Apostilla del traductor
Traducir, ya resulta pueril y ocioso
recordarlo, es un arte difícil. Traducir a Dylan Thomas es doblemente difícil, porque
en una poesía como la suya, en la que cada vocablo puede encerrar tantas tan
misteriosas sugerencias, y decir mucho más de lo que expresa, hay que traducir
primero el alcance esotérico que es fuerza descubrir en la concatenación de las
palabras; y después traducir de un idioma a otro el significado de las palabras
mismas, que no siempre es el más usual y vulgar.
Me he entretenido, a título de mero ensayo, en trasladar al idioma
español dos breves poemas de Dylan Thomas. He querido ajustarme con estricta
fidelidad al original, sin olvidar en un tanteo de equivalencias, el ritmo
interior que da categoría de versos a los renglones de Dylan Thomas. Que la
fidelidad rigurosa de los vocablos no conspire, al hacinarlos en otra lengua, contra
la interna armazón rítmica: tal ha sido mi mayor empeño.
Max Henríquez Ureña
Amor en el asilo
Alguien, extraño, ha venido
a compartir mi alcoba en la casa que no está precisamente
en la cabeza,
una muchacha loca como los
pájaros
echando el cerrojo a la noche de la puerta con su brazo,
su plumaje,
rígida en el envuelto lecho
mistifica con nubes fugaces la casa hecha
a prueba de cielo,
y también mistifica con sus
paseos la alcoba de pesadilla,
sin límite como el vacío,
o cabalga los imaginados océanos de hacinamientos
masculinos.
Llegó aquí posesa,
como que recibe la ilusoria luz a
través del fuerte muro,
poseída por los cielos
duerme en la estrecha artesa, aunque también pasea
el polvo
delira con su voluntad
sobre los tablados del manicomio desgastados
por mis lágrimas ambulantes.
Y elevado a plena luz en sus brazos por tiempo
duradero y grato,
podré sufrir infaliblemente
la primera visión que incendió
las estrellas.
Y yo me siento mudo
La fuerza que armada de verde cuchilla se lleva la flor
se lleva mi verde edad;
la que hace volar en trozos las raíces
de los árboles,
me aniquila y destruye.
Y yo me siento mudo para decir a
la rosa hecha trizas
que mi juventud se quiebra con la
misma helada fiebre.
La fuerza que hace pasar agua al través de las
rocas
se lleva mi sangre roja;
la que agota y deja secos los
estruendosos torrentes,
convierte el mío en cera.
Y yo me siento mudo para gritar
dentro de mis venas
cómo en aquel arroyuelo de la
montaña se sacia la misma
sedienta sed.
La mano que remueve las aguas en la alberca,
agita la arena movediza;
la que echa su amarra al viento
tempestuoso
se lleva mi vela desplegada, mi
mortaja.
Y yo me siento mudo para decir al hombre que está
frente a la horca
cómo de mi propia arcilla se hizo
el barro del verdugo.
Los labios del tiempo van en busca del
manantial;
el amor destila y recoge, pero en
la sangre vertida
calmará ella sus desgarraduras.
Y yo me siento mudo para decir al
viento
cómo el tiempo ha marcado con un tic-tac un cielo
en torno a las estrellas.
Y yo me
siento mudo para decir a la tumba del amante
cómo en mis propias sábanas se retuerce el mismo
abyecto gusano.
Orígenes, 38, pp. 30-31.
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