El 16 a las seis de la tarde me embarqué en el vapor "Eider", de la línea inglesa, que venía de Europa y seguía para la Habana, en cuyo puerto soltó sus anclas el 22 a las siete de la mañana. El puerto y la ciudad no eran nuevos para mí, pues en otras ocasiones los había visitado. En este viaje tuve la fortuna de encontrar a un compatriota y amigo, hecho habanero, que me hizo dejar el hotel, donde siempre se vive mal y caro, y me llevó a su casa.
La ciudad de la Habana, la más rica de la América latina, tiene una población que pasa de 150 000 habitantes, y que crecería más y más si la fiebre amarilla no se hubiera encargado de conservarla en una cifra moderada; está situada entre vegas siempre verdes y despliega su caserío alrededor de un gran puerto que puede contener mil buques. La entrada de ese puerto está defendida por dos castillos fuertes, y la ciudad está enteramente rodeada de murallas. Su forma, casi circular de un lado del puerto, se prolonga al otro lado en barrios modernos y lindos paseos. La parte antigua (de 2 a 3 siglos de edad) está compuesta de calles estrechas y mal empedradas y de casas bajas y feas, aunque siempre llenas de aire y de luz como lo requiere aquel ardiente clima; y por el contrario, en la parte moderna, las calles son espaciosas, las casas elegantes, las plazas magníficas y los paseos deliciosos. El más espléndido de estos es el de Tacón, con sus verjas de hierro, sus pabellones y sus estatuas, y la mejor de las plazas, la de Armas, que es también un lugar de recreo. Los edificios más notables son la catedral, el palacio del Capitán general, la aduana y el teatro de Tacón. La Habana posee también un magnífico arsenal.
Las costumbres son muy semejantes a las de nuestras poblaciones de tierra caliente, a pesar de las modificaciones que los goces de la opulencia y el trato con los europeos han introducido en ellas. La primera vez que estuve allí me llamó la atención oír a los criados y criadas de las casas, mulatos y esclavos por lo común, llamar a los individuos de la familia del amo el niño Fulano y la niña Sutana, cambiando al mismo tiempo los nombres de pila. Como ese tratamiento de "el niño y la niña," es el que en nuestro país se dan mutuamente las gentes del pueblo como una muestra de confianza y cariño, y confianza expresa también la trasformación de ciertos nombres, sobre todo cuando los llevan las señoras; esta costumbre, que al principio me chocó, me hizo reflexionar luego en el valor de una palabra que disfraza así el oprobio de la esclavitud y la desigualdad de las condiciones, bajo una apariencia de cariñosa intimidad. ¡Felices invenciones que solo el cristianismo ha conseguido introducir en los hábitos y en el lenguaje, como una proclamación de fraternidad y una protesta contra la esclavitud!
En la Habana la vida es cara: se puede gozar de toda clase de comodidades pagándolas a precio de oro; pero en cambio el trabajo de las personas libres está bien remunerado, y la facilidad de adquirir fortuna ha multiplicado en poco tiempo los millonarios. Como el clima es ardiente, los trajes son ligeros; la gasa blanca oculta apenas las formas esbeltas de las mujeres; el lino sirve de abrigo a los elegantes, y los ligeros suazas y jipijapas, que llaman panamás, lucen en las cabezas de petimetres y negociantes.
Aunque tardé algún tiempo en arreglar los negocios que me llevaban a la capital de Cuba, no permanecí constantemente en ella; el 28 de octubre salí con un compatriota y un amigo cubano, a conocer algunos ingenios y las célebres cuevas de Bella-mar. Este viaje se hace en ferrocarril pasando por Regla, Guanabacoa y otras poblaciones, hasta llegar a Matanzas, que es la segunda ciudad de la isla. Las 22 leguas que separan a Matanzas de la Habana, se recorren así en poco rato.
Las Cuevas son templos construidos por la naturaleza en el corazón de dos rocas que parecen separadas por un terremoto, para dar paso a las aguas de un manso y precioso río. Están formadas de inmensas naves con sus columnas, capiteles, cornisas y bóvedas, de las formas más variadas y caprichosas, que se prolongan hasta perderse en las sombras; y el verdor y la luz de afuera hacen resaltar más el tinte sombrío que da la oscuridad a las estalactitas y estalagmitas que figuran columnas y bóvedas. Hay una cueva que llaman del Eco, donde se oye repetir claramente lo que uno dice.
