Alberto Insua
(1ra parte)
Lo que yo querría es coordinar mis
impresiones, ponerlas en serie. Pero esta Habana es tan ruidosa,
tan lumínica, tan policroma, tan... cinematográfica, que apenas
logro captar una de sus imágenes se me escurre y desdibuja para
convertirse en otra, igualmente iluminada y rápida. Es como si La
Habana fuera un inmenso calidoscopio agitado por una mano
incansable, que lo hace girar, vibrar, brillar, en una sucesión vertiginosa
de figuras. Cuestión de óptica. Tiempo llegará -si me quedo aquí-
en que mis ojos se hayan acostumbrado a La Habana y la contemplen
sin asombro. Ahora todo, o casi todo, me resulta nuevo. Han
cambiado la ciudad y el espectador. Para mí, La Habana no puede
ser como cualquier punto del globo que no haya visitado nunca, al
que llego con espíritu de turista. Yo no llego aquí con espíritu
de turista, sino en una situación de ánimo delicada y confusa.
Esta es mi ciudad natal, donde fui niño y comencé a hacerme
hombre, ya que mis primeros razonamientos aquí los hice y mis
primeras inquietudes morales me asaltaron aquí. La casa donde
vine al mundo, el colegio donde aprendí a leer, los lugares de
mis juegos y placeres de niño, aquí están. Si quiero (aún no me he
atrevido), buscaré la casa, buscaré el colegio y reconstituiré mi pasado
infantil. No obstante, a todas mis emociones e impresiones de estos días se
mezcla un desasosiego casi angustioso, un dolor lírico y sutil que sólo tú comprenderás:
estoy en mi patria y no me parece estarlo. Ni mis modales, ni mi acento, ni el
color de mi tez, ni el corte y tejido de mis trajes son los de un habanero. Estoy
depaysé. ¿Paradoja? No. Impaciencia por recuperar mi criollismo, anulado
por tanta vida en Europa, sí; pero sin perder nada —de lo bueno— de Europa. Algunos
datos te darán idea de esta situación. Siento celos de cualquier quídam:
vendedor de periódicos, limpiabotas, paseante desocupado, que me produzca la
impresión de sentirse en su tierra. Me irrita que choque tanto mi prosodia. Me
he mandado hacer varios “fluses”, me he comprado un sombrerito de jipijapa.
Paseo por La Habana vorazmente, deseando devorar todo lo nuevo, digerirlo y
exhalar, por fin, un suspiro de satisfacción. Sentimentalismo. Mis imágenes de La
Habana van a ser demasiado mías. Pero, ¿no es lo que tú quieres?
Ahí te van, sin retoque:
La Habana creció verticalmente: rascacielos, casas
de varios pisos, casas de dos y de uno. La Habana creció horizontalmente:
ensanche del Vedado y los Repartos, donde comienza a surgir una Habana nueva,
que reproducirá, en grande y más apasionados, los hechizos de la Costa Azul. La
Habana ha sabido progresar sin perder su carácter, sin que nada de lo
viejo-bueno fuese sacrificado. Hubiese sido horrible, ¿verdad?, reunir las
calles del Obispo y O' Reilly en una anchurosa avenida que, naciendo en la
Plaza de Armas, concluyera en el Parque Central. Los cubanos no han cometido
este disparate. La calle del Obispo no ensanchó ni un centímetro. La de San
Rafael, tampoco. Lo que han hecho estas dos calles —que son el Picadilly y la “rué
de la Paix” habaneros— ha sido enriquecerle en tal forma, producir una sensación
tal de vida moderna confortable, que el más difícil viajero las encontrará a su
gusto. Son a un tiempo familiares y mundanas. La de San Rafael, que concluía de
ser elegante en Galiano, ya prolonga sus establecimientos lujosos hasta la
calzada de Belascoaín. La calle de
Neptuno es, casi, casi, una rival de San Rafael. Del Prado no ha desaparecido la
soberbia cárcel del período español, amplia y cuadrada. En el Prado está el
hotel Sevilla, con veinte o treinta pisos. No me he cuidado de contarlos; la
cárcel me gusta más. Las modistas y sombrereras hors de prix se
