Miguel Ángel de la Torre
Al país entero le faltan hoy lenguas para
hablar de Arroyito, nuestro héroe nacional de la hora presente. ¡Cómo se habrán
estremecido, de un extremo a otro de la isla, esas masas que lo aman y acatan,
en las cuales se confunden clases distintas de nuestra sociedad! Ningún cubano
de los vivos, sean cualesquiera sus servicios a la patria, despertaría iguales
emociones.
Con reconocer tal como es esta verdad no
censuramos ni aplaudimos, limitándonos a dejar constancia de un hecho.
Por lo demás si hemos de ser sincero
confesaremos que la cosa no logra indignarnos demasiado. Arroyito quizás no sea
efectivamente un héroe nacional, pero bien hubiera podido llegar a serlo si le
toca vivir en otras circunstancias. Madera para héroe tiene de sobra.
Ese mismo valor suyo, ese desprecio de la
muerte y de la adversidad, esa energía y esa confianza en sus propias fuerzas y
en la justicia de su causa, que en casos como el suyo lleva al patíbulo, en
otros lleva a la gloria. Unas veces se llega a Napoleón y otras se acaba en
Manuel García. Es cuestión de ambiente y de circunstancias.
El público, presintiéndolo así, comete después
de todo gran pecado asignándole toda su entusiástica devoción al único de los
hombres cuyo nombre figura hoy en los periódicos en quien ha hallado al fin y
al cabo algo de gallardía y de romanticismo caballeresco, aunque su mala
estrella lo haya llevado a desarrollarlo por caminos extraviados.
Así se consuela un poco de todo el bandolerismo vergonzante y
cobarde con que tropieza por las calles de las ciudades, viajando a veces en
coches oficiales.
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Estamos asistiendo a la apoteosis del bandolerismo. ¿No nos lo demuestra la romántica gloria de Arroyito? ¿No nos lo
prueba esa sensación de angustia loca que estremece la Isla de un extremo a
otro cada vez que nuestros tribunales, asaz benignos por lo demás, pronuncian
una sentencia de muerte, llenándose las peticiones con los nombres más distinguidos
de nuestros círculos sociales? ¿No nos convence de ello la impunidad con que
los Solís de antes y los Ramírez de ahora pasean sus hazañas al través de
nuestros campos a favor de la complicidad amistosa de nuestros campesinos?
¿No basta todo eso? Pues entonces pásese la
vista por una crónica de Enrique Fontanills en que reseña una de esas solemnidades
del mundo aristocrático a que prestan el lustre de su presencia los más altos
prestigios de nuestra política, de nuestras finanzas, de nuestras profesiones…
¡Razón tiene el orgulloso Julio Ramírez al
discutirle arrogantemente a Arroyito el título de primer bandolero de Cuba!
Bandolero de bandoleros ha de ser el que tal título merezca.
El sol,
Cienfuegos, 1921. Tomado de Prosas varias,
Editorial de la Universidad de La Habana, 1966, pp. 411-12 y 421.
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