Matanzas es una ciudad hermosa y rica, pero no tuve tiempo de ver en ella nada que merezca descripción especial.
Al día siguiente a las siete de la noche regresamos por otra vía, muy satisfechos de lo que habíamos conocido, pero más todavía de la acogida que nos habían dado los dueños de los ingenios, entre los que recuerdo particularmente a don Martín Fernández, en cuya casa pasamos una noche y parte de un día. No necesito decir que, en medio de la admiración que me causaba la perfección de las máquinas y procedimientos empleados para reducir el azúcar a panes blancos como copos de algodón; en medio del placer que sentía al contemplar esa robusta vegetación de los trópicos que, ayudada por inteligentes cuidados, parece haber agotado en una sola cosecha la fecundidad de la tierra que cubre; en medio del interés con que observaba el orden que reina en esas vastas colonias de labradores; sentía el corazón oprimido y no sé qué impresión indefinible de indignación y horror, al ver en las manos del impasible sobrestante el látigo con que estimula al trabajo a esos pobres negros, a quienes se debe tal vez la riqueza de la isla, y a quienes se considera y trata como bestias de carga.
El 6 de Noviembre un negocio importante me obligó a regresar a San Thomas, para donde me embarqué en el vapor "Solent," en compañía de un joven habanero, socio de una casa de comercio. En el mismo vapor venía el Ilustrísimo señor Obispo de Cartagena, doctor Bernardino Medina, que regresaba de su primer destierro a esperar en medio de su grey la tempestad que había de lanzarlo por segunda vez al mar.
El 11 del mismo mes de Noviembre volví a instalarme en el hotel del "Turco', donde permanecí el 12, día feriado, en que todos los almacenes estaban cerrados. El 13 practiqué las diligencias que me habían llevado a San Thomas, y me quedé contando con ansiedad las horas que tardaría el buque redentor que había de reconducirme a la Habana.
El hermoso puerto de San Thomas, lleno siempre de buques de toda las formas y tamaños y nacionalidades conocidos; la pequeña ciudad que, vista desde el puerto, se parece a uno de nuestros pesebres de Navidad; la chusma multilingüe de comerciantes, bateleros, mozos de cordel y vivanderas, que se rebulle en las estrechas calles, en el muelle, en el puerto y en todas partes; forman un conjunto original y pintoresco que pica vivamente la curiosidad en los primeros momentos; pero pasados esos momentos el interés cesa, el espectáculo se hace cada vez mas monótono, y esa colmena humana, esa Torre de Babel, levantada en medio del mar, no tiene nada que ofrecer a la atención del viajero para matar el fastidio.
Por fin el 16, la nave esperada con tanta impaciencia entró majestuosamente en el puerto; era el vapor de la Mala Real inglesa, entre cuyos pasajeros venían algunos colombianos, cuya conversación, dulce como el recuerdo del hogar distante, me distrajo durante una parte de la noche.
A las seis de la tarde del día siguiente (17 de Noviembre), esos compatriotas y el señor Obispo de Cartagena, partieron para Colombia, y a las once de la misma noche el vapor "Eider" de la línea inglesa tomó rumbo hacia la Habana, llevándonos a su bordo a mi compañero y a mí. En esta travesía el buque llevaba en su seno cuanto podía hacer grato un viaje por mar: una soberbia banda de música, que todas las tardes poblaba de armonías la inmensidad; una sociedad escogida, compuesta en gran parte de lindas y alegres jóvenes isleñas, y un magnífico servicio; y para que nada faltara a nuestro bienestar, una brisa fresca y ligera jugaba apenas con las olas, reflejando a intervalos las nubecitas blancas que flotaban en el éter.
