A. M.
Así como en la guerra tiene la
fortuna inconstante sus prosperidades que sostienen la esperanza del adalid;
del mismo modo en la cárcel el hombre juicioso se anima entre sus cadenas
esperando sin temor el rescate, cuando ha salvado su honor. Espero, pues, en la
prisión, adonde me ha conducido la desgracia, que brille aquel día para mí, y
mi imaginación, que ningún poder humano podría encadenar, se consuela y
sostiene con la esperanza de un porvenir más venturoso.
Doy gracias a mi acreedor y al mismo
tiempo a la ley por haberme dado la cárcel por casa, pues la casualidad que rige
tantos acontecimientos, vino a proporcionarme un drama lastimoso: ojalá sirva
de ejemplo a la sociedad y aprovechen a la humanidad las angustias que me
propongo referir.
El cuarto, o mejor dicho calabozo que ocupo en
Clichy, fue habitado mucho tiempo por un extranjero que ya no existe: su fin
lamentable se halla escrito en las paredes que tiñó con su sangre, y sus
compañeros de infortunio de quien se despidió, me han referido su historia.
Avergonzado del yugo férreo que hacía el Austria
gravitar sobre su patria, y despreciando la fortuna de una familia rica y de
poder, abandonó el conde R. desde muy joven y para siempre el país delicioso
que el mar baña con sus olas y que ilumina el Vesubio con su fuego. Había
luchado largo tiempo con las pasiones bajo el cielo ardiente de la Italia, y vino
a buscar la gloria a Francia, donde el amor le presentaba su desgracia. París,
con su lujo y con sus maravillas, sus brillantes fiestas y hermosas mujeres, le
tendió sus redes doradas, y pronto cayo en ellas para morir.
Trató de casarse con la mujer que en su
temprana edad le había inspirado un amor fatal; ofreciole su caudal y su nombre
en prueba de su cariño: acepto ella su nombre para lacerarle, y sus riquezas
para reducirle en cambio a la miseria, al abandono y a la muerte.... ¡la muerte
en Clichy! Queriendo disimular su vergonzoso manejo a la sombra del marido, a quien
tenía engañado hasta después de haberle arruinado, se atrevió a llegar a ser su encarceladora, haciendo
comprar a precio de oro acreencias contra él; y mientras que el desgraciado
lloraba aherrojado su infidelidad, la infame se reía de su desesperación y de
sus lágrimas entre los brazos de sus amantes.
Si con algunos amigos había contado en el
mundo, y una o dos veces se desprendieron de sus placeres para imponerse de la
causa de su prisión, más bien que para lamentarse de su desgracia; estos le
abandonaron en seguida: la vista de las rejas les comprimía el corazón, y el
ruido de los cerrojos lastimaba sus oídos. ¿Se llora acaso más de un día a los
que yacen en el sepulcro? Por otro lado, la prisión en que gemir, su amigo no
estaba de acuerdo con su vida deliciosa: se había olvidado interponer a Clichy
en el Palais-Royal y la opera.
Desterrado así de su patria que incesantemente
lloraba, separado de su familia sin esperanza de volverla a ver, y distante de
la culpable esposa que todavía amaba, existía abandonado en un país extranjero
y solo buscaba la soledad huyendo el bullicio: sus ojos secos de tanto llorar,
miraban con tristeza las hojas que el viento impelía fuera del recinto donde se
agitaba una alegría falsa y violenta, como la calma engañosa de las olas que
oculta tempestades: la aparente serenidad de su semblante disimulaba mal las
agitaciones de su corazón: su nobleza de conde se agobiaba bajo el peso de su
desgracia, y el grito del hambre subordinaba al de su orgullo, pues muchas
veces se le vio comer un mendrugo de pan despreciado, para alargar más su
existencia. Entonces fue cuando sus amigos, pues tenía hallado algunos en aquel
asilo, le socorrieron en su angustia, respetando siempre aquel acerbo y mudo
pesar que no se mitigaba con ninguna clase de consuelo ni reflexiones; y ellos
secretamente le acompañaron a sentir, pues la ley bárbara que los había
separado de la sociedad no pudo extinguir los sentimientos de la humanidad.
Cada prisionero vivía esperando su libertad, él solo ¡ay! era el único que nada
aguardaba ya desde que su mujer había faltado a sus deberes impuestos por el
himeneo, ya que no aquellos que el corazón amoroso debía naturalmente dictarle.
Todos los días veía con envidia esposas tiernas y fieles que acudían a tomar
parte en la prisión del hombre a quien habían consagrado su existencia, a pesar
de la ley que quería separar a los que aquella había unido, y su felicidad en
la oscuridad de una cárcel embargaba su corazón destituido de toda esperanza.
Sin embargo, su mal devoraba en
silencio a este desgraciado y se encerraba días enteros en su bartolina para
llorar sin ser visto, y ella sola era testigo de las angustias misteriosas de
aquella alma atormentada: quejidos y sollozos se oyeron en ella aquel día, y
aun por la noche interrumpieron el sueño de los presos, cavándole lentamente la
desesperación su sepulcro. Si la desesperación llega a apoderarse de nosotros
lo más fácil es el suicidio: este se hallaba anunciado en su frente abatida,
leyéndose en sus ojos lánguidos y apagados, hasta su silencio hablaba. Separado
por mucho tiempo de la suciedad quería también partir de este mundo para
siempre y lograrlo con la muerte, pues sus expresiones le vendían a pesar suyo
con la idea fatal de desesperarse por los pocos días que le quedaban de vida.
Cuando el cielo se nublaba aparecía en el
jardín solitario, teniendo empeño en desafiar la tempestad como la que hacía
estragos en su alma, y el ruido prolongado del trueno parecía tener analogía
con la tristeza de su corazón. En vano movía el viento sus largos cabellos
sobre su frente: siempre permanecía insensible al huracán sumergido en el
letargo de su pensamiento; quizá esperaba la muerte al ver la luz del relámpago,
pero si caía el rayo a sus pies, en nada alteraba su existencia.
Viendo vacilante su semblante pálido bajo sus sombrías
mejillas, a semejanza de una sombra entre los sepulcros, se quedaba acometido
de un presentimiento siniestro, y sus palabras pronunciaban una sentencia de
muerte al decir con una sonrisa, que seguramente no era la de la esperanza: —“Amigos,
quedaos con Dios, pues pronto estaré en libertad.” —Este desgraciado iba q
morir suicidándose, aburrido ya de pasar tantos días intranquilos y tantas
noches sin dormir.
Oyose un grito débil, pero lastimoso, de
dentro de la celdilla de donde había días ya que no quería salir, y el golpe de
un cuerpo pesado que se deshace y cae, estremeció la prisión, y acudieron
entonces; pero ya no había remedio, pues acababa de terminar con su muerte la
agonía de diez años, y su vida se libertaba con ella de las profundas heridas
que laceraban su corazón.
Sus compañeros afligidos vieron a este valeroso mártir del infortunio como dirigía al rededor sus moribundas miradas, las que luego fijo en el cielo por falta de voz para darse a entender, y volviendo a menear la cabeza muy despacio en señal de despedida, espiro. La muerte que revoca todos los decretos, que rompe todas las cadenas, había abreviado su carrera y libertado de sus penas. Su acreedor que vino a ser su verdugo, y su esposa criminal, quedaron satisfechos; pues pagaba con su muerte la deuda de su vida, dejando su cadáver en rehenes. La justicia desapiadada, pudo también exclamar así: —“Ha quedado satisfecha la ley, pues acaba de lavar su afrenta con su sangre."
La Cartera Cubana, vol. 5, 1840, pp. 285-88.
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