Renée Méndez Capote
El Vedado de mi infancia era un peñón marino sobre el que volaban
confiadas las gaviotas y en cuyas malezas crecía silvestre y abundante la uva
caleta. Las cercas eran de tunas espinosas, el aire lo poblaban las auras
tiñosas, los totíes, los gorriones, las bijiritas y los sinsontes y en las
furnias gigantescas de la orilla derecha del Almendares, de las que serían la
calle 23 y la calle 15, anidaban las iguanas, los hurones y las ratas. Los
gatos jibaros salían de noche y todavía al amanecer y poco antes de llegar la
noche, atravesaban por el cielo bandadas de palomas rabiches y por el norte
aparecían en invierno bandos de patos de la Florida.
Las únicas calles dignas de ese nombre, sin verse interrumpidas por
las furnias, eran Línea y 17 y parte de Calzada. Todas las demás eran trillos
abiertos entre la maleza, derriscaderos y diente de perro. En la loma había
pocas casas, la mayoría con techos de tejas catalanas. Y en la parte baja,
además de alguna que otra casa quinta, solo recuerdo el Hotel Trocha, la casona
de tablas de la Asociación de Propietarios y alguna casa de dos pisos muy cerca
del mar, como la casa, en lo que sería luego la calle 2, de Adolfo Nuño y
Rosalía Urbach, que tenían por cierto muy buenos caballos. La parroquia la
recuerdo desde muy temprano, más chiquita y más modesta. Por cierto que no
puedo pensar en la parte baja del Vedado sin que se me presente al punto Lulú
Placé, un niño muy alto y muy tranquilo, con tirabuzones rubios y marinera
blanca y colorada.
Desde el comedor de mi casa en 15 y B se divisaba el paisaje marino y
mi padre, sentado a la mesa, mientras almorzaba, veía pasar los barcos que iban
camino del Golfo de México. Dos veces al día eran los lanchones de la basura y
constantemente velas blancas animaban el azul profundo.
Nuestros vecinos eran los Hevia, los Marco Aurelio Cervantes, los
Cabarrocas y Herr Drea con su mujer y su suegra y aque1los enormes gatos de
Angora que tenían tal fuerza que una vez un gato le partió la muñeca (?) a la
frágil cubanita delgada y chiquita que nosotros contemplábamos paseando silenciosa
al lado del alemán alto y misterioso. Un poco más lejos vivían los Colete; y
después los Cano, los Fernández de Castro, los Lancís, los Suárez, los Dumas,
los Campos, los González, los Villalón, los Zaldo, los Del Monte, los Gans, los
Tarafa, los Pérez Martínez, fueron poblando poco a poco el Vedado de las dos
primeras décadas del siglo.
No había parques en mi infancia, ni aceras, que mi prima Laura Malet
llamaba “el sardine". El torreón de San Lázaro estaba en la escollera y el
mar llegaba hasta frente a la casa de Beneficencia. La Universidad y el
Instituto estaban en un vetusto edificio de La Habana Vieja, que daba a las
calles de Obispo y de O'Reilly. Los niños del colegio de La Salle usaban
mandilones de tela cruda.
No había parques, pero la hacienda del conde de Pozos Dulces, que al
parcelarse el Vedado contuvo las calles 11, 13, 15, C, D, E Y, F y posiblemente
algunas más, estaba abierta para los niños con su verja alta y su gran jardín
lleno de flores y de árboles frutales en que abundaban los nidos y la casa de
vivienda se alzaba acogedora en una loma. Todas las mañanas íbamos a jugar a la
hacienda Pozos Dulces, como dábamos una vuelta por casa de los Parajón, que
tenían animales en el jardín y nos llegábamos al Trocha a ver los cocodrilos.
Por cierto que ligado al recuerdo de las furnias del Vedado hubo un
acontecimiento inolvidable que nos causó una impresión tremenda y que da muy
buena pauta para juzgar a las nietas de Papa Ramón Su Mercé. En casa trabajaba
una gallega muy fea que se llamaba Herminia. Ella poseía el único pecho que
Eugenio había cogido cuando a su criandera Inés, que era una mulata muy bonita,
se le había acabado la leche. Y mamá nos contaba que el niño se moría de hambre
llamando por su Inés y ella se había parado en la puerta de la reja de la
calle, después que Eugenio había rechazado a cuanta criandera le habían
recomendado los médicos, desesperada con su hijo en brazos, mamá no pudo
criarnos a ninguno de los tres últimos, y a cuanta mujer pasaba le preguntaba
si estaba criando. Al fin pasó una gallega flaca con un niño de meses. Y verla
Eugenio y prenderse del pecho de Herminia fue lo mismo. Pues después que
destetaron a mi hermano la gallega se quedó en casa con su muchachito manejando
a Eugenio. Pasaron unos pocos años y a Herminia empezó a redondeársele la flaca
figura. Cada vez que mama le preguntaba si estaba embarazada lo negaba
vigorosamente. Y mamá le dijo a mi tía Amelia: "Hay que vigilar a esta
gallega, porque es capaz de hacer una barbaridad."
