de la aprehensión poética del objeto rebelde se le interponía un reflejo, la presencia impenetrable de una nube. Sin embargo, en esta poesía de Cernuda, a fuerza de domesticidad cariciosa, le fije esa inefable, el objeto poético acaba por ser más que suavemente anegado, tocado en su centro inconfundible, en su inmóvil cielo hialino. No hay rudeza de proyección, sino húmeda y leve envoltura para recortar sus andaluzas soledades. Sometido a una atmósfera transparente las ondulaciones más voluptuosas, que son su verdadera negación poética, acaban por recortar la imagen, por así duramente el tiempo poemático. Esa atmósfera lunar podría girar para fijar en su interior ausencia, en su toque desgarrado, las espadas, las manos, los peces, que aparecen así advertidos, rayados. Exageración envolvente ahuyenta la creación implacable, el puro bostezo de Júpiter. Porque si un Góngora licuado, influyendo más que la forma poética, en la delicadeza de una sensibilidad aislada, recortada hebra hebra, caricia de sus separados cabellos; es Bécquer el que obliga a sumergir a aquellos últimos aislamientos en la contratación de las nieblas. Rayas tersas delicia óptica de Góngora, agitándose en la forma medusa aria de Bécquer, lo que nos parece como si el objeto poético congelado se enterrase en una niebla que le asegura o le sopla en los momentos eficaces visos y tornasoles de su gracia.

 Entramos ahora -perseguir las etapas de esta poesía de Cernuda en su obra la realidad y el deseo, sería revisar el proceso poético contemporáneo- en una mística corporal, en la que desfilan los remordimientos acuchillados debajo de un farol, la delectación angustiosa con sus gritos de torero y el destierro de las manos en la nieve. Se verifica la primera fuga en la persecución de la palabra hilada, quedando ahora desangrada, exhausta, rebelada. Vamos a saltar de la torre gongorina al agua nebulosa que le rodea y que acabará por negarla, pero dejando la seguridad de una penetración en el delirio o de una contentiva grafía espacial, mientras el agua despedazada arrostra los gritos de los prisioneros en pena. Whitman y Rimbaud dominan esta desintegración, que parece que va calcinada la adolescencia cuando está firmando su blancura. Contemplará ahora las más desligadas recurvas del poema en ciudades con rumores poéticos de reales poblaciones. Con Rimbaud va a tropezar con “incroyables Florides”. Este cuerpo acompañante, como si nuestra presencia corporal la contemplásemos frente a las miradas más lejanas, se va a arrastrar por miradas de nombre carnal, tan gustadas por Rambo. El estado de Nevada, Durango, Daytona, la Pampa, van a servir con delicia verbal de estancia para el cuerpo y sus sudores de niebla, amargas denuncia y pájaros hidrópicos.

 Aun en esta estación ardida, poblada de ahogados y de cuerpo sin palabras, fácil es señalar los recursos utilizados, entrelazados con las seducciones que evita o a los que se abandona tenazmente. La presencia de Góngora, que ahora sí empieza ya a convertirse en primitivo, le ha servido para simultanear, en la unidad de su poesía, figuraciones concretas, representaciones desligadas o desvaídas, donde las más duraderas referencias se convierten en alusiones tan voluptuosas como mantenidas. Imágenes como “el cazador si quiere da casa terciopelo”, o esta otra delicadísima, “la tilde se da vuelta luego espalda”, nos están dictando que la poesía puede destruir las abstracciones, convirtiéndolas en níveo soplo, Un gesto o curvatura llenarlo de la tiniebla suficiente para pertenecer a la llamada poética. Aun en aquellas imágenes aportadoras por el sueño, inconclusas y provocativas, una escueta referencia a cualquier voluptuosidad corporal, le presta su delicia al tacto, y a la conciencia vigilante: “los durmientes desfilan como nubes / por un cielo engañoso donde chocan las manos”. Así el torcedor de este desgano romántico, parece tanto engendrado por palabras que se deciden a sus últimas aventuras, dejándonos sus agujeros abstractos y sus oscilantes ausencias, como por una sensibilidad que al apurar sus más atrayentes posibilidades se siente exhausta por la brevedad de las delicias ofrecidas. No lo adivinemos, él mismo nos lo va a decir: “un hombre que avanza por la calle de niebla; no lo sospecha a nadie. Es un cuerpo vacío”. Vida deshabitada, cuerpo vacío, palabras sin encarnación, vertiginosos duendes, colección de cristales, inundaciones sigilosas arrastrando la cadena de la subconciencia, parecen ser los espejos donde se multiplica la sugerencia sobre el dominio. La multánime sugerencia, variabilidad romántica, sobre la insobornable estructura y la estructurada proyección poética, clásica riqueza espacial, imágenes delicadamente susceptibles de ascensión y de dibujo. En Cernuda más que del subconciente es necesario subrayar una voluptuosidad, que más que abandonar, cine al objeto poético sin desleír su húmeda pulpa, como un lloroso melocotonero.