establecen en el Prado. En él están los cinematógrafos más lujosos y el Casino
Español. La gracia del Prado la forman, para mí, los soportales: no seguidos, uniformes
y urbanos, como los de la calle de Rivoli o, en la misma Habana, los de algunas
calzadas, sino desiguales, en fracciones anejas a los edificios, formando lo
que son en realidad, el atrium de las casas etruscas y romanas adaptado a
un clima casi tropical. Unos «portales» —como aquí les dicen— son públicos;
otros, pertenecen a un círculo, y los restantes son de propiedad privada. Esto
prueba que el cubano no ha dejado de ser individualista como su abuelo el
español. Si quieres seguir el Prado en línea recta has de marchar por el andén
central. Si no, irás alternando la acera con los soportales. Cada portal es un
escenario: a veces desierto, a veces con varios señores que hacen tertulia —Casino
Español, Círculo de Abogados—, a veces con la figura de una mujer joven que se
apoya en la balaustrada, mira hacia el exterior y no se sabe si espera al novio
o si se aburre dentro. He visto así, policromado el semblante, cortado sobre la
nuca el cabello obscuro o blondo, la mirada inmóvil y fulgente —cada pupila un
diamante—, a algunas habaneras. ¡Cómo cambiaron! Sin salir del Prado y su continuidad
admirable del Malecón, en otros portales las contemplaré sentadas: ya no se
mecen en sus silloncitos; no son las cubanas de su tiempo, con sus batas
blancas y sus vestidos rosas y celestes, y sus grandes risas y sus abanicos. Son,
y no te lo digo en tono de reproche, sino de elogio, las cubanas de ahora,
finas, deportistas, continentales, no del viejo, sino del nuevo continente,
pues cuanto haya de exótico en sus maneras proviene de los Estados Unidos y no
de la Europa lejana. La criolla norteamericanizada está mejor que la otra. A mi
parecer. Predominan en ellas la línea actual, el ritmo actual. En el Malecón,
sentada en sus portales, muestran sin descoco, naturalmente, modernamente, la
pantorrilla bien torneada, bien ajustada en la media joyante, y es uno de los
espectáculos de La Habana: deliciosa ciudad donde la casa comienza en la calle,
donde la vida íntima o reclusa de las ciudades frías es imposible. Yo paseo todas las tardes, en automóvil, por
el Prado y el Malecón.
Algo que te gustará en el Prado, al final: el
monumento a Zenea, de quien tú me decías, al hablarme de los líricos cubanos:
«el más profundo, el más profundo». En el Malecón, Maceo. No ha descuidado Cuba
el culto de sus héroes. La Habana, resumo, se engrandeció y hermoseó. Conserva
rincones intactos —la plaza de la Catedral, por ejemplo—, y zonas
españolísimas. La influencia norteamericana no es más visible que en muchas ciudades
de Europa. Los yanquis han importado sus aparatos de higiene y todos sus productos
standarizados, desde el Ford hasta la Gillette. Hay, en San Rafael y Obispo,
unos bazares donde cada objeto cuesta diez o veinte centavos. Son el “Todo a
0,65” de Madrid, en grande, en fuerte, a lo yanqui. Puedes comprarte allí
ligas, lápices, perfumes, herramientas, ¿qué sé yo? También te sirven sodas y
helados. Las dependientes son habaneras, listas, lindas, pero no pueden
permitirse, como las vendeuses de los grandes almacenes de París, el
menor coqueteo con los clientes: un sobrino del Tío Sam, ciclópeo, ceñudo,
monta la guardia en nombre de la seriedad. No importa. Siempre están llenos de
compradores de inutilidades los famosos «Ten Cents».
Fragmentos de “Nuestra Habana y la de ahora”
(título original), capítulo de la novela Humo,
dolor, placer. Tomado de La Esfera
(Madrid, 21/7/1928, n.º 759, página 23.
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