domingo, 8 de noviembre de 2015

La fiebre de la guerra



  
  Ricardo Burguete

 Me choca el aspecto de ellos: son en su mayoría  de aventajada estatura: los jinetes van materialmente horquillados sobre el lomo del caballo, al que manejan con brusca desenvoltura.  
 De la esbelta cintura pende el inseparable  machete, y sus pies, lleven o no zapatos, calzan enormes espuelas.
 En la acera de enfrente una hilera de caballos, atados los ronzales a estacas salientes de la puerta o a las rejas, esperan pacíficamente, con los corvejones metidos en barro, a sus dueños. Estos departían amistosamente en el  mostrador de la tienda entre trago y trago de ron. Me  admiró el continente marcial de sus aposturas y sus  ademanes de baratero. Bajo las alas de sus sombreros de paja destácanse atezados los semblantes,  que adornados con largos mostachos y profusas perillas tienen un tinte y un sello histórico militar: tienen aspecto de arcabuceros, y sus enjutos cuerpos y sus avellanados rostros, bajo los deformes chambergos de paja, me parecen figuras vivas arrancadas de los lienzos de Velázquez.
 Los hombres del campo contrastan sobremanera  con el grupo de señoritos, que blancos como palomas, bajo sus trajes primorosamente planchados, cruzan la calle rehuyendo con diminutos saltos manchar sus zapatitos de charol o de color de avellana, de una pequeñez exagerada aun para su enteca figurilla.
 La fiebre de la guerra invade a todos. No se habla de otra cosa en las mesas de las fondas y en los corros de las cervecerías.  En una de ellas tomo la mañana oyendo a los compañeros de armas del regimiento de Isabel la Católica narrar las fatigas y desventuras de sus últimas operaciones. Acabo, a fuerza de oírles, por grabar varios  nombres: la Azugureguana, la Gloria, el Jíbaro. Los  apellidos de los cabecillas llegan a serme familiares.
 Devóranse los periódicos de la Habana en busca de noticias. Aquí no se sabe nada, fuera de las que traen las guerrillas o columnas que entran Y éstas dicen bien poco.
 Las copas de vermut, de ron o de ginebra menudean sobre el mármol del velador y observo que exceden a las horas de la mañana. Entiendo al cabo que la mañana, en este bendito país, puede entrar en los confines de la noche, alargándose a gusto del consumidor.
 Terminadas mis compras después del almuerzo, he adquirido lo indispensable para salir de operaciones: caballo, hamaca, otro flus y unas alforjas.
 Me siento en un balance a la puerta de la fonda. En otros inmediatos dormitan unos compañeros. Es la hora de la siesta y el calor es irresistible. Del fondo del comedor, situado en la planta baja e inmediato a la puerta, sale un vaho de restos de comida y de guisote. Sobre los manteles, a medio recoger, las moscas, en apretados círculos, espesan la negrura de las manchas. Hay de ellas un apiñado enjambre;  forman negro anillo en el borde de los vasos,  sobrenadan en el fondo de las copas y pueblan todo el ámbito del comedor con zumbido que acaba por armonizar y elevar a sinfonía la maniobra de rayar que emprende un pinche. De los fogones de la cocina, situada en una pieza inmediata, salen ardientes vaharadas de tufo rancio y sofocante.


 Tiendo la vista a la plaza: no se ye alma viviente. Todo parece dormir bajo la modorra pesada de aquel ambiente que chorrea fuego y sobre el que no circula el más leve soplo de brisa. En aquella hora la población entera siente hervir el légamo de sus calles, que produce una vaporización pesada y acre. A esa hora el sol fecunda las miríadas de larvas que cobijan las negruzcas aguas y que surgen a la vida respirando sutil ponzoña de muerte.
 Por la calle que conduce al muelle, una ligera neblina indica el espacio libre que la marea baja deja al pudridero cenagoso de la orilla que fermenta al sol.
 Siento la enervación ardiente invadir todos los poros de mi cuerpo abiertos a la transpiración.
 Aborrezco a Manzanillo, cuyo letal y nauseabundo aliento acaba por parecerme más aterrador que el del árbol venenoso de quien toma nombre.
 Anhelo salir al campo y recorrer vastas extensiones saturadas de oxígeno y de brisa.
 Un movimiento de curiosidad mueve los largos toldos de las tiendas y por entre las junturas asoman las cabezas de los dependientes. De la calle inmediata sube un lento y acompasado rumor que despierta a mis compañeros dormidos.
 —¡La columna!
 Dos largas hileras de caballos asoman a la plaza. Los jinetes vienen alborozados, sacando con las espuelas restos de vigor de los extenuados caballejos que Tienen embadurnados hasta las cinchas.
 Negros, blancos y mulatos componen la guerrilla reclutada con hijos del país. A las preguntas que les dirigen, contestan con signos afirmativos.
 Pronto, a lo largo de los soportales, invadidos de súbito por curiosos, corre como un reguero la noticia.
 —Han tenido fuego y traen heridos.
 Prosigue el desfile y a la caballería va unida en reata la infantería. Los soldados van sucediéndose en la hilera a lo largo de las aceras. Creo asistir a un cortejo de moribundos. En todos los semblantes la demacración exagerada, un tinte verdoso que no es bastante a disimular el tono bronceado de la piel ennegrecida al sol: vienen salpicados de barro hasta los sombreros, y éstos, que han adquirido caprichosas y puntiagudas formas, cubren, a la par que la cabeza, puñados de verdes hojas en unos, y en otros, más previsores, enormes pañuelos o toallas cuyos extremos se arrollan al cuello.
 El desfile es silencioso y acompasado como el roce de los vasos o marmitas de hoja de lata, pendientes de las cananas de cartuchos. Vienen cabizbajos e indiferentes en su mayoría. En casi todos el pantalón arremangado tiene el color uniforme del barro que forma costras en las desnudas piernas, salpicadas en la generalidad de úlceras o de arañazos. Las guayaberas, empapadas en sudor, humean al cambiar de postura los fusiles o el macuto.
 Los oficiales vienen en un estado semejante, montados sobre escuálidos rocines.
 Pasó una compañía, luego otra, y al final de ella agitó a los espectadores un estremecimiento de curiosidad.
 —¿Cuántos son?
 Una hamaca pendiente de un palo, conducida por dos soldados y seguida  de tres camillas, llenaron el hueco de la acera, de la que se apartó el público con respeto, no exento de maligna sonrisa en algunos.
 En la lona de la hamaca, que en cada uno de los vaivenes amenazaba desfondarse por el peso del cuerpo, pegábase un plastrón de sangre que algunas gotas mantenían húmedo. De una de las tres camillas tapadas con mantas, pendía una mano rígida y amarillenta. Siguió desfilando la larga columna, y próximo a la retaguardia, delante de las acémilas, traían escoltados a tres paisanos. Al divisar a uno de ellos, salieron exclamaciones de varios corros.
 — ¡Ayl Vea: si es Fulano...
 —Si ese hombre no puede haber hecho naita.
 — Si es pasífico. Y además pendejo.
 — iQué demonio!


 "Manzanillo", La guerra. Cuba. Diario de un testigo. Barcelona, 1902, pp. 63-71. 


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