Una mañana muy temprano vino una de las otras criadas y le avisó a
tía Amelia que Herminia se había levantado muy temprano y que acababa de salir
llevando unas tijeras. Tía Amelia la siguió a la carrera y se metió detrás de
Herminia en la furnia que estaba en lo que hoy son las calles 2, 4, 15 Y 17.
Allí en la furnia parteó a la mujer y volvieron para casa con un galleguito
gordito envuelto en el delantal de Herminia. Mi madre se encerró con ella y la
sermoneo de lo lindo. Herminia lloró y se colocó en casa de Hevia para criar a
Gustavo, que acababa de nacer.
En otra ocasión estaban abriendo profundas y anchas zanjas en la
calle B, yo no sé si eran para el gas, porque estaban colocando gruesos tubos
de barro, y alcantarillado no hubo hasta después. El caso es que unos gallegos
jóvenes, gordos y colorados, con boina y pantalón de pana, estaban trabajando
en esas zanjas. Sudaban y a cada rato mamá 1es mandaba agua y café. Pues una
mañana le dieron un mandarriazo en un pie a uno de aquellos muchachones que
lanzó tremendos alaridos. Estoy viendo a mi madre con su bata de encaje y sus
zapaticos Luis XV, y a mi tía Amelia con vestido, porque las solteras no usaban
bata, saltando para adentro de la zanja con su botiquín de urgencia a curarle
la pata a1 galleguito. Enseguida los compañeros lo sacaron y mamá y tía Amelia
se lo llevaron en el coche a la casa de socorro. Yo no sé si e1 gallego vive ni
si las recuerda pero salvó e1 pie gracias a aquellas dos cubanas.
En el Vedado, además de los murciélagos y las lechuzas, abundaban los
chivos y las vacas. Nosotros teníamos una vaquería cerca, la de Munguía, que
primero estuvo en C esquina a 15, y después en 17 y B. A cada rato mamá se
hacía mandar una vaca que era ordeñada en el patio de casa para tomar la leche
calientica. Nunca se nos ocurrió pensar que aquella leche cruda podía hacernos
daño, y no nos lo hizo nunca. A medida que el Vedado se iba civilizando las
vacas eran llevadas a pastar más lejos hasta que al fin, expulsadas por el
progreso, acabaron por desaparecer del panorama.
Los alegres rebaños de burras llenaban todas las tardes las calles
amarillas de manchas grises. Paraban delante de las casas y el burrero ordeñaba
parsimoniosamente las ubres breves, mientras los muchachos y las mujeres salían
con jarros esmaltados o con jarras y vasos de cristal. Al pie mismo de la
burra, que nos miraba con sus grandes ojos húmedos y dulces, nos tomábamos la
sabrosa leche tibia que nos dejaba grandes bigotes de espuma. Era una cosa
seria, formal como un rito. Teníamos fe en la leche de burra: era buena para
los niños y les daba fuerza. (…)
Hasta después de la segunda intervención no se metió el Vedado a
barrio residencial de moda. Entonces empezó a ser el sueño realizado de los
nuevos ricos, que con la subida de los liberales al poder empezaron a
transformar la vida criolla. A principios del siglo el Cerro seguía siendo el
suburbio distinguido por excelencia, donde las familias linajudas tenían sus
casas-quintas. Nosotros íbamos en coche, un viaje interminable, a casa de los
Iznaga, de los Álvarez Cerice, de los Cárdenas, los Morales, los Arango ... y
el parquecito del Tulipán nos encantaba por su ambiente recoleto y silencioso,
con su paisaje de tierra adentro. Los mambises fueron los primeros que poblaron
de chalets sencillos el peñón agreste y el Vedado empezó a nacer vigoroso,
estremecido por la fermentación de vida que le impartía una sociedad surgida de
la rebelión y de la lucha y se hubiera mantenido puro si los políticos y su
secuela de millonarios relámpagos no se hubieran precipitado a afear el paisaje
y enturbiar su atmosfera con palacetes presuntuosos.
