sábado, 4 de mayo de 2024

Las voces de mis amigos



 Eliseo Diego


 No sólo son nuestros amigos aquellos a quienes vemos casi a diario, o en un de cuando en cuando que es el siempre de toda una vida. Si la amistad, más que presencia es compañía, también lo serían aquellos otros con quienes jamás pudimos conversar porque nos separan abismos de tiempo inexorables. En estas páginas he reunido las voces de algunos de semejantes amigos. Con unos pocos hubo la posibilidad de que nos encontrásemos, pero la posibilidad es caprichosa, y no lo quiso. Todos me hablaban en inglés, idioma muy distinto al nuestro. Sin embargo, ¿no desea uno siempre compartir sus hallazgos de amistad con los que ama? Y así he pedido a mis amigos distantes que me permitiesen siquiera un eco en español de los consuelos, alegrías, deslumbramientos, susurrados por ellos a mi oído.

 Toda traducción es imposible, ya lo sabemos. Pero también la poesía es imposible y no vacilamos en acometerla con audacia y temor y a veces hasta con no mala fortuna. Mis puntos de vista en torno al fascinante aspecto del proceso creador que llamamos traducción no pueden ser más simples, como corresponden al ingenio lego que soy por naturaleza -perdónenme Dios y nuestro padre Don Miguel de Cervantes. Trataré de resumirlos.

 Si en una conversación mencionamos Don Quijote de la Mancha, nadie recordará la obra completa, capítulo tras capítulo, pero experimentará de inmediato la sensación, y la impresión, el sabor, el aroma Don Quijote de la Mancha, inconfundible, único, radicalmente distinto al sabor, el aroma, Hamlet o la Metamorfosis. Una buena traducción, me parece, no puede aspirar a más que evocar una sensación similar a la del original en la nueva materia idiomática donde ha encarnado. Vagas nociones por las que no debo ciertamente alabarme, sino al inglés Walter de la Mare, uno de los amigos a los que debo tanto.

 En su novela Memorias de una liliputiense -mejor que de una enana, como tradujo Cortázar en su excelente versión al español-, Miss M., la protagonista, una muchacha de proporciones perfectas aunque la vemos como por el extremo opuesto de un catalejo, se acoge a la protección de una vieja aristócrata, quien en realidad sólo desea mostrarla como una curiosidad a sus amigas. Cierta tarde coma a la hora del té -por supuesto-, una de las invitadas pide a la señorita M. que recite algún poema -como si se diese cuerda una cajita de música-, y ella escoge uno de Elizabeth Barrett Browning. “¿Por qué has escogido precisamente ese entre todos, pregunta una de las señoras?” “No sé”, responde turbada la señorita M. “No acierto a entender qué sean esas nubes, esas ráfagas… pero me atrajo él… no sé cómo decirlo, el..”  “¿El aroma?, sugiere rápida la señora. “Eso”, exclama ella, “eso, el aroma”. De modo que debo al poeta inglés cuanto me importa saber de este enigma -o mejor, a su criatura, la ágil señora viva en los muertos de la página.

 Si bien no todo, a Dios gracias. ¿Por qué se me concedió la posibilidad de traducir el poema dedicado por Coventry Patmore a la muerte de su esposa, y no el que dedica a su pequeño hijo, a quien, luego de un fuerte e injusto regaño, visitó en su cuarto con ánimo de consolarlo y aliviarse así su propia pesadumbre, hallándolo ya dormido, húmedas aún de lágrimas las pestañas, y sobre la mesita de noche, dispuestos con cuidadoso arte, los tesoros que suelen llevar los niños en sus bolsillos: una caja de fichas, un pedazo de vidrio pulido por el mar en la playa, dos monedas francesas de cobre? ¡Quién sabe! Pero, ¿por qué escribió Patmore su manojo de poemas y no otros, en la infinita gama de posibilidades? ¿Cómo encontrar una respuesta? Ojalá no la hallemos nunca.  


 Conversación con los difuntos, Ediciones del Equilibrista, Editorial Turner, 1991. 


No hay comentarios: