Pedro Marqués de Armas
No me gusta esa idea de una Cuba fotogénica. Entre otras cosas, porque la suma de todas esas instantáneas fruto del turismo revolucionario no fue sino el telón de acero de una realidad que, pese a su cancelación, existía. Solo algo que pueda llamarse lo irrevelable o lentilla negra -y que estaría todavía por agruparse y ser debidamente catalogado- podría dar cuenta de ese archivo secuestrado por la propaganda y el control policial, o bien abortado por falta de medios elementales.
Cabrían aquí, cómo no, las fotos de fusilados
y “mercenarios”, las de Camarioca y los vuelos de la libertad, las del Mariel y
el maleconazo, como también, las pocas de la UMAP, y las por desgracia no muy
abundantes de escuelas al campo, rayanas en la mansedumbre, cuanto no en lo roído
del entusiasmo. Sumémosle, si se quiere, bodas, quinces y cumpleaños
socialistas.
Al margen de las anteriores, hay otro grupo exclusivo y es aquel que da cuenta de lo feo. Lo feo, mientras más involuntario, mejor; y lo feo totalitario se lleva siempre las palmas. Se trata en todos los casos de imágenes autorizadas o publicables, y por tanto plenas de garantía, con el añadido de su carácter inocuo -esto es, falsamente inocente- dentro de la arcadia revolucionaria. En otros términos: fotografías anti-épicas, especialmente anti-sensuales.
Antiestéticas en sí, chambonas -y dejamos acá solo una muestra mínima-, las elegidas pertenecen al fotógrafo hispano mexicano Pedro Meyer. Son estas la del trabajador que ha perdido los dientes pero que sonríe sin vacilación; la del negrito setentero en plataformas que ostenta su grabadora contra el tedio; y la de esas púberes que hacen su clase de Educación Física como parte del más estricto y ordinario programa escolar.
Por su parte, la miliciana de guardia con un
fusil casi más grande que ella y muerta de aburrimiento delante de unas
vidrieras que han perdido todo glamour, corresponde a la parte anterior: al beginning process. Su relación con la historia es todavía grave, aunque ya apenas mordiente, y no por gusto anuncia el fin de la sensualidad.
Si Burt Gliin, Agnès Varda, Göksin Sipahioglu,
y otros muchos, atrapan combatientes bien integradas al paisaje y en armonía con
sus armas de reglamento; a Cartier Bresson toca registrar, a su paso por la
isla en 1964, la debacle de esa postura.
Verdad que no se lo propone pero lo logra en algunas de sus imágenes, como la de ciertos milicianos rubios mirando a la cámara entre ateridos y temerosos; la de los funerales del Benny Moré -donde la sensualidad de pueblo se contorsiona en extraña cadeneta bajo un letrero no menos expresivo- y, por supuesto, ésta: la miliciana de guardia.
El declive hacia lo feo es aquí total, pues
conjuga el exterior y el interior burgués (vidriera y sillita), con lo impropio
de un entorno cada vez más agreste y desencantado: se diría el cadáver de la
revolución in status nascendi.
Caída perentoria, ruina en anticipo. Un corazón
de papel los corona. Y desde luego la noche, escasamente iluminada.
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