domingo, 22 de mayo de 2022

Falsos altares y viejas pugnas



  Pedro Marqués de Armas 


 Pese al desarrollo sanitario en materia de enterramientos, proceso que despunta a finales del siglo XVIII y que asiste, hacia la sexta década del XIX, a un nuevo impulso modernizador, no pudieron zanjarse las diferencias entre la Iglesia Católica y las autoridades políticas en lo relativo a las inhumaciones de infieles.

 En Francia, poco después de 1760, el entierro se convierte en un acto dependiente de los mandos civiles, la salud pública y, en última instancia, del clero. Un edicto de 1804 imponía las normas de salubridad propuestas en tiempos de Luis XVI y la revolución. No sólo se prohíbe inhumar en las iglesias, sino que los camposantos no podían tener capillas ni altares; los cuerpos no podían superponerse, sino que debían quedar yuxtapuestos; y las sepulturas tenían que ser individuales.  

 Este orden funciona en Cuba al menos desde 1806, si bien aquejado por un desarrollo civil y sanitario más lento y precario, donde la intromisión de las autoridades eclesiásticas constituye casi una regla; pero afectado, sobre todo, por la devaluación civil de negros y chinos que constituyen, por decirlo así, castas al margen.

 Si bien acaban las inhumaciones dentro de las iglesias y se construyen cementerios extramuros, éstos continúan llevando capillas y altares, se resienten de una distribución clasista o estamental, y prosiguen los enterramientos en litera o superposición, sin que las tumbas de los pobres sean individualizadas.

 La negación de digna sepultura a otros infieles (ingleses, norteamericanos, holandeses, etc.), cede frente a los imperativos del comercio, lográndose cementerios aparte, lo que contribuyó, aún más, al desplazamiento de esclavos no bautizados.

 Habría que recordar que antes de la década de 1840, judíos y protestantes apenas gozaron de estas prerrogativas, siendo enterrados en un mismo terreno junto a bozales que morían sin ser cristianos. El número de esclavos que fallecía por propia mano era tan elevado, que en 1832, Antonio Frías, antepasado del Conde de Pozos Dulces, entregó algunas hectáreas para estos fines. Como surgieron protestas por el mal estado del lugar, ya que se les enterraba “como a animales”, se procedió a adecentarlo y se nombró a un capellán para que bautizara in artículo mortis, mientras la mayor parte de área era destinada a los protestantes.

 El sitio se conoció como Cementerio de los Ingleses (más tarde Cementerio de los Americanos). Clausurado en 1847, luego se destinaría para éstos un terreno cercano a la actual Necrópolis de Colón.

 El horror a las malas sepulturas hizo reflexionar sobre las condiciones en que se inhumaba a los esclavos urbanos. En 1815 todavía no existía un sitio específico para enterrar a estos últimos. Según un Acta del Ayuntamiento se hacía necesario construirlo “por el perjuicio que pueden causar estos cadáveres haciendo su enterramiento a la superficie de tierra de donde con facilidad son extraídos por las bestias”. 

 Otra Acta de 1817 daba cuenta de las gestiones que realizaba D. León Díaz de Azúa a fin de resolver un cementerio para bozales y expresaba la siguiente demanda, que solo se cumpliría a partir de 1828, si bien parcialmente: “Que varios comerciantes consignatarios de casas extranjeras solicitan se construya un cementerio de negros bozales en otro lugar diferente al que se entierran los no católicos para que no se confundan estos con aquellos y se les guarde algún decoro a los de profesión mercantil”.  

 La epidemia de cólera de 1833 marcó finalmente una divisoria en las prácticas fúnebres; el efecto no fue inmediato, pero sentó la necesidad de construir nuevos cementerios, por lo general apartados y de mayor extensión a fin de evitar el tener que improvisarlos.

 


  Pero volvamos a los “falsos altares” y a los cementerios de segunda en virtud de las exclusiones católicas. El 9 de enero de 1864, a pesar de la desidia de las autoridades y la hostilidad del Obispo Fleix y Solans, el Consejo de Administración Pública se lamentaba del “triste espectáculo que ofrece un pueblo culto y católico, llevando los cadáveres de los que se llaman infieles a sepultarles en el sitio destinado para los animales muertos, sucediendo lo mismo o peor en los demás pueblos de la isla”.

 El pronunciamiento era consecuencia directa de haberse negado la máxima autoridad religiosa, una vez más, a conceder un cuartón de cementerio. El Consejo proponía al Capitán General “que mientras no se muden los lugares destinados para sepultar los cadáveres de los que mueren fuera de la comunión de los fieles, alejándolos de toda profanación, se les sepulte en la parte exterior de los cementerios”. Se trata, por lo visto, de acercarlos al territorio sagrado.

 Como recuerda Philippe Ariès, el “falso altar” constituía justamente un espacio adyacente, a veces próximo, pero siempre por fuera de las demarcaciones oficiales, adonde eran enterrados –aunque a veces yacían insepultos- no solo infieles sino también criminales y, con mucha frecuencia, suicidas. El siglo XVI impulsó la costumbre de enterrar en la parte norte del Huerto del Señor; allí yacían los excomulgados, los que no habían recibido bautismo, y los pobres malditos.

 El Obispo Fleix y Solans diseñará en breve un área para suicidas en el cementerio Espada, probablemente a consecuencia de las tensiones aludidas. Lo cierto es que, alarmado por la alta tasa de suicidios en las haciendas y la difícil relación con los hacendados, Fleix y Solans ofrece en 1850 traer frailes desde la península a fin de que prediquen en las fincas, en la creencia de que, inculcando los principios de la religión católica los suicidios iban a disminuir. Entendía que muchas muertes se producían como resultado de tendencias criminales: locura, obsesión, fatalismo, etc., y afirmaba idílicamente que los suicidios eran raros en aquellos esclavos que habían sido suficientemente instruidos en las “verdades y los misterios de nuestra Divina Religión.”

