Manuel Márquez Sterling
Sobre la dorada cuesta de San Juan, en donde
más amante sopla la brisa y es más bello y melancólico el paisaje, se halla
Juan Manso, con todo el secreto de su
extraña fe, con todo el atractivo de su divina y sobrenatural representación.
Ora y cura los enfermos. Rocía las llagas con agua bendita. Y limpia, con
el fulgor de su mirada, las lástimas del
espíritu. Fui a verle una tarde, bajo los
rayos de un sol que tostaba las entrañas de la tierra. Y no fui solo.
Fui en romería, más allá de Lourdes, a Jerusalén, la patria del Señor...
¡De haber sido poeta! En aquella cresta de
conciencias soñadoras; en aquel escenario de antiguas y muy lejanas
remembranzas, se extendía una íntima
cordialidad que más enérgica y decisiva
era cuanto más abría sus alas el ave incolora del temor. Casi advertí
una tendencia a la ternura, que las gentes expresaban en constantes
conmociones. Y como si cada cual llevase en su interior quién le predique del
bien y le discuta la verdad, abstraíanse, hombres y mujeres, en ciertos
instantes, para sostener, cuerpo a cuerpo, allá por sus adentros, esa lucha en
que unas veces triunfa la imaginación y otras vence la inteligencia. Pero, más
interesante que la duda era la fe que no admite lógica, ni ciencia, ni otra fe
distinta a su paso. La materia pasea por el mundo; viven sus almas colgadas del
cielo, y se indignan, frenéticas, al divisar desde su altura a los escépticos,
a los indiferentes que atraviesan la tierra y llegan a la tumba sin mirar con
los ojos del espíritu a las puertas de San Pedro. Sin estar enfermos, los
fanáticos experimentan extravíos en su organismo; un vértigo de pasión
demoledora trabaja en el cerebro; y se dirigen, al fin, como cosa previamente
convenida con los ángeles del cielo, al santo que sana los cuerpos con agua
bendita. ¡Dios perdona los pecados! ¡Qué felicidad pecar hoy para vivir de su
perdón mañana! De la piel desaparecen las llagas; la tez verdosa se vuelve
rosada y fresca; tiñe los ojos un brillo que ilumina en torno suyo las
tinieblas de todas las conciencias. Y a la caída de la tarde, en el instante de
los crepúsculos — que viven en el espacio de tres relámpagos, entre el sol y la
noche de los trópicos— la muchedumbre cándida baja la cuesta de San Juan;
charla, ríe, canta, con una placidez sincera. A cada paso, tiene un nuevo
milagro que oír; una cura estupenda que observar. La hueste se detiene y grita.
Forma sobre el césped inculto un circo que las miradas trazan casi con llamas.
Y se exhibe al fin, un hombre de tallo largo y flaco, lampiño, bizco, apoyado
en una muleta que un poco más doble remedaría una caja de muerto. Al llegar al
punto en donde todas las miradas participan de él por igual, suelta la negra
muleta y camina como un galán que contonea su cuerpo ante la reja andaluza de
su amada. La multitud se entusiasma y grita de nuevo. Y una fe más honda inunda
el corazón de las docenas de cojos y paralíticos, ciegos y sordos, que a diario
suben y bajan la cuesta de San Juan en busca de oraciones y agua bendita,
obligados, por la indiferencia de ese Dios que tan alto vive, a pasear sus
lástimas hasta la hora en que se fije en su tristeza la misericordia del cielo.
«Ay, exclama el inválido con los ojos arrasados de lágrimas: por ahí viene mi
hora; la mirada del cielo se posará en mis miembros rígidos e inútiles; y seré
feliz, para aguardar sin dolor la fecha distante de mi muerte»…
El santo se va quedando solo, cuando su
oración expira. Su palabra es torpe: el cielo, más prudente que nuestro deseo,
no le envía por raudales la inspiración del discurso. Predica la buena moral de
Zoroastro, a quien ni de oídas conoce; y como en su alma sin cultura las ideas
se atropellan, mezcla y amasa principios que no hallaron hasta hoy moldura
posible. Pero, en el fondo de su palabra se ve una candidez sugestiva; un
ensueño que extrañas purezas de imaginación llevan a su cerebro; y con lentes
de sobrenatural efecto se le distingue rodeado de espíritus, suspendido por
ellos en un mundo en el que, para el profesor Dugás, no reconocen límites lo
real ni lo posible. Y su triunfo, el de Juan Manso, el del pobre y humilde
soldadito vestido de Jesús, con luenga y tupida barba de Nazareno, consiste en
que, para su ignorancia y para estudiar los rincones de su Paraíso y para
conocer los extremos de esa fosforescencia de espíritu exaltada en su
conciencia por una fiebre, que en vez de la muerte le produjo más vida,
necesita el crítico abrir la ciencia, pedirle consejo, oírla con fija atención,
y explicar sus éxitos, que algunos produce, reales y sugestivos, sin anatema
para la prueba que tantos enamorados conquistó sobre la cuesta de San Juan...
Y Juan Manso, de líneas enérgicas, pequeño de
estatura, de ojos brillantes, grandes, fijos, sin vaguedad ni indecisión, con
su figura de apóstol, que come de limosna, que rechaza dinero y viste andrajos
de la caridad pública, no pone en duda sus principios, ni los somete a
discusión, ni se excita, ni se asusta, ni llora, ni ríe... Sus movimientos son
ágiles; camina con ligereza que contrasta a la majestad de su poder
sobrenatural; y pregunta, abstraído en sus pensamientos, como quien llevara el
océano en el vaso de una sola idea, cuanto cabe ¡oh señor! desde lo pequeño
infinito basta lo infinito grande. Levanta las manos como si las pusiera sobre
el lomo de Dios. Cierra los ojos y repite la pregunta...
La noche es su misterio y ora y goza del
deleite de pasar la velada en charla con los seres de arriba. Se encierra en un
cuartucho y por un agujero de la puerta le dan carne y agua... Los angelitos
del trono del Eterno descienden a su cueva de conejo y le sirven con más lujo
que a Morgan en su hotel de New York. Duerme después como un bendito. Y a la
madrugada despierta; se pone en pie y sale a orar para sí, ya que ha de orar, durante
el día, para el prójimo. Se incorpora en la montaña y de lejos recuerda al
poeta moro que canta sus versos, al crepúsculo, entre flores y almas, con el
ritmo espontáneo de íntima poesía que guarda brisas enérgicas para el bosque y
suaves alientos de amor para la dama, entre fuego y beso, que estimula sus
anhelos bajo el cielo de marfil...
Pasa y se aleja y diríase que se interna en
una nube que a buscarlo viene al horizonte. Y regresa corno huyendo de que el
sol incendie sus mejillas y carbonice sus luengas barbas de Nazareno... Avanza
con andar melódico. Remeda un cuadro oriental. La sombra de Mohamed, poeta,
atraviesa y corta su aureola de Hombre Dios. Y al mirar hacia abajo descubre
los primeros inválidos que vuelven a su infructuosa peregrinación de cada día.
Juan Manso, de rodillas, ora y espera.
Se publicó originalmente como “El Hombre
Dios”, en El Fígaro (no 31, 30 de julio de 1905, pp. 378-79), y luego en
Alrededor de nuestra psicología (1906, pp. 143-53) como “El hombre Dios
(capítulo de superstición cubana)”.
Las imágenes pertenecen a la edición de El
Fígaro.
Agradecimientos a Fracisco Morán.
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