Eugenio Antonio
flores
Gómez
representaba unos cuarenta y seis o cuarenta y siete años, vestía de paisano,
con traje de casimir muy usado, polainas negras, y de uno de los ojales de su
chaleco colgaba un cordón, a cuyo extremo ataba un pito de plata de pequeñas
dimensiones. No usaba insignia alguna, y sólo en la chapa del cinturón de su
machete se veían grabadas las armas de la titulada República. Su tipo es militar,
de buena estatura, delgado, algo calvo, y entonces usaba bigote y perilla con
algunas canas. Su carácter es franco, y como buen español, aunque él sea un español
malo y reniegue de serlo, toma pronto confianza y discute con calor, sin
traspasar los límites que la buena educación señala.
Vicente García, que también vestía de paisano,
con traje de dril crudo, polainas negras, sombrero de jipijapa como todos los
que estaban en la guerra; representaba de cuarenta y cinco a cincuenta años,
muy alto, robusto, de cabellera poblada, de un color claro; usaba bigote; su
carácter era retraído, hablaba poco, por más que con nosotros estuvo sumamente
cortés.
Por la indumentaria del Presidente y de Gómez
se puede colegir la del resto de las fuerzas allí acampadas, y en cuanto a la
tropa, estaban tan destrozados los pantalones que muchos usaban, como único
traje, que pedían a gritos su reemplazo.
No faltaban en el campamento familias, y
aquellas mujeres y aquellos niños carecían de la más necesaria ropa para
cubrirse, siendo frecuente encontrar criaturas anémicas, cuyo pálido color se asemejaba
al de los muertos. Era un espectáculo triste, y sin embargo, las mujeres
jóvenes reían y cantaban, ya la caída de la tarde se bailaba algún danzón mientras
uno tocaba el acordeón, rascaba otro el güiro y tarareaba una preciosa guajira
alguna hermosa camagüeyana de ojos de fuego.
Máximo Gómez se indignaba ante estas manifestaciones
de alegría, y paseando al anochecer por el campamento en nuestra compañía, no
pudo menos de decirnos:
-«Me avergüenzo de que vea usted esto; estamos
acabando, si no hemos acabado ya, y esta gente baila como si celebrara un
fiesta.» De noche, en su tienda,
mostrábase muy animado a regresar a Santo Domingo, donde su familia debía estar
ya esperándole, y una noche nos dijo:
-«Hemos hecho la guerra como salvajes hasta
que llegó su General de usted. Las variaciones que él hizo en el procedimiento,
soltando prisioneros y dándoles dulces, no se ofenda, más que el éxito de las
armas, nos han conducido a este estado. Mañana se celebrará el plesbicito que
ha de resolver de la paz o de la guerra; pero si fueran tan insensatos que
votaran la guerra, no durará un mes, y los que queden serán macheteados por
nuestras mismas fuerzas, que en su inmensa mayoría se irán con Martínez Campos
donde él las lleve.
Por mi parte, he hecho cuantos esfuerzos han
estado en mi mano, se lo declaro a usted, por contener este movimiento de la
opinión, porque aquí, ni la Cámara ni nosotros valemos nada: el pueblo quiere
la paz, y la habrá.
Cuando me enteré que su General de usted
soltaba a los prisioneros, llegué, en cumplimiento de lo que entiendo mi deber,
a ordenar a unas fuerzas de mi confianza que esperaran unos cuantos que suponía próximos a
presentarse, para que les dieran muerte, dejando sus cadáveres en el campo y
haciendo pasar mi columna seguidamente por allí, para que todos creyeran que
ustedes los habían matado al irse a presentar; y entonces dije a los míos:
estos son los dulces que da Martínez Campos a los que se le presentan.»
En la oscuridad de la noche los ojos de aquel
hombre brillaban, y pudimos conciliar el sueño porque estábamos muy necesitados
de él, pero los horrores que quedan referidos eran bastantes para no dormir
bien.
En otra ocasión, hablando de la disciplina
militar, que Gómez entendía a su modo, nos refirió que en un campamento, habiéndose
tocado silencio, oyó que alguien hablaba. Era un oficial; le reprendió, y como
continuara charlando, por tercer aviso le descerrajó un tiro de revólver,
dejándole muerto.
Tales procedimientos estaban muy en relación con
la manera de ser de aquellas fuerzas, donde al grito de la libertad se ejercía
la más terrible de todas las tiranías, demostración de lo que sería en la paz
el gobierno de aquellos hombres si hubieren triunfado.
La guerra de Cuba, apuntes para la historia. 1895.
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