 Trasvasado el límite interior, el “falso altar” se convertía en “altar frío”, al instituirse una zona dentro del propio cementerio, situada siempre al norte, adonde serían destinados los cuerpos en cuestión. Hacia la década de 1880, ya en la Necrópolis de Colón, los rituales de enterramientos perfeccionan toda una semiótica. Veamos esta descripción de Frank C. Ewart:


El carro fúnebre del segundo cortejo era blanco, lo que indicaba que el difunto era un niño. El tercero y el cuarto eran tirados por solo dos caballos cada uno, lo que quería decir que los muertos que llevaban no habían sido de los escogidos por la fortuna. Hay además otras distinciones: el color de la cruz sobre la sepultura muestra si es un niño o una niña, un hombre o una mujer quien yace allí enterrado. La cruz roja indica la muerte por suicidio.

 Sin embargo, a pesar de esta progresiva absorción de los suicidas tanto en cementerios públicos como religiosos, las pugnas entre las autoridades eclesiásticas y seculares ni mucho menos estaban por concluir.

 El 13 de junio de 1867, el Obispo de La Habana enviaba al Consejo de Estado, es decir, a la mismísima Corona, un Expediente sobre privación de sepultura a los duelistas y suicidas. Exponía el Reverendo que “la impiedad cundía por la diócesis con motivo de enterrarse en lugar sagrado” a quienes se quitaban la vida y a los que morían en duelos.

 (Práctica en auge hacia la década de 1860, esta alusión a los duelos y al pomposo entierro de una de las víctimas se refiere probablemente al celebrado entre el Licenciado Don Manuel Cisneros y el Coronel del Ejército Don N. Sierra, motivado por ofensas mutuas. Emplearon como arma pistolas y pactaron veinte pasos, apuntando durante quince segundos. Al segundo disparo cayó muerto el Sr. Sierra por herida en el hipocondrio derecho. Años más tarde el impenitente duelista Manuel Cisneros caería muerto en Santiago de Cuba en desafío por disputas sentimentales sobre una conocida artista de teatro.)

 Estos enterramientos se realizaban siguiendo providencias judiciales a todas luces excesivas; y señalaba, al efecto, el hecho de haberse dado sepultura eclesiástica a tres suicidas y a un malhechor asesino, que también se privó de la vida, proponiendo que las diligencias practicadas por los Alcaldes Mayores tenían que ser remitidas al Tribunal del Obispado, a quien competía resolver y ejecutar las decisiones últimas en esta materia.

 Se trata de un reclamo dirigido al Gobernador Civil Caballero de Rodas, sustituto del General Dulce (conocido por su conciliación con la Iglesia), y quien, a juicio del Obispo Martínez y Sáez, debía regirse -tanto más en calidad de Vice-Real Patrono de la Isla- por los principios establecidos “en las bases”, es decir, en el ya mencionado Decreto de Nuestro Digno Prelado.

 Según narra el Obispo en sus memorias, era ésta una cuestión pendiente desde 1855. Ya entonces la autoridad secular había propuesto a los eclesiásticos una serie de preguntas para acabar de una vez con las diferencias en este campo. Pero el Obispo predecesor no había creído oportuno contestar, quedando “en el aire un problema de derecho”. De ahí la decisión de Martínez Sáez, quien se expresaría en estos términos:


En 1866, viendo yo que había suicidios a cada momento, y que los alcaldes mayores, previa la información legal del suicidio consumado, daban órdenes a los párrocos para que enterrase el cadáver en lugar sagrado, sin decir muchas veces que lo fuese de un suicida, y sabiendo además que en el precedente había habido un desafío entre dos personas caracterizadas, con asistencia de padrinos de alguna categoría, y que habiendo caído una de ellas muerta en el mismo acto se le había enterrado con pompa en el cementerio general, reclamé al Vice-Real Patrono sobre ese abuso, suplicándole que hiciese que los alcaldes mayores no se extralimitasen, pues no eran ellos, sino el tribunal eclesiástico, quien debía juzgar si el suicida podía o no ser enterrado en sagrado.

 Se decidió, por tanto, promover el aludido Expediente y enviarlo al Consejo de Estado, en respuesta a que circularon de nuevo las preguntas de 1855, respaldadas por el Gobierno Civil, y ante lo cual se nombró por parte del Obispo “una comisión compuesta de cinco teólogos y canonistas, quienes contestaron unánimes que no sólo no eran admisibles en general, sino que algunas de ellas eran erróneas, malsonantes y próximas a herejía, y que estaban condenadas en el Syllabus publicado por Nuestro Santísimo Padre Pio IX”. Según Martínez Sáez su respuesta, dirigida al Gobierno el 21 de mayo de 1867, no disentía en nada del dictamen.

 Casi dos años más tarde el Consejo de Estado, en un engorroso informe, daba la razón a la Iglesia puntualizando “falta de conocimiento exacto por parte del Vice-Real Patrono”, recordando que los Reyes de España “son en realidad ministros del Papa”, y estableciendo que, “en punto a inhumaciones y exhumaciones”, el Gobierno debía “mantener su jurisdicción” nada menos que en virtud de una Real Cédula de 1765 y siguiendo una Bula Papal de Alejandro VI.


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