miércoles, 17 de enero de 2018

Rafael Portuondo Tamayo


   (1867-1908)

 Nació, en Santiago de Cuba, el 21 de marzo de 1867. Murió, asesinado por un loco, en Mayarí (Oriente), el 15 de julio de 1908.

 Su simpatía era avasalladora. Con los cabellos y el bigote blondos, los ojos azules y fúlgidos, la tez sonrosada y de estatura corta, pero armónicamente proporcionada, era como un dinamo de vida, de juventud y gallardía, siempre vibrante al impulso del patriotismo, de la amistad, del bien.
 Su absurdo y trágico fin, a menos de un demente, que le infirió mortal cuchillada; su muerte violenta en plena vida, después de haber atravesado, ileso, los múltiples peligros del mar, en expediciones de guerra, y de la manigua rebelde e incendiada, tuvo que ser más doloroso y lamentable para cuantos conocían y querían al que fue, en Santiago de Cuba, en el período preliminar de la revolución del 95, agente confidencial de Martí, y uno de los jefes del alzamiento del 24 de febrero, en Oriente. El 25 de abril se adentró con Martí en Arroyo Hondo, y lo presentó a los soldados de Cuba Libre con una elocuencia fascinadora.
 Eficaz y brillante fue también su actuación en las esferas del Gobierno Revolucionario, en los que ejerció, entre otros, el cargo de Secretario de Guerra, y por virtud de su ejecutoria moral y política, alcanzó el grado de general libertador.  
 En 1900, su región nativa lo eligió delegado a la Convención Constituyente, y ya instaurada la República, fue representante a la Cámara Baja, que presidió dignamente durante más de un período congresional. En ambos cuerpos deliberativos, lo mismo que en asambleas y mítines políticos, se mostró múltiples veces como orador de fuerza conceptuosa y emotiva, más poderosa por el magnetismo de su simpatía personal.
 Durante algún tiempo probó sus aptitudes jurídicas en el cargo de fiscal de la Audiencia de Oriente, y también en calidad de abogado defensor. Estudió la carrera de derecho en la Universidad de Barcelona.
 Fue un caballeroso paladín de la patria, deidad encantadora a la que ofreció siempre la flor purpúrea de su corazón. 


 José M. Carbonell, La Oratoria en Cuba. Evolución de la cultura cubana, 1928. pp. 108-109. 

No hay comentarios: