La ruidosa tarántula al pie de la azucena.
Al otro lado de los pies de los muertos, enterrados
en la
inocente arena
Junto a la playa coralina –ni siquiera zigzaguean
cangrejos
violinistas-
En zancos tambaleantes saliendo del camino
(que desvían, trastornan
Y forman anagramas con tu nombre) No, nada aquí
Bajo el temblor que un eucalipto eleva
En estrujadas sombras –gime.
Sin embargo imagina
Que yo cuento esqueletos nacarados de la muerte
en el
trópico,
Collares de conchas rodean cada tumba
Encuadrados tan cuidadosamente. Luego
A la inocente arena tal vez le diga un nombre, fértil
Si bien en lengua extraña. Tal vez podría considerar
Nombres de flores, nombres de árboles, negar
podría la
cripta frágil de la muerte. En tanto
El viento que se anuda en una muerte espléndida–
Se enreda y sale. Así las sílabas ansían respirar.
¿Pero dónde está el Capitán pata de palo
de la isla del doblón
Sin torniquete? ¿Quiénes si no cangrejos de señuelo
Rondan las ingles áridas del matorral?
¿Qué hombre, O qué
Es el Comisario del modo que cubre todos
los sentidos
emboscados?
Sus Cálculos Caribes tejen telarañas en las
retinas
calcinadas!
Y el flamboyán de un mediodía o una tarde, a su sombra
tendido
Que la encendida floración torne la luz, rojiza,
y entregue
mi ánima,
Tamizada, a descender, clara y oscura en lo alto
por los
aires
Hasta encontrar el bufonesco posadero del azur.
Que no vuelva otra vez a verse el peregrino
Destinado a la lenta evisceración como enormes tortugas
Al muelle cada amanecer, la costra de salmuera
de sus ojos;
-Clavados, boca arriba; tal estruendo en su esfuerzo!
Escondiendo en el huracán –Yo, lanzado a su corriente
Congelado por las tardes, aquí, de raso y vacío.
Satanás, me entregaste la concha, -carbónico amuleto
Agostado de sol fulminado en el mar.
Lunes de Revolución,
10 de octubre 1960, p. 8.
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