viernes, 4 de septiembre de 2015

La lluvia en las calles





 Rubén Martínez Villena

 Estos días se arrastran sobre la capital, lentos, monótonos, húmedos. El leve y continuo castigo de las nubes pesa sobre los edificios, sobre los transeúntes, sobre las almas. Nada más desolador que este espectáculo de penumbra, de llanto inacabable, de angustiosa inminencia.
 Allá, en el mar del sur, las corrientes aéreas se solicitan, se agrupan, se concentran. Los vientos tienen conciliábulos de conjura. Y luego el ciclón embrionario se desorganiza, se desintegra, lanza un heraldo satélite y lo recoge luego, mientras las veletas indecisas piden instrucciones a los observatorios para saber adónde apuntar y la columna mercurial de los barómetros se encoge atemorizada ante las miradas de inspección.
 Así, mientras el huracán se entretiene en jugar al escondite, amargando su temible ataque, las calles de la capital, bajo la lluvia persistente, se alfombran de lodo suave y simbólico.
 Ese espectáculo de la lluvia sobre una ciudad, es siempre desolado. La lluvia es gris, aunque el agua es transparente. Y el gris es el color del tedio, de la ceniza, del invierno –a pesar de la nieve y de la muerte, a pesar de la tiniebla…
 En los días lluviosos la ciudad parece apagar sus ruidos: todo es recogimiento triste. Acaso por mera simpatía de color, el azul del uniforme policíaco se encapota tanto como el cielo. Los tranvías eléctricos rellenan el hueco de sus ventanillas con recios cristales calisténicos. Las banderas cuelgan chorreantes, perdidas su gracia y su color, paralelas o enrolladas al asta; solo sigue flotando, delicadamente, con impermeabilidad mágica, el estandarte vaporoso de las chimeneas. Bajo el aguacero pertinaz, llegamos a reflexionar seriamente sobre la utilidad real del paraguas y hacemos la observación honrada de que los aleros sirven para que los transeúntes no vayan por las aceras cuando llueve.
 Pero en La Habana hay, sobre todo, algo interesantísimo: es ese fango nuestro. Como nuestras calles –sorprendente milagro– no son de tierra blanda, el fango no es espeso y profundo, como el de esos caminos donde se hunden hasta el buje las ruedas de las carretas atestadas. Nuestras calles son de sólidos adoquines, graciosamente levantados aquí y allá, como fijados con elegante negligencia; nuestras principales vías son de brillante asfalto, adornadas por hondos baches, caprichosa, pero profundamente distribuidos; de modo que hoy ostentan la belleza miniaturizada de Escocia y de Suiza, regiones civilizadas de Europa.
 Este aristocrático lodo, de crasa consistencia, y esos charcos de agua celeste depositada en los cuencos hospitalarios, tienen regocijadas travesuras. El lodo trepa desesperadamente a las ruedas de los vehículos y en un júbilo de liberación, abrazado a la fuerza centrífuga, se lanza cariñosamente sobre los peatones. En su temible alegría, el agua y el lodo se divierten: desalmidonan los driles rígidos y constelan los casimires severos de graciosos lunares coquetos.
 Gracias a esos divertidos episodios callejeros se puede sufrir el tedio de los días de lluvia. Cuerpos en inverosímiles escorzos fugitivos, se unifican con las fachadas, para resguardarse del paso de los carruajes; graves hombres reumáticos se detienen a estudiar los lagunatos y los riachuelos de las bocacalles; damas venerables alzan la planta y el vestido en un delicado gesto de minué…
 Y el lodo resbala hacia las alcantarillas y las obtura; y las corrientes se ensañan sobre las debilidades del pavimento; y en los charcos a donde no llega el azote de la lluvia, el insecto que generosamente propaga la infección deposita la millarada de sus huevos.
 Pero nuestras calles son de adoquines y de asfalto, como la de los países civilizados, y tenemos Ayuntamiento y Alcalde y Secretaría de Obras Públicas y Capital y turistas… y el atrevimiento de quejarnos.


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