Heberto Padilla
¡He esperado hasta medianoche para hacer el
recuento de las horas que estuve participando en los actos de este dos de
Enero! Desde las seis de la tarde hasta las doce de la noche, fui parte de ese
pueblo que, desde el amanecer, se echó a las calles con renovado entusiasmo y
jadeante alegría. Observé, caminé, conversé con los cubanos más disímiles;
anduve horas enteras de un sitio a otro, siguiendo el desfile como espectador
más y puedo afirmar que el espectáculo de nuestros milicianos y nuestro
ejército rebelde, marchando unidos por las calles principales de La Habana ha
sido uno de los hechos más conmovedores de nuestra historia; no sólo por lo que
ello entraña de unidad, de conjunción feliz de fuerzas populares, sino por el
noble ejemplo que se desprendía de aquellos jóvenes que marchaban identificados
con el mismo destino cubanos, con igual conciencia revolucionaria.
Yo estuve seis horas cubriendo, como solemos
decir en el lenguaje de las redacciones, la información para este número
especial; pero desde temprano, por mi propia cuenta, salí a recorrer nuestras
calles, a convencerme con mis propios ojos de que dos años cumplidos de
revolución no han menguado en ninguna medida el tesón revolucionario de nuestro
pueblo ni la firme decisión de lucha.
Y eso será cada día más significativo, pues
que ofrece la medida de nuestra madurez. ¿Qué diferente la concentración
popular de este dos de Enero de aquellas en los días oscuros en que la
politiquería repugnante se desplazaba engañando y traicionando al pueblo! ¡Y qué
distintas, al mismo tiempo, las reacciones esperanzadas de estos rostros de
ahora comparados con la sorda preocupación de aquéllos que contemplaban la
burla y el escario con impotente angustia!
Inevitablemente, mientras caminaba entre los
hombres, muchas veces pensé en aquellos años, cuando nuestra generación se
desgarraba en la búsqueda de una suerte, de zona secreta milagrosa que fuera
capaz de construirnos un estado de fe. ¿Eran los años en que nos parecía un
sueño la posibilidad de vernos libres y lucía patético e ingenuo aquel
desesperado sentimiento de nación que nos alentaba desde el fondo de nuestra
historia!
Esa voluntad, esa fuerza ostensible están
expresadas en este dos de Enero. Nuestra Revolución entra en su tercer año.
Contra el vaticinio de los imperialistas y los traidores, la Revolución se ha
afincado definitivamente. Las viejas aseveraciones que daban de nuestras gentes
una estampa frívola, capaz de ceder al influjo del mejor postor, se han
derrumbado ante la realidad de una conciencia revolucionaria cada día más
alerta y más lúcida, y de una pasión y un amor impares. Y qué hermoso fue poder
comprobar, entre cubanos, este sentimiento de adhesión. A las seis de la tarde,
cuando penetré entre los cientos de espectadores; a las siete, cuando recorría
los alrededores de la plaza cívica; a las ocho y media, cuando ya había
comenzado a hablar Fidel; a las diez, cuando más vehemente se hacía su palabra;
a cualquier hora que se pasara, podían percibirse idéntico fervor, idéntica
alegría. Era, verdaderamente, una fiesta del pueblo, en familia grande, donde
todos parecían conocerse, donde todos hablaban, se confiaban comentarios
francos, directos; donde cada uno se daba ánimos para la lucha. Ninguna
conversación ha sido para mí tan valiosa como la que sostuve con los hombres y
mujeres y niños que contemplaban el desfile de hoy. Nunca he escuchado
convicciones más firmes, comentarios más atinados ni más justos. En ninguno de
ellos encontré vacilaciones o dudas; de labios de ninguno salieron palabras de
temor ante las amenazas de los imperialistas. Una tranquila resolución los
identificaba a todos; una confianza en su fuerza, una absoluta fe en la
Revolución y en sus líderes.
Mientras Fidel hablaba, yo observaba los
rostros de los allí presentes. Eran rostros atentos que acogían, medían y
consideraban cada una de sus palabras. Ni un sólo murmullo se agitaba entre los
miles de personas que le escuchaban en la Plaza Cívica. Después, cuando Pablo
Neruda y Nicolás Guillén leyeron sus poemas, aquellos rostros cambiaron, se
iluminaron súbitamente; reflejaban la emoción de los versos hasta los más
recónditos matices.
A la diez y media, cuando Fidel terminó su
discurso de tres horas, el pueblo se movió apenas del lugar en que estaba. Sólo
cuando no quedó nadie en la tribuna, y ya no podían contemplar a sus líderes,
empezaron a dispersarse sencillamente. Yo les vi alejarse en grupos; a veces de
a ocho, de cinco, de tres o cuatro personas. Les vi y oí comentar las palabras
de Fidel. Lo hacían con precisión y profundidad. Hablaban del peligro de la
invasión yanqui como quien conversa de la próxima lucha, sin ningún alarde,
pero con determinación y valentía.
Estuve cerca de la tribuna hasta que sólo
quedaron unos cuantos policías y milicianos y comenzó el tránsito normal. Por
la plaza desierta, antes febril y activa, comenzaba nuevamente la vida de
trabajo de un pueblo que reunido en un acto de confirmación revolucionaria,
lanzaba al mundo su advertencia conmovedora y definitiva: ¡Patria o Muerte!
Lunes de Revolución, no. 89, 4 de enero de 1961, pp. 31-33.
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