El 18, a las seis de la mañana, saludamos a Puerto Rico, donde se quedaron algunos pasajeros, y el 22 a las tres de la tarde, pusimos el pie en el muelle de la Habana. Después de un viaje tan feliz, al desembarcar estuvimos a punto de ver correr sangre sobre el puente de nuestro buque: un español que venía de tierra, y un inglés empleado del vapor, trabaron una riña; el inglés, más fuerte que su adversario, lo lanzó al agua después de haberlo herido, y el pobre vencido se hubiera ahogado sin remedio, si un bote no lo hubiera socorrido prontamente. Pero la cosa no paró en eso: los españoles, lastimados en su amor propio nacional, se empeñaron en vengar a su compatriota y amigo, y si el inglés no se hubiera contentado con su primer victoria, y ocultándose bien dentro del buque, sin duda hubiéramos tenido combate a bordo.
Mi permanencia en la Habana fue poco menos que una mansión de delicias; jamás me faltaba un espectáculo donde pasar las horas de descanso, y en todas partes encontraba motivos de contento. La buena sociedad me abrió las puertas de sus salones, donde fui recibido con una cordialidad verdaderamente española; y si alguna noche no era bastante la tertulia para mi apetito de diversión, encontraba con qué satisfacer mi deseo en el teatro de Tacón, el más grande y magnífico de América, según la opinión general, y en el que por entonces daba magníficas zarzuelas una compañía española. Si no quería ir al teatro, en el circo de Chiarini y en el de Albisu podía ver funciones de gimnástica y equitación, bastante buenas para divertir aun a los más graves pensadores; si me hacía falta el ruido y el movimiento, el baile de máscaras de Escauriza me esperaba con sus locas alegrías; y si la brisa tibia y el cielo tachonado de una noche de verano me hacían desear el aire libre, me iba a la plaza de armas y me sentaba en un banco, en medio de los árboles, a respirar el ambiente embalsamado, a escuchar la retreta que tocaban las bandas al pie de los balcones del Gobernador, y a ver desfilar las elegantes volantas cargadas de muchachas frescas y alegres que, con sus vestidos blancos y vaporosos, semejaban ejércitos de hadas.
Solo una vez llegó a turbarse la serenidad de aquellos días, como para mostrarme que allí es también la vida humana lo que es en todas partes: una trabajosa peregrinación. El 21 de Octubre amaneció el día oscuro y lluvioso, y duró así hasta la noche; el 22 el cielo se mostró igualmente nebuloso, y ráfagas de viento más o menos violentas, preludiaron desde temprano el huracán que estalló por fin al anochecer. Hasta entonces había visto el mar agitado, había sufrido marejadas; pero jamás había sido testigo de ese desorden espantoso de los elementos que se llama la tempestad.
Cuando eran las siete de la noche reinaba una oscuridad profunda, alumbrada a intervalos por la luz rojiza de los relámpagos; una lluvia copiosa, con que jugaba el huracán, azotaba los edificios, mientras que las ramas de los árboles y las tejas de los techos volaban por el aire estrellándose contra los objetos que encontraban a su paso. Aturdían el fragor de los truenos y el ruido del viento entre las olas, en las calles y en las quiebras de los cerros, al través de los cuales se percibían, de vez en cuando, los cañonazos con que los náufragos imploraban la compasión impotente de los que en tierra apenas podían guarecerse contra la rabia del huracán. El terror de las gentes, el espanto con que aguardaban el rayo que había de venir a calcinarlas, o la ráfaga que había de arrastrar los escombros de sus casas; todo se reunía para dar a aquella escena lúgubre un carácter de horror capaz de helar la sangre en las venas del hombre más valeroso.
Por fortuna el terrible cordonazo duró poco; pero cuando la luz del día vino a alumbrar el campo de esa batalla entre los hombres y los elementos, el cuadro que se ofreció a la vista de la población consternada, era verdaderamente lastimoso. El mar, todavía agitado, retozaba con los restos inertes de algunos barcos destruidos, como retoza un tigre harto con los restos de sus víctimas; en la orilla yacían dispersos pedazos de leños y cadáveres humanos; las plantaciones menos abrigadas formaban vastos regueros de plantas arrancadas, marchitas y destrozadas; los árboles y las verjas de las alamedas habían ido e dar lejos de su sitio, y las calles estaban llenas con los despojos de las casas maltratadas por el huracán. En fin, apenas había un sitio en que el viento desencadenado no hubiera dejado huellas de su paso.
