lunes, 29 de abril de 2024

Arte de traducir: latitudes de Gabriel de Zéndegui



  Pedro Marqués de Armas


 Al presentar sus poemas en Flor oculta de poesía cubana, Cintio Vitier emitió un juicio conciso sobre la gran obra de traducción que dejará Gabriel de Zéndegui, Sones de la lira inglesa, publicada en Londres en 1920 dos años antes de su muerte en esa ciudad: “Joya principal de los traductores cubanos del siglo XIX, precioso libro de poesía y pensamiento poético, cuya introducción brevísima es la página de un maestro”. El solo título anuncia la elegancia de la obra y algo de su concepto.

 Aunque reseñada en Cuba tras su aparición, mereciendo elogios de quienes fueran amigos de juventud, en verdad pasó inadvertida para la crítica de la época, hundiéndose en un olvido prolongado. Sus contemporáneos se detuvieron más en su libro Versos (Londres, 1913), donde incluía ya buen número de traducciones. Cierto que algunas se reprodujeron mientras emergía la vanguardia cubana, pero sin mayor consecuencia. Mejor lugar ocuparon -a comienzos de esa década- en Prisma, revista que dirigía desde París el poeta mexicano Rafael Lozano, en la que aparecieron sus versiones de Shelley.

 La figura de Zéndegui es de esas que despierta curiosidad por algún dato bibliográfico, como el haber publicado bajo seudónimo El bombero (1879), novela que sigue desconocida; haber sido íntimo amigo de José Martí saltándonos en alguna que otra carta, como aquella en que le declara no haber gustado de Ismaelillo, con lo que se gana una contenida respuesta moral; o pasar casi toda su existencia fuera de la isla: Madrid, Buenos Aires, Nueva York, y sobre todo la brumosa Londres, donde fue secretario de la Legación de Cuba desde 1902.

 Salvo por la breve presentación de Vitier, todo cuanto quedaba a mano era lo referido en el Diccionario de la Literatura Cubana. Hoy, por suerte, contamos con un generoso estudio del poeta y traductor Francisco Díaz Solar, quien capta tanto las claves de su proyecto de traducción, como los rasgos de su “pensamiento poético”.

 Zéndegui aprendió el inglés de niño en su casona del Cerro, donde fue criado entre amas negras e institutrices británicas. Su familia perdió parte de su enorme fortuna con la guerra de 1868. Desde muy temprano, leyó a los principales autores ingleses y norteamericanos, al tiempo que descubría la lírica española. Su labor como traductor de poesía fue tan extensa como aplicada, y aunque muchos de sus trabajos, como puede apreciarse en La Habana Elegante y El Fígaro, datan de 1880, no fue hasta sus últimos años, ya casi ciego, que agrupó esas traducciones y decidió publicarlas.

 Cierto que incorporó a algunos poetas de la guerra, que apresuró la tarea, incluyendo poetas y poemas nuevos, y retocando lo ya traducido; pero fue en cualquier caso un trabajo lento y paciente, a tono quizás con su carácter reservado, su obstinado rigor, o su falta de ambiciones.

 Cuando por fin envió Sones de la lira inglesa a la imprenta ya estaba completamente ciego, pero daba a la luz, con el gesto, la primera gran colección de poetas angloparlantes vertidos al español. Fernando Maristany, mucho más joven y al que admiraba como poeta y traductor, se le adelantó con Las cien mejores poesías (líricas) de la lengua inglesa (1918); pero solo éditamente, puesto que, en mayor medida, sus versiones son más antiguas, como también su proyecto.

 Zéndegui anuncia una pasión -un gusto, prefirió llamarle- que tendrá en Cuba a dos grandes sucesores: Francisco José Castellanos y Eliseo Diego. El último coincide en elección poética con el ecuánime Zéndegui, y prosística con el fantasmal Castellanos. Browning, Arnold, Dunsany y Walter de la Mare, por mencionar a unos pocos, les convocan.