 La divinidad asiria que simboliza la presencia creadora tenía que descender anualmente a los infiernos. A los dioses Olímpicos, por lo que pudiera pasar, se les prohibía el suicidio. Cambiante Orco de las subconciencia y suicidio de la ausencia absoluta. Ya no estamos en los placeres de la soledad, estamos ahora en los placeres prohibidos. De la negación atómica, de la laminación plateresca a una mística inversa, en la que se intenta más destruyendo, quedando la auto-destrucción poblando el paraíso de los paraísos. Mascarones babilónicos, toros con ojos húmedos de Infante, nieblas ecuestres en caballos enloquecidos. Y una mística que no busca sumergirse para reaparecer diluida o incorporada, sino que se hunde para salvarse en la gracia del encuentro. Misticismo que necesita la recepción sensible o de esperada adivinación, opuesto a los anegarse teresianos, buscando el cuerpo enemigo donde animar el espacio seco entre dos paréntesis. La percepción al dilatarse se rodea de las algas de sus impresiones. En esa zona hirviente cambiante en la que un árbol forma la idea de un árbol y un río la imagen poética de una teoría desenvuelta, el cuerpo adolescente nos entrega la rotundidad de lo existencial y de lo ilimitado, algo frente al cual la mirada tiene que penetrar romperse en mil flechas. Cernuda cree a los valores de ese misticismo corporal en que más que la comunicación expresiva, se necesita de un ardor cuya legitimidad viene entregada por sus valores de proyección sobre el cuerpo adolescente, convertido en forma formadora. En el misticismo teresiano se era poseído por la auto-destrucción, como la única resolución aventurera, en este de Cernuda se justifica la llamada sensual en la oportunidad de la presencia enemiga, en lazada por el tiempo cuidado que la favorece y por lo ardido de la proyección. “Si no te conozco, no he vivido; / Si muero sin conocerte, no muero, porque he vivido”. ¿Qué es esa angustia sensual la que engendra los paraísos poéticos, construidos con ausencias y exclusiones terrenales, o es por el contrario ese deslizado son poético el que engendra esa mística proyección chirriante, como la única aventura posible después que la palabra sea abandonado a su desfile vertiginoso en el tiempo? En la nada, recuerda Heidegger, preguntas y respuestas son un contrasentido. Esa nada verbal engendra la angustia intraspasable de una sensibilidad dividida, pinchada constantemente por la sugerencia que no se transforman en espacial posesión.

 ¿Dónde huir?, se pregunta de nuevo Cernuda. A un olvido rencoroso, donde se van a domesticar las futuras gracias; las antiguas Arenas y flechas se van a depositar ante la calma de los dioses. Los fantasmas gris y plata y las palabras engendradas por la cópula de una diosa y de un ave de roto perfil, van ahora a hincarse en las dóricas columnas, como marcada la flecha y abejas aprendices. Sin embargo, recordemos la gentileza con que Proust se acusó al valorar su obra y situar allí su esencial falla, reparo generalizable a casi todo el arte contemporáneo, el desfile vertiginoso de sus impresiones sensibles no nos entrega el mito de una verdad poética paralela, cuyo dichoso acoplamiento pudiéramos llamar momentáneamente metafísica sensible o tal vez carnal geometría.


 Grafos, La Habana, agosto, 1936; y, Repertorio Americano (ver imagen), San José, Costa Rica, núm. 2, 9 de enero de 1937. Recogido en Imagen y posibilidad, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1981, pp. 137- 47. 



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