Habana, 21 de abril de
1846
El poeta cubano, el
primero que aquí levantó su voz dulce y armoniosa para cantar de un modo digno
del hombre y de la sociedad, había dejado de existir, en la mañana del domingo
18, y sus deudos, sus amigos y mil personas amantes de las letras acompañaban
su cadáver a la parroquia del Espíritu-Santo.
La religión elevaba en
el templo sus cánticos de consuelo hacia el Supremo Hacedor del mundo; la
milicia rindió el último homenaje a su anciano jefe, y pocos instantes después
la poesía, lloraba sobre la tumba al ilustre vate que en sus mejores años
cultivó las musas, inspirado por el sol de Cuba que inflamó su espíritu en
raudales de armonía.
La juventud doliente rodeaba su cadáver, el anciano poeta
descansaba la cabeza en la tumba, abatida la frente que jamás turbó ningún
pensamiento torpe, y apagada la lumbre de sus ojos en que se habían reflejado
los divinos destellos de la inteligencia. Sequeira cantó cuando entre nosotros aún
no se había despertado el gusto por la poesía, y los cantos de Zequeira nunca
ofendieron ni al hombre ni a la sociedad; emanaciones de su alma no podían
envolver la crueldad de una amargura que las más veces se preconiza sin las
punzantes espinas del sentimiento, y que solo hace bastardear las letras
apartándolas del objeto a que están llamadas por su poderosa influencia. Zequeira
cantó y sus cantos resonaron en los campos de Cuba con la armonía de sus
palmas, con la dulzura de sus brisas, con el blando arrullo de sus aguas, y
cuando el infortunio convirtió en tinieblas tanta luz, tantas y tan bellas
esperanzas, cuando la razón abandonó aquel cerebro y los extravíos de la mente
sustituyeron los triunfos que el talento le hizo alcanzar, la humanidad lanzó
un gemido porque había perdido a un hombre, las letras porque veían morir a uno
de sus aventajados cultivadores.
Los versos de Zequeira
se conservan entre nosotros como un recuerdo glorioso aunque triste; ellos son
las inspiraciones del poeta, y a la vez la memoria acerca de su infortunio. La
juventud cubana que cual reliquia los conserva, tributó a Zequeira el justo
homenaje que sus talentos y sus desgracias merecían, y decimos la juventud
cubana, porque no creemos que haya un solo amante de las letras que no adoptara
como suyos los conceptos que en su tumba se expresaron, los sentimientos que
allí le rindieron.
Penetrados de dolor y
en estrofas que inspiró el sentimiento, tributó una ofrenda al anciano bardo,
nuestro amigo Güell y Renté, y a su fúnebre demostración de aprecio, siguieron
en bellos y armoniosos versos los apreciables amigos D. Miguel de Cárdenas y Chávez,
D. José S. Bobadilla y D. José Carcases y Guerrero.
Estos honores
tributados espontáneamente al mérito y a la desgracia son un consuelo para el
hombre, un estímulo, y una lección de moralidad para la juventud. ¡Pueda esta
por sus talentos y virtudes merecerlos y no profanar nunca la mansión santa del
sepulcro!
Manuel Costales
Poesías del Coronel Don Manuel de Zequeira y Arango, La Habana,
1852, pp. 14-15.
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