 Vivió el Nueva York de Martí, tan imaginado por Eliseo, dejando una vivísima crónica (¿alguna otra?) que lo señala como excelente prosista; y echó raíces en el Londres eduardiano donde conoce en carne y hueso a algunos de los “amistosos espíritus” que frecuentarían a Diego: Thomas Hardy, Chesterton, Alice Meynell. Pasajero de ferries y trenes que, como Stevenson -al que también tradujo-, atravesó Norteamérica de costa a costa, captó tanto la extensión mental como el nuevo horizonte humano entrevistos por Emerson y Whitman. Sus traducciones de ambos califican entre las primeras.

 Se volcó en los metafísicos y románticos ingleses, en los prerrafaelistas, y llegó como dije a los poetas de la guerra, sin alcanzar a los modernos norteamericanos. Por medio suyo, “Shakespeare, Wordsworth, Whitman hablan un español exactamente poético”, apunta en su ensayo Díaz Solar, quien aprecia una voluntad de servirse de esos poetas “para construir (construirse) un nuevo mundo, un edificio coherente, de severa arquitectura, que es su respuesta al desplome del proyecto civilizador que animó a los letrados cubanos del XIX”.

 Un mundo a fin de cuentas personal, en el que alienta una concepción: el estoicismo, y un estilo a medida: el barroco. Puede añadirse: el fruto de una reclusión donde exilio y ejercicio de traducción se convierten en una misma apuesta por el sentido.

  Como el propio Zéndegui explica en la introducción a Sones, estos podían ser graves o leves, pero en cualquier caso se trataba de ajustar latitudes, enviando esos poemas “del caviloso Norte de cielos grises al Sur impulsivo y deslumbrador” a modo de señales. Hay algo de solitario en su entrega, como de resistencia frente a un país perdido, por parte de quien confesó que lo único que le animaba era la poesía.

 Semejante transmisión, término que emplea, se informó en el barroco hispánico, sobre todo en su vertiente conceptista, es decir, en aquella que fusiona intelecto, melancolía y muerte.

 Ejemplo de ese molde, lo da el “Soneto CXLVI” de Shakespeare donde resuenan, con rumor más bien óseo, Quevedo y Gracián:


 ¡Pobre Alma mía! de mi barro centro,

del Tentador que te vistió burlada

¿por qué te afliges de escasez adentro

para ornar en tal lujo tu fachada?

 

 Con tan breve alquiler ¿por qué tal gasto

haces en tu mansión que se derrumba?

gusanos la tendrán, será su pasto,

bien sabes que tu cuerpo va a la tumba.

 

 ¡Ay, Alma! él es tu siervo, su ruina

tu ganancia ha de ser. La pasajera

sombra da en precio de la luz divina;

 

 sáciate adentro, sé muy pobre afuera

y a quien nos come comerás, de suerte

que acabará el morir, muerta la Muerte.


 Pero igual puede apreciarse en sus dos versiones de “Oda a una urna griega” de Keats, realizadas con años de distancia, y que transitan hacia estructura más aireada, próxima a San Juan y a Garcilaso, levedad no exenta de ímpetu romántico, ni de una dicción que por momentos recuerda a Donne, el gran ausente de estos Sones.

 Raimundo Cabrera, que lo visitó en la Legación Cubana, lo recuerda viviendo y hablando al modo cubano. Fumaba “cigarrillos de papel imitación de habanos”, bebía café y agua, rechazaba el whisky, y su pronunciación era todavía la de un habanero del Cerro. Tras unas gafas de miope, alto y solemne, lo vemos gesticular en el vacío, delante de un busto de yeso de Martí. 

 En total, vivió en Londres un cuarto de siglo. Conmovido por la conflagración de 1914, leyó a los poetas de la guerra, en particular a Rupert Brooke, al que tradujo con devoción al tiempo que dejándose influir. También Lettres d’un soldat, del sargento francés E. E. Lemercier, traducidas al inglés en 1917, que le inspiran -en renovado estilo- uno de sus mejores poemas. 

 

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