Julián del Casal
Desde hace algunos días se ha fulminado, por
el Gobierno Civil de esta provincia, un decreto de muerte contra los perros que
vagabundean por las calles de esta capital. La medida se funda en el daño que
pueden hacer esos animales, en esta época del año –época en que les ataca la rabia–
a los transeúntes. Es una medida previsora y que, al revés de otras, ha
empezado a cumplirse de seguida. Dentro de poco no se verá un solo perro
callejero. Hasta los de las casas particulares están amenazados de muerte, si
se atreven a sacar el cuerpo fuera de la reja de la ventana o a trasponer el
dintel de la puerta principal.
No voy a atacar la disposición del señor
Rodríguez Batista. Es digna de aplauso y ha merecido la aprobación de las
personas sensatas. El perro, como todo lo que adora el vulgo, es una de las
cosas más detestables de la creación. Sólo me gusta verlos en los cuadros del
Veronés, echados a las plantas de hermosas venecianas, encima de rica alfombra,
donde producen deliciosas manchas de color. Por lo demás, sólo sirven para ser
degollados.
A semejanza de muchos hombres modernos, el
perro carece en absoluto de educación. Basta darle una pulgada de confianza,
para que se tome una legua. Siempre estará saltando a nuestras rodillas,
ladrando a nuestros oídos o ansiando nuestras caricias. Y no consienten que
vayamos a alguna parte sin ir con ellos. Son como esas mujeres que nos matan lentamente
con sus ternuras desenfrenadas. Donde haya un perro, no puede haber nunca paz.
Tampoco consienten en que tengamos predilección por otros animales. Son
profundamente egoístas. Nada diré de su suciedad. Entre la lana de un perro se
encuentran siempre más inmundicias y un olor más nauseabundo que en un
pudrigorio.
La fidelidad de esos animales es una de las
tantas mistificaciones que sufre la humanidad. Es una fidelidad nacida del
temor, de la costumbre o de otra causa análoga. La simple vista del cuerpo
humano produce en el perro un asombro ilimitado, asombro que ha sido estudiado
por algunos fisiólogos. Es un fenómeno como otro cualquiera. Además, cuando la
fidelidad llega al extremo de soportar pacientemente toda clase de golpes y
lamer luego la mano que los descarga, se convierte en bajeza.
Para justificar todavía más la repugnancia que
me inspiran esos animales, citaré los hechos que cualquiera puede comprobar: el
animal más despreciado por los otros animales, es el perro; el perro es también
el más indecente y más cínico de todos los animales: todo lo hace a la vista de
todo el mundo.
Y, por último, se sabe también que los perros
no se aman mutuamente, en lo que se parecen bastante a los hombres. Tal vez sea
esta la causa del cariño que inspira a la mayoría de los hijos de Adán.
Si la medida del señor Rodríguez Batista no
mereciera nuestros elogios por las razones expuestas, los merecía porque está
llamada a producir la muerte de los falderos que se escapan de las piernas de
ciertas mujeres y que, con sus incesantes caricias, les hacen olvidar que han
nacido para ser compañeras del hombre y multiplicar la especie.
¿Verdad, E. y L. y J. y...?
Hernani
La
Discusión, jueves 17 de abril de 1890, año II, No 252.
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