lunes, 12 de noviembre de 2012

Cucaracha





 Jorge Mañach


 Al pasar esta mañana ante el atrio de la Merced vimos a Cucaracha, que salía precipitadamente del templo a grandes trancos desbaratados, y haciendo una media ceremonia grotesca ante dos pordioseros —un vejete hirsuto y una brújula enteca que jeremiaban, costra con costra, sobre la decadencia de la limosna— se perdía desatentado y gesticulante arroyo abajo.
 Como siempre, llevaba un paquete bajo el brazo y descubierto el cráneo en forma de cápsula, constelado de los lunares mondos de pelos que le habían ganado su triste apodo: Cucaracha. La nuca y el hirsuto cogote se le unían en una cuenca profundísima, dolorosa de ver. El traje negro se dijera de elástico, tanto se le encogía sobre la descarnada humanidad, y los pantalones mostraban las rodilleras raídas, francas ya al atisbo de la pierna velluda y verdosa que una vez cubrieron.
 Todos los domingos, en las cuatro misas, cuando ya va mediado el oficio y la piedad de los fieles ha triunfado de las primeras distracciones mundanas; cuando no se oye sino el bisbiseo discreto de los rezos íntimos, el crujido de las sedas y el tilín-tilín comedido de la campanilla ritual, Cucaracha aparece de súbito, cruza la nave por su medio mismo, se desploma frente al altar mayor con un golpe tremendo de las rodillas e las losas, se humilla hasta el pavimento, abre los brazos en una frenética invocación, y se retira en seguida por donde vino, con sus labios húmedos y temblorosos y su mirar alucinado. Algunos fieles le siguen con la mirada. Los hombres sonríen; las mujeres suspiran y rezan un poco más visiblemente; los niños les hacen preguntas violentas a sus mamas. Y Cucaracha se va a hacer la misma ceremonia a otra iglesia.
  —¡Pobre Cucaracha! —comentó Lujan esta mañana—.
 Es un incomprendido este último de nuestros grandes místicos. Ahora cruzará la ciudad toda, obcecado Dios sabe detrás de qué visión ideal que nosotros no percibimos. Y los niños —y los grandes, que también entre nosotros suelen conducirse como niños para lo malo— se le meterán por medio, le tirarán del saco, le gritarán en falsete: ¡Cucaraaacha! Él se enfadará un poco; pero luego seguirá su camino, obseso y feliz, a lo suyo... ¿Qué cosa, hijo, será lo suyo, esto que él ve y que nosotros no vemos?

  Estampa de San Cristóbal, La Habana, Editorial Minerva, 1926.


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