El 17 de Diciembre, después de casi dos meses de permanencia en la Habana, me embarqué en el vapor "Pájaro del Océano," que seguía para San Thomas por la costa del Norte. A las cinco y media soltó sus anclas el ágil Pájaro, y el 19, a las dos de la tarde, llegamos a Nuevitas, ciudad pequeña, pero muy importante, por ser el puerto de la rica provincia de Puerto Príncipe, cuya capital, comunicada con ese puerto por un ferrocarril, dista diez y ocho leguas. Nuevitas no era nueva para mí, como tampoco Jibara, a donde llegamos el 20 a las tres de la tarde, y en cuyo puerto permanecimos basta las siete de la noche.
El 22 a las seis de la mañana anclamos al frente de Santiago de Cuba, antes capital de toda la isla y hoy apenas ciudad de tercer orden, pero importante por su población, por ser la residencia del Arzobispo, por su riqueza y su comercio. Aunque menos opulenta que Matanzas, esta ciudad tiene mayor población y está mejor construida; pero su posición desabrigada en una loma, la expone a calores intolerables y a la visita frecuente del terrible vómito negro. Santiago me pareció una ciudad de clima demasiado ardiente y de apariencia poco seductora.
A las seis de la tarde del mismo día 22 partimos de allí, y a las doce del 24 divisamos, sobre las costas de la isla de Santo Domingo, la pequeña y triste población de Puerto Plata, a la que no pudimos acercarnos, porque el mar estaba tan agitado, que la lancha del práctico zozobró, salvándose la tripulación a nado.
A las siete de la mañana del 27 pisamos tierra en la isla de Puerto Rico, deteniéndonos en Mayagüez seis horas. Mayagüez es una ciudad pequeña, pero bien construida y de bella apariencia; tiene una hermosa catedral y una gran fábrica donde se refina el azúcar de casi toda la isla, y su posición le promete un brillante porvenir. Después de almorzar con algunos compañeros en un hotel llamado "Labézari," volvimos al vapor a la una de la tarde, y a las cuatro nos detuvimos en Aguadilla, pequeña ciudad también, donde me llamaron la atención una hermosa fuente y la belleza de las mujeres que vi.
Solo me detuve a tomar café y volví a bordo. A las nueve de la noche partimos, y cuando el sol del 28 doró con su primer rayo la superficie del mar, estábamos a la vista de San Juan de Puerto Rico que es, sin disputa, una de las más hermosas ciudades de las Antillas. Las calles de San Juan son regularmente anchas, bien pavimentadas, y las casas, por lo común, de dos pisos; y el caserío se extiende y mejora con tal rapidez que, a pesar de haber visitado la población hacia muy poco tiempo, encontró muchos buenos edificios enteramente nuevos para mí. Tiene varias hermosas iglesias, bellas casas, varios hospitales, cuarteles bien construidos, una casa de locos, bellos teatros y una población de más do 30 000 habitantes. Es residencia de un Obispo y del Gobernador de la isla.
Puerto Rico, lo mismo que todas las Antillas, reúne a un cielo siempre azul y sereno una fertilidad prodigiosa. En medio de los campos verdes caña de azúcar, y los magníficos cafetales, abundan los árboles cargados de deliciosas frutas. Las costumbres se parecen bastante a las de Cuba, pero en Puerto Rico hay más gravedad castellana.
A las seis de la tarde el vapor zarpó del ancho puerto de la tranquila y feliz capital de Puerto Rico, y doce horas después nos hallábamos en el consabido hotel del Turco en San Thomas, esperando el vapor americano que debía pasar para el Brasil. Si en el viaje anterior de San Thomas a la Habana, la suave brisa nos había acariciado constantemente y el ciclo se nos había mostrado siempre diáfano; ahora tuvimos, por el contrario, un cielo siempre encapotado y lluvioso y una mar gruesa que sacudía terriblemente el leño, haciéndonos sufrir inconcebibles angustias.
Nueve días tuvimos que esperar en San Thomas, durante los cuales nos sirvieron un poco para distraer el fastidio las mascaradas del año nuevo y los Reyes, que no dejaban de ser caprichosas y variadas en aquella heterogénea población.
Filomeno Borrero: Recuerdos de viajes en América, Europa, Asia y África en los años de 1865 a 1867, Bogotá, Imprenta Ortiz Malo, 1869, pp.
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