Eliseo Diego
No sólo son nuestros amigos aquellos a quienes vemos casi a
diario, o en un de cuando en cuando que es el siempre de toda una vida. Si la
amistad, más que presencia es compañía, también lo serían aquellos otros con
quienes jamás pudimos conversar porque nos separan abismos de tiempo
inexorables. En estas páginas he reunido las voces de algunos de semejantes
amigos. Con unos pocos hubo la posibilidad de que nos encontrásemos, pero la
posibilidad es caprichosa, y no lo quiso. Todos me hablaban en inglés, idioma
muy distinto al nuestro. Sin embargo, ¿no desea uno siempre compartir sus
hallazgos de amistad con los que ama? Y así he pedido a mis amigos distantes
que me permitiesen siquiera un eco en español de los consuelos, alegrías,
deslumbramientos, susurrados por ellos a mi oído.
Toda traducción es
imposible, ya lo sabemos. Pero también la poesía es imposible y no vacilamos en
acometerla con audacia y temor y a veces hasta con no mala fortuna. Mis puntos
de vista en torno al fascinante aspecto del proceso creador que llamamos
traducción no pueden ser más simples, como corresponden al ingenio lego que soy
por naturaleza -perdónenme Dios y nuestro padre Don Miguel de Cervantes.
Trataré de resumirlos.
Si en una
conversación mencionamos Don Quijote de la Mancha, nadie recordará la
obra completa, capítulo tras capítulo, pero experimentará de inmediato la
sensación, y la impresión, el sabor, el aroma Don Quijote de la Mancha, inconfundible,
único, radicalmente distinto al sabor, el aroma, Hamlet o la Metamorfosis.
Una buena traducción, me parece, no puede aspirar a más que evocar una
sensación similar a la del original en la nueva materia idiomática donde ha
encarnado. Vagas nociones por las que no debo ciertamente alabarme, sino al
inglés Walter de la Mare, uno de los amigos a los que debo tanto.
En su novela Memorias
de una liliputiense -mejor que de una enana, como tradujo Cortázar en su
excelente versión al español-, Miss M., la protagonista, una muchacha de
proporciones perfectas aunque la vemos como por el extremo opuesto de un
catalejo, se acoge a la protección de una vieja aristócrata, quien en realidad
sólo desea mostrarla como una curiosidad a sus amigas. Cierta tarde coma a la
hora del té -por supuesto-, una de las invitadas pide a la señorita M. que
recite algún poema -como si se diese cuerda una cajita de música-, y ella
escoge uno de Elizabeth Barrett Browning. “¿Por qué has escogido precisamente
ese entre todos, pregunta una de las señoras?” “No sé”, responde turbada la
señorita M. “No acierto a entender qué sean esas nubes, esas ráfagas… pero me
atrajo él… no sé cómo decirlo, el..” “¿El
aroma?, sugiere rápida la señora. “Eso”, exclama ella, “eso, el aroma”. De modo
que debo al poeta inglés cuanto me importa saber de este enigma -o mejor, a su
criatura, la ágil señora viva en los muertos de la página.
Si bien no todo, a Dios gracias. ¿Por qué se me concedió la
posibilidad de traducir el poema dedicado por Coventry Patmore a la muerte de
su esposa, y no el que dedica a su pequeño hijo, a quien, luego de un fuerte e
injusto regaño, visitó en su cuarto con ánimo de consolarlo y aliviarse así su
propia pesadumbre, hallándolo ya dormido, húmedas aún de lágrimas las pestañas,
y sobre la mesita de noche, dispuestos con cuidadoso arte, los tesoros que
suelen llevar los niños en sus bolsillos: una caja de fichas, un pedazo de
vidrio pulido por el mar en la playa, dos monedas francesas de cobre? ¡Quién
sabe! Pero, ¿por qué escribió Patmore su manojo de poemas y no otros, en la
infinita gama de posibilidades? ¿Cómo encontrar una respuesta? Ojalá no la
hallemos nunca.
Conversación con los difuntos, Ediciones del Equilibrista, Editorial Turner, 1991.
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