Miguel de Marcos
El radio tiene su literatura, su bibliografía, sus comentadores, exégetas. Tiene
sus radio-fans, gente de nueve bombillos y de alta frecuencia. Hay sujetos que,
entre dos aperitivos, se adicionan a la solapa de uno y dicen con un largo refocilo
bienaventurado: anoche cogí Boston; anoche atrapé a París. En esos momentos yo archivo mi patriotismo,
que comienza a enmohecer por falta de uso adecuado, y replico,
modestamente: -Ah, yo le di varias vueltas al cadran Iuminoso de mi radio. Pero
la aguja no miraba ni al Norte ni a Europa. Era una brújula desmantelada. El
aparato me devolvía de manera terca, extraña y persistente, unos silbidos alucinantes.
Registré desconfiado el artefacto, sospechando la presencia de animales
insidiosos en la onda. Palpé la antena en una indagación prolija. Al fin, para
sentirme en paz con mi conciencia, me anegué en un son: un son redondo,
cobrizo, tofudo. Y como los ruidos equívocos persistían, pensé que era la hora
del zombie y la rana.
Yo siento una profunda devoción por el radio,
Pero me extravío en su técnica. Durante media hora, he escuchado
una disertación maciza. He oído hablar del superheterodino de nueve lámparas y
pensé entonces en un animal fabuloso. He oído una conferencia docta, acerca del
control de sensibilidad y del “push-pull”. Y chapoteando en mi ignorancia aflicta,
pensé que ese “push-pull” era el nombre científico de una jugada de pocker, o
el seudónimo de un Ras de Abisinia.
Un agente de radio me ha conducido a su
barraca. Con un dedo trémulo y a la vez enfático, me ha dicho: -¿Ve usted esa
cajita? Es un octode-super. Un superheterodino dotado de seis lámparas
Miniwatt. Ahí no hay silbidos incongruos, ni esas regurgitaciones de fondo, que
le dan al radio la prestancia de una salsa que acaba de entrar, en ebullición
para descomponer sus esencias sublimes. iY qué antifading, amigo! Vea usted:
tiene un indicador visual de sintonización que le permite a usted todos los
deleites. Y un transformador de alta frecuencia que es la maravilla del siglo.
Calló el agente. Había pronunciado palabras
de una liturgia severa y escarpada. Y después de esas frases, en que se
coagulaba la elocuencia científica del aparato brotó un borborigmo difuso,
como si detrás de uno de los seis bombillos Miniwatt se hubiera
soslayado un sujeto aquejado de laringitis crónica, para
regodearse en una plenitud de gárgaras orquestales.
Me miró consternado. No me explico esta interferencia
...
Le respondí optimista:-Es un cerebral...
-Es el elemento invisible, replicó acorazado
en su ciencia.
-Pero la verdad es que su gargarismo tiene una
forma compacta.
El
hombre se lanzó sobre el cadran luminoso. Lo advertí atento al acuerdo visual.
Comprendí que arreglaba la tonalidad. No sé si encendió una lámpara. De
repente, la sensibilidad fue perfecta. Ningún silbido arrastrado y huraño.
Ninguna opacidad sorda. Ningún estruendo. Una voz clara, Iímpida, serena, tranquila,
majestuosa, brotó del aparato y aquella voz, que tenía una tendencia
incoercible a convertir las erres rotundas y retorcidas en eles de glú-glú,
emitió esta interrogación apremiante e incisiva: -¿Por qué es usted calvo? ¿Por qué permite que
su cráneo se le desguarnezca.
Me sentí confuso y con un gesto rápido soslayé
la cabeza bajo el sombrero, alegando el peligro de una corriente de aire. Pero
la voz alucinante ahora se tornaba tutelar y suave: -Este líquido que les
ofrezco les permitirá recobrar el tiempo perdido. Un peso el frasco: Se devuelve
el dinero. Si a los quince días no tiene usted más pelo que Sansón.
Y de repente sobre aquella prosa centelleante y
prometedora, cayó el parche del bongó con su trueno de jungla:
...
Yo, pecador... Porque yo he microfonizado;
pero con parvedad. Yo he radioemitido; pero con. Parsimonia,
sin abrumar a mis hipotéticos radioyentes más allá de quince minutos.
De todas maneras me complazco en instalarme la
ceniza en la frente, porque sé, por experiencia, lo que es una tenia
discursiva, por modesta y estricta que sea, entre los compases fluetos del
Jibarito y una voz solemne que se encarga de recomendar con estruendo unas pastillas
milagrosas para los bronquios que se exacerban.
He querido, inclusive, documentarme. Para
penetrar en los misterios del radio -que no son, por cierto, los
misterios de Eleusis- he leído la "Iniciación a la T. S. F.", un libro
amable, escrito por Baudry de Saunier. Supe que hay ondas amortiguadas y ondas
entretenidas, y esto me llenó de sorpresa. Supe algo más: la existencia de las
ondas parásitas, lo cual me dio la explicación neta del ensañamiento que ponen esos
tremendos oradores de antena, cuando alumbran los nueve bombillos y se tornan
felpudamente adhesivos en torno del micrófono. Y llegué a una conclusión: a la
vivencia en el éter de “estaciones microbios”. No invento nada, porque cito,
pulcramente, con el texto ante los ojos, con el aplomo del "speaker"
que lee, sobre su amarillo papel de publicidad, el anuncio de un vermífugo o de
una pasta dentífrica. No comprendí una palabra sobre las frecuencias. No pude
explicarme el detector y el heterodino y cuando llegué a la lámpara de tres
electrodos, solté el libro.
No soy un radiofán, lo confieso con las
mejillas empurpuradas. No
cogí
anoche a Boston. Ah, pero... Ya era tarde. Extendí la mano al azar junto al
cadran luminoso del radio. No había silbidos en el mundo invisible, como si en
el éter se infundiera una plenitud de silencio. De repente, fue una voz,
maliciosa, un poco ronca, toda imbuída de galejadas. Y la voz cantaba en un
francés faubouriano:
“Quan un vicomte
Recontr'un autr'vicomte
Tout ce qu'ils s'racontent
C 'est des histoir's d'vicomtes".
Era la última canción de Maurice Chevalier. Y
era la voz de éste quien subrayaba ese refrán, con el acento de Belleville y de
Montmartre. Ah, yo había cogido París...
Suspiré lleno de satisfacción y de orgullo. El
radio era una noble cosa humana. Yo era un hombre de alta frecuencia. Y antes
de dormirme en esta beatitud, tuve un último pensamiento de lástima para las
ondas parásitas, para las "estaciones microbios" y para los hombres,
en cuya antena no se alza una vibrante inquietud...
Social,
diciembre de 1935.
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