Pronto hará un año. La justicia popular buscaba
a Ainciart. Desde el día 12 de agosto huía como una liebre acosada. Escapó de
la Jefatura de Policía, desde el mismo despacho en que, días antes, ordenara el
aniquilamiento del pueblo de la Habana, desde el mismo lugar en que ordenara a
sus sicarios que asesinaran, en aquel lúgubre día de abril, a los hermanos Valdés
Daussá. Escapó con una maleta cargada de dinero. La justicia popular lo
olfateaba y cada vez que alguien señalaba su paradero, hacia allí convergían
las escopetas recortadas, sobre las cuales, se crispaban los puños cargados de
cólera.
Fue un sábado a fines de agosto. Una vieja,
renqueante, lívida, cubierta por velos negros, llegó a una casucha de Marianao.
Al descender del auto, alguien vio que por debajo del traje, de hechura adusta
y monástica, asomaban unos pantalones. Dos hombres seguían a aquella extraña silueta,
que se soslayaba en las tinieblas y se metía en la noche, como un maleficio
sangriento. Alguien sintió la duda, aguda y perforante. Era Ainciart. Los acompañantes
del Trepoff de la Habana, huyeron llevándose la maleta. Engañaron a su jefe, afirmándole
que iban a la bodega de la esquina a comprar alguna cosa. No volvieron y cuando
el pueblo rodeó la casucha en que se refugiara Ainciart, este, bajo la campana
de la cocina, yacía hecho un ovillo, en un charco de sangre. Lo demás lo sabéis.
Cuando Ainciart murió, su esposa, una dama
digna, que, en realidad fue una pobre mártir junto a aquel hombre salaz y sanguinario,
viajaba por el extranjero. En compañía de la señora de Zubizarreta, había
acudido al Año Santo, a la peregrinación católica que en esos días se postraba,
en homenaje a Cristo, a los pies del Santo Padre. Ella, la infeliz, porque ninguna
culpa tuvo de hallarse unida a aquel hombre siniestro, supo vagamente de los
sucesos de Cuba. Apartada de todo, porque su vida fue siempre una escala
tendida hacia la oración, tuvo la visión de los acontecimientos de Cuba. El régimen
caído. Machado huyendo hacia Nassau. Los porristas cazados como fieras en La
Habana. Las casas saqueadas. Ainciart, su esposo, encontrado muerto en una casita
de Marianao. Pero, ¿dónde estaría enterrado?
Llegó en días pasados a La Habana. Una dama
enlutada, la señora Elisa del Valle, viuda de Ainciart, tomó un auto de alquiler
en la esquina de Galiano y Trocadero. Era una silueta descarnada y dolorosa.
Una palidez de cera en el rostro afilado donde se hundían los ojos en que se
coagulaba el estupor. Una cartera en la mano. Un devocionario negro entre los
dedos. Ah, el chofer que la condujo al Cementerio, no pudo presumir un sólo momento,
que aquella dama enlutada era la viuda del hombre que, hace un año, un día como
hoy, en su máquina blindada, entre Sampol y Peñate, dirigía el ametrallamiento
de los habaneros.
La viuda de Ainciart -era ella- avanzó por la
calle central del Cementerio. Indagó. Preguntó. Alguien le dijo que Ainciart no
estaba enterrado en el Cementerio de Colón, sino que había sido arrojado en un
hoyo, abierto a toda prisa, en el cementerio de Marianao. Fue el primer choque.
Empezaba a captar la verdad. Abandonó el camposanto, aturdida, vacilante y bajo
su toca de viuda. Atrás quedaban tumbas sagradas que ella desconocía: la de
Mariano González Gutiérrez, que Ainciart asesinara en la nave de Leonor y
Carvajal; la de Pío Álvarez, atormentado con saña, antes de morir; la de
Rubierita, cuya sentencia de muerte confió Ainciart a sus asesinos; las de los
hermanos Freyre, caídos en la tarde del 27 de septiembre de 1932, en su propia
casa, bajo la gavilla de Ainciart.
Salió. Todo le parecía extraño, incoherente. Y
no vio los puestos de flores con rosas frescas, ni escuchó el pregón obstinado de
los vendedores de crisantemos, ni sintió que entre los cipreses del Cementerio parecía
cruzar, por el recuerdo sagrado de tantos muertos, una queja eterna y dolorosa.
Se detuvo como hipnotizada. Allí cerca estaba un
hombre que perteneciera a la Policía, en la época de Ainciart. Lo reconoció.
-Busco la tumba de mi marido. ¿Dónde está? Me
han dicho que en Marianao.
El hombre, así interrogado, fue expansivo.
-¿Pero
no sabe usted nada?
-Sí. Se que murió. Nada más. Y quiero orar
junto a sus restos.
-Ah, señora. Sí, está en Marianao. ¡Pero no
sabe nada!
-Hable, hable, por Dios.
-Después de muerto lo tiraron en un hoyo, a
flor de tierra.
No lo cosieron y las vísceras le brotaban como
un licor sangriento. Luego, vinieron unos hombres. Reabrieron el hoyo. Lo
desenterraron. Y en la tarde del domingo, ya lo izaban en un poste del alumbrado,
para quemar los despojos, cuando…
Fue un largo grito de espanto y desolación. El
relato, entrando súbito y fulgurante, en el alma de la viuda de Ainciart, le había
arrancado la razón. Y su grito de loca parecía aplastarse contra los árboles…
“Se volvió loca la viuda de Ainciart”, Bohemia,
5 de agosto 1934, p. 26.
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