Nicolás Guillén
La crónica de José Luis Salado sobre la reciente exposición
de pintura cubana en Moscú, publicada ayer en esta misma página, debe de haber
caído como una ducha helada sobre quienes, al amparo de un despacho
cablegráfico harto escueto, pretendieron atacar a la Unión Soviética, tan
ocupada en su enorme faena del frente oriental.
De la lectura de aquel cable extrajo la maledicencia dos
conclusiones: una, que la pintura cubana no había causado buena impresión en la
URSS, por falta o cosa así de contenido social. Otra, que entre los pintores
expuestos, el único, el preferido, el que realmente produjera sensación había
sido el señor Valderrama.
Cierta zona del cotarro artístico alarmóse, un poco
histéricamente. ¡Pues qué! ¿Acaso piensan esos bolcheviques intransigentes que La
Habana es Moscú? Además, el arte es el arte; la pintura es la pintura, y no
vamos a estar con el puño en alto a todas horas, para servir consignas
extranjeras. Era el legítimo ataque de nervios... Una inconformidad largamente
reprimida por la fuerza triunfante de la realidad política en la guerra, en que
tan decisivo papel ha desempeñado el gran país socialista, encontraba ¡al fin!
una fisura por donde filtrarse, como un venenoso gas.
Porque en los
comentarios que el cable suscitó notábase cierta amargura de mala ley, una
especie de sorda alegría por haber aparecido un elemento polémico que oponer,
así fuera en el campo del arte, a la sólida ofensiva de Zhukov. ¡Qué
diablos! Todas las armas son buenas
cuando el enemigo es poderoso. Gente agachada, se irguió de un salto; bocas
hasta entonces herméticas soplaron en la cerbatana sutiles flechas cargadas de
hiel.
Y, de súbito, la
crónica de José Luis Salado. Es, en realidad, una nota periodística de la exposición,
pero por ello mismo ilustrativa en forma muy directa de que en Moscú, como en
muchos otros sitios en este agitado mundo, hay una absoluta libertad de crítica
ante el hecho artístico. ¿Se habla para nada en ella de ausencia o presencia de
«contenido social» en la pintura cubana? ¿Se dice, por ventura, que un pintor
determinado, uno exclusivamente, recibiera los honores del elogio, y los demás
quedaran relegados al olvido?
No... Valderrama (que
fue en cierto modo la piedra del escándalo) es citado por «los suaves tonos de
sus pasteles», junto a quienes tanto distan de él, como Carlos Enríquez, o como
Amelia Peláez, cuyos bodegones naturalistas están «bañados en jugos ácidos».
Del propio modo, Ponce recibe encendidos ditirambos de Guerasimov; los
Kukrinsky se extasían ante Ravenet, a quien llaman «maestro de la pintura»; Wifredo
Lam, en fin, es asimilado sólidamente por un hombre como Ilya Ehremburg, quien
llega a hacer afirmaciones que derriban por su base cuanto acerca de una pretendida
y estrecha pintura «social» sirvió de trampolín a los maliciosos para lanzarse
a sus especulaciones de estos días. Recuérdense las palabras de Ehremburg frente
a Lam, cuya manera profunda nada tiene de popular: «Es lo que más me gusta de
la colección, dice. Tal vez haya quien no lo entienda a primera vista, pero ahí
está su mérito, en que no es vulgar. A mí no me gustan los cuadros que se
comprendan a la primera ojeada. Un cuadro, un buen cuadro por supuesto, debe
ser desmenuzado y digerido lentamente. Tal es el caso de Bodegón, de Wifredo
Lam ...»
El gran escritor
soviético habla aquí como pudiera hacerlo un crítico burgués de fino espíritu,
de libre juicio, reaccionando ante un buen trozo de magnífica pintura. Nada del
estrecho criterio que siempre son a suponer los que desconocen la URSS. Al
revés: pudiera haber extremista rezagado a quien estas palabras de Ehremburg
parezcan excesiva concesión a un arte que como el de Lam —a nuestro juicio uno
de los grandes pintores modernos en Cuba y fuera de Cuba— atiende fieramente a
la expresión honesta de su complicada intimidad, sin postizos elementos de
oportunismo revolucionario.
A principios del año
pasado fueron los pintores cubanos a Nueva York —al Museo de Arte Moderno—
llevados esa vez por María Luisa Gómez Mena (quien tuvo que quedarse en La
Habana, pero costeó el viaje) y José Gómez Sicre. La Gaceta del Caribe —entonces ¡ay! en plena fuerza juvenil— recogió en
una larga nota la resonancia crítica de aquel importantísimo acontecimiento.
«¿Cómo han recibido allí a nuestros artistas?» —se preguntaba la Gaceta. «Hasta el momento —decía— sólo
tenemos a mano cuatro juicios, de los cuales dos (el de Alfred J. Barr Jr., en
el Bulletin del museo, y el de Edward
Alden Jewell, en el Times) merecen
realmente el nombre de tales. Los otros dos (H. Félix Kraus, en la revista Pan American, y Royal Cortissoz, en el Herald Tribune), están plagados de
errores de bulto. Pero éste no es el momento de pararse en los detalles de
apreciaciones particulares. Lo realmente importante en esta exposición es que,
con algunas omisiones (la de Wifredo Lam la más lamentable) allí están más o
menos ampliamente representados nuestros principales pintores de hoy, la
mayoría de los cuales son jóvenes que apenas han entrado en el pleno proceso de
la madurez artística...»
Como se recordará,
esos artistas eran Carlos Enríquez, Acevedo, Cundo Bermúdez, Carreño, Felipe
Orlando, Mariano, Martínez Pedro, Amelia Peláez, Moreno, Ponce, Portocarrero,
Víctor Manuel y Diago. Grupo este que ampliado con nombres que en Nueva York
faltaban (como el de Lam y muchos más) figuran también en la exposición soviética.
Es interesante señalar
el hecho de que aunque los editores de aquella revista estaban en desacuerdo
con más de un juicio yanqui sobre nuestra pintura, no se les ocurrió por cierto
atacar al régimen capitalista imperante en los Estados Unidos, ni hacer
responsable de ello a Mr. Roosevelt. Lástima que así no se haya procedido también
en este caso. De haber tardado unas hora no más nuestro amigo Pepe Gómez Sicre
en escribir su artículo de ayer en El
Mundo, en el que tan sabrosamente se despacha, habría encontrado elementos
menos ácidos para construir una opinión a la altura de su responsabilidad.
Pero no importa. Lo
evidente es el triunfo de la pintura cubana en la URSS. Debemos estar, pues, de
plácemes, como independientemente de toda bastarda circunstancia lo estuvimos
cuando la exposición de Nueva York, o —hace unos días casi— con motivo del buen
éxito en Haití. Esto es lo que tiene realmente profundidad a nuestro parecer, porque
proyecta hacia los climas estéticos más distintos una poderosa muestra de nuestra
elevada temperatura nacional en lo plástico. La crítica diversa, si es honesta,
¿por qué puede molestar? La variedad con que el juicio ruso se ha manifestado
acerca de nosotros; la inteligencia y finura que el mismo entraña al valorarnos,
son testimonio harto evidente de que el revuelo de estos días, tan condicionado
por circunstancias ajenas al arte, no ha pasado de ser, bajo este simpático cielo
caribe, un ridículo ciclón en las domésticas aguas... de una palangana.
Nicolás Guillén. «El
ciclón en la palangana». Hoy, La Habana, 17 de marzo de 1945, p. 2.
Imagen: Pedro Osés
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