Cosas recuerdo yo del Vedado primitivo que son cosas deliciosas. La
policía, por ejemplo, toda de españoles, con bigotes y botas de montar, metidos
en unos uniformes entallados, de un azul que se des tenía enseguida, con una
especie de paréntesis negros puestos de reyes en las espaldas. Las mujeres les
tenían miedo cerval. Primero llamaban en su auxilio a los rateros que a los
policías; solamente se volvían amigos en la época de los ciclones. Primero
venía mi tío Enrique Chaple, aficionado inveterado a la meteorología, que se
paraba en el portal y levantando una mano mágica predecía si habría o no
ciclón; después llegaba el policía de a caballo, envuelto en su capa de agua y
se paraba en la esquina tocando el pito desesperadamente y gritando:
¡Ciclón...¡ ¡Ciclón...! Y más atrás venía el ciclón empujando al policía.
Enseguida se oía un claveteo apresurado y la gente corría a saquear las escasas
bodegas del barrio, a comprar jamón gallego, sardinas españolas, atún,
calamares rellenos, sobreasada, salchichón, galletas, leche condensada y velas.
También se compraba alcohol para los reverberos y luz brillante para los
faroles y quinqués.
Los serenos, todos españoles también, tranquilos, silenciosos como
seres acostumbrados a vivir de noche, desarmados, con un perro sato y un pito
de auxilio por toda defensa.
Y los faroleros, de la Península también; no recuerdo en mi infancia
un solo policía, ni sereno, ni farolero cubano. Eran ágiles y puntuales,
encendían los faroles de gas con largas pértigas y me parece recordar que
algunos llevaban una escalerita ligera en el hombro. Pero nunca vi apagar
ningún farol. Supongo, sin embargo, que los apagarían de mañana, porque no creo
que se apagaran solos.
Y los obreros catalanes y valencianos, albañiles y pintores, vestidos
de blanco, buenos mozos, combativos y progresistas. Recuerdo una huelga de la
construcción en la que hubo palos y ladrillazos con la policía, y toda la
vecindad se puso de parte de los huelguistas.
La casa de nosotros, de la que andando los años Ángel Lázaro habría
de decir: “Esta casa tiene solera", estaba rodeada de patio por todos
lados y tenía un jardín donde mi madre sembraba flores con mucha ilusión. Las
flores de la época eran los polnerones, las madamas, las dalias, las violetas,
las ixoras, las gardenias, las diamelas, la rosa Francia, el jazmín de cinco
hojas y el del Cabo, las pasionarias, el galán de día y el galán de noche, los
nomeolvides y las maravillas. Se hacían tentativas de cultivar claveles de
España, pero sólo se lograban ejemplares muy pequeños que pronto degeneraban y
no florecían. Los que le dieron el primer impulso a la floricultura en Cuba,
introduciendo variedades de rosas y plantas nuevas, fueron los chinos Armand,
del jardín El Clavel, en Marianao; ya desde antes de la guerra de independencia
los padres de Alberto y de Camilo estaban establecidos.
Mi padre, al fabricar la casa lo hizo de acuerdo con su sentido
amplio y claro de la vida, y la casona es sencilla, llena de dependencias que
le fueron saliendo a medida que la familia las necesitaba. Es fea, si se
quiere, pero muy confortable. Tiene un portal ancho que da a dos calles y un
balcón en el comedor que era el refugio de las niñas para curiosear los juegos
de los varones y la intensa vida de las caballerizas y, a veces, contemplar
desde allí las visitas del oso de los gitanos y del andarín Carvajal. Parece
mentira que hubiera una época en La Habana en que un hombre se ganara la vida
corriendo, pero era así. Carvajal, ya medio viejo, flaco y calvo, no dejaba de
correr un minuto; entraba en el patio, daba muchas vueltas tocando
incesantemente un pito, pedía agua fría que se echaba por la cabeza, tomaba el
medio peso que nosotros le tendíamos con admiración, y se iba siempre corriendo
y sonando el pito. En el patio, primitivamente de piso de tierra, sembrado de
árboles frutales, estaban las caballerizas y la cochera con su ancha puerta
ingenua en forma de herradura. Tenía un piso alto al que se subía por una
escalerita de caracol increíblemente estrecha, donde estaban los cuartos de la
servidumbre masculina y de algún matrimonio: Esperanza y Manuel, Claudio y
Josefa. Yo quisiera tener una pluma de ganso muy afilada, siempre he pensado
que las memorias pueden escribirse bien con pluma de ganso, para poder
reproducir la impresión que esos lugares me causaban, el recuerdo que me han
dejado. Está todo impregnado de olor, un olor a cuero y solarina, a montaduras
y bayetas, a caballo limpio, a frazadas nuevas, a heno y yerba fresca, a
maloja, a afrecho, a avena, a sacos de maíz. Yo hoy pienso que era un olor
viril y que ya desde entonces lo viril me era agradable…
Memorias de una cubanita que nació con el siglo, 1986; fragmentos, cap. III.
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