Miguel Ángel de la Torre
I
Un suceso peregrino ha venido a
arrugar someramente en estos días la superficie de esta vida de lago del
ingenio Hormiguero, estancada al borde de la esmeralda musical de los
cañaverales infinitos. ¡Oh, esta vida regida por los mandatos periódicos de la
sirena de ingenio! Pasan los días, los meses y los años al pie de la gran torre
de ladrillos rojizos sin lograr hacer sentir su paso. Acaba la zafra y empieza
el tiempo muerto en sucesión tranquila y monótona, para luego volver a la zafra,
un año tras otro, de igual manera, sin un tropiezo, algo así como las olas del
mar. Se vive a espaldas del calendario y hasta del reloj mismo.
Mientras tanto los trenes, en su
carrera diaria entre Cienfuegos y La Habana, se detienen un momento al borde de
esta laguna de vida humana, dejan unas cuantas cartas y otros tantos periódicos
y luego siguen bufando, rebrincando sobre su camión férreo. La torre del
ingenio, desde su sitio inmutable, los ve alejarse con un aire de soberbia y de
burla.
Pero esos trenes no logran contagiar
este rincón del mundo con la rugiente fiebre lejana de las ciudades. Así no
eran menester demasiado sensacionales ocurrencias para merecer la atención de
estas imaginaciones encalmadas y en desuso.
Comprended ahora el éxito facilísimo
de un Sherlock Holmes cualquiera extraviado entre estas maniguas. El cual
Sherlock Holmes ha hecho efectivamente acto de presencia en estas pasmadas
latitudes. Es un Sherlock Holmes mixto de Raffles, burlón, caprichoso, inclasificable
y capaz de desorientar al más agudo de las novelas policíacas a la moda. No se
sabe cuáles sean sus propósitos ni siquiera ha dado a conocer sus pretensiones.
Hasta ahora parece simplemente un peregrino “dilettante” de las emociones
fuertes, para cuya endiablada alquimia, a manera de inmensa retorta propicia,
ha escogido el batey del Hormiguero, donde unos centenares de vidas humanas
dejaban hasta hoy irse los días sin tomarse vulgar molestia de contarlos.
El misterioso huésped de Hormiguero
ha hecho sentir su sensacional presencia por medio de pasquines y de avisos
directos. Ha dado muestras de su aristocrático deseo de riesgo desdeñando la
fácil impunidad, al alcance de todas las cobardías, del correo oficial. Sus
terroríficos mensajes aparecen en las paredes de la casa de las oficinas –todo el
día llena de empleados y por la noche celosamente custodiada por los guardia
jurados de turno-; sobre las mesas en el interior de las viviendas
particulares; en los bolsillos de las chaquetas de los obreros colgadas al
alcance de la mano en las horas de labor.
Ahora bien ¿cuáles son sus avisos? Escritos
con gallarda letra inglesa y con cierta literatura cuidadosa, sus mensajes
advierten y conminan con urbanidad, sin grosería, sin odios. “Este año no habrá
zafra –dice un día-. Empeñarse en lo contrario le causará usted grandes daños”.
Otras veces amenaza con quemar los cañaverales, con destruir la maquinaria, con
envenenar las grandes calderadas de frijoles del rancho diario; pero en tal
ocasión, siempre sin abandonar su cortesanía epistolar, habla de atroces
secuestros y torturas en algunos de los hijos de los empleados importantes del
ingenio.
También ha llegado a la ingenuidad, uno de sus
avisos, en el cual pretendía paralizar las labores del ingenio. Al parecer
sintió la necesidad de hacerse sentir un poco más tangiblemente, a cuyo objeto
quiso ofrecer una muestra de la realidad de su poder. “Si no se me obedece la
romana no funcionará, porque se ha quitado una de sus piezas insustituibles” –escribía
el enigmático Sherlock Holmes al final de su comunicación; pero desgraciadamente,
aunque la sustracción audaz de tales piezas, era cierta, su reposición fue
fácil.
A consecuencia de lo cual las labores no
fueron esa vez interrumpidas. Ni esa ni ninguna otra vez. Porque debemos añadir
que a estas horas, a pesar de los escalofriantes mensajes timbrados con una
macabra y tosca rúbrica consiste en unas tibias cruzadas debajo de una
calavera, todavía las maquinarias del Hormiguero no han volado, los frijoles no
causan sino sus indigestiones ordinarias y los niños siguen siendo el encanto
de las pocas horas de asueto de sus padres.
II
Otra novedad en la vida estereotipada del
ingenio ha sido la implantación aquí de un cinematógrafo, ocasión de grato
solaz para estas gentes laboriosa. A vosotros, concurrentes a las tandas
perfumadas de Fausto y de Miramar y a las hervorosas sesiones infantiles de
Campoamor, os sería difícil formaros idea de una función en este lindo
teatrillo de ladrillos rojos erigidos entre los fragantes macizos de flores del
jardín de Hormiguero, adonde cada noche se congrega la más heterogénea y
bulliciosa de las concurrencias cinematográficas.
Son mecánicos tiznados, colonos cuyos caballos
cubiertos del sudor de varias leguas quedan amarrados a la puerta, las esposas
y las hijas de los empleados lindamente ataviadas, confundidos en una asamblea
alborozada y de fácil contentamiento sobre la cual brota constantemente a lo
largo de la función toda clase de sorprendentes comentarios manifestados a voz
en grito con ingenuidad encantadora.
Esta noche primera de mi asistencia desfila
por la pantalla una de esas cintas en varios episodios, de asuntos truculento,
a cuyo anuncio el público de La Habana forma filas ante las taquillas. Aquí el
éxito es igualmente clamoroso… El héroe
de la película pasa mil trabajos y tormentos, pero a cada apuro se muestra más
invencible. Da trompadas sansonianas, se muestra genial en sus astucias, burla,
acomete y desorienta a sus enemigos, bajo una constante ovación de este público
ingenuo.
En un momento peligroso llega, sin embargo, en
el cual el héroe parece al fin a punto de ser vencido. Entonces de las últimas
filas en sombras del teatrillo surge un grito:
-¡Espérense ahí, voto a Dios!
Mientras tanto vemos a un guajiro,
descompuesto, jadeante de emoción corriendo hacia el escenario con el machete
desenvainado en la mano, en auxilio del héroe de la cinta.
Casi nadie ríe de la aventura, suspensos todos
del desenlace. Afortunadamente el héroe ha vencido al fin y el machete vuelve a
la vaina.
III
A mí este caso me hizo reír, pero luego me
hizo pensar también.
Mientras los miles de metros de celuloide con
un zumbido monótono de la máquina proyectora, seguían corriendo, yo seguía en
tantas y tan diversas caras el reflejo de las aventuras de aquel Roleaux
invencible y gallardo cuyas sugestiones luego fructificarían en la
inconsciencia del sueño y al día siguiente durante las largas horas de rumia
mental consagradas al trabajo. El teatro era en aquellos momentos una escuela
en silencio y en la pantalla iluminada se iba desarrollando una muda lección de
crímenes, de adulterios, de toda clase de contagiosas monstruosidades.
Yo en tanto seguía buscando entre los
espectadores, a la escasa luz de la sala, al misterioso autor de los mensajes
amenazadores e inofensivos ante los cuales desde hace unos días en Hormiguero
se ha desvelado los padres y han redoblado asustado su vigilancia los guardias
jurados…
Heraldo
de Cuba, octubre 17 de 1919.
Prosas
varias, pp. 105-09.
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