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viernes, 23 de diciembre de 2011

La herodíada perruna





 Julián del Casal

  
 Desde hace algunos días se ha fulminado, por el Gobierno Civil de esta provincia, un decreto de muerte contra los perros que vagabundean por las calles de esta capital. La medida se funda en el daño que pueden hacer esos animales, en esta época del año –época en que les ataca la rabia– a los transeúntes. Es una medida previsora y que, al revés de otras, ha empezado a cumplirse de seguida. Dentro de poco no se verá un solo perro callejero. Hasta los de las casas particulares están amenazados de muerte, si se atreven a sacar el cuerpo fuera de la reja de la ventana o a trasponer el dintel de la puerta principal.
 No voy a atacar la disposición del señor Rodríguez Batista. Es digna de aplauso y ha merecido la aprobación de las personas sensatas. El perro, como todo lo que adora el vulgo, es una de las cosas más detestables de la creación. Sólo me gusta verlos en los cuadros del Veronés, echados a las plantas de hermosas venecianas, encima de rica alfombra, donde producen deliciosas manchas de color. Por lo demás, sólo sirven para ser degollados.
 A semejanza de muchos hombres modernos, el perro carece en absoluto de educación. Basta darle una pulgada de confianza, para que se tome una legua. Siempre estará saltando a nuestras rodillas, ladrando a nuestros oídos o ansiando nuestras caricias. Y no consienten que vayamos a alguna parte sin ir con ellos. Son como esas mujeres que nos matan lentamente con sus ternuras desenfrenadas. Donde haya un perro, no puede haber nunca paz. Tampoco consienten en que tengamos predilección por otros animales. Son profundamente egoístas. Nada diré de su suciedad. Entre la lana de un perro se encuentran siempre más inmundicias y un olor más nauseabundo que en un pudrigorio.
 La fidelidad de esos animales es una de las tantas mistificaciones que sufre la humanidad. Es una fidelidad nacida del temor, de la costumbre o de otra causa análoga. La simple vista del cuerpo humano produce en el perro un asombro ilimitado, asombro que ha sido estudiado por algunos fisiólogos. Es un fenómeno como otro cualquiera. Además, cuando la fidelidad llega al extremo de soportar pacientemente toda clase de golpes y lamer luego la mano que los descarga, se convierte en bajeza.
 Para justificar todavía más la repugnancia que me inspiran esos animales, citaré los hechos que cualquiera puede comprobar: el animal más despreciado por los otros animales, es el perro; el perro es también el más indecente y más cínico de todos los animales: todo lo hace a la vista de todo el mundo.
 Y, por último, se sabe también que los perros no se aman mutuamente, en lo que se parecen bastante a los hombres. Tal vez sea esta la causa del cariño que inspira a la mayoría de los hijos de Adán.
 Si la medida del señor Rodríguez Batista no mereciera nuestros elogios por las razones expuestas, los merecía porque está llamada a producir la muerte de los falderos que se escapan de las piernas de ciertas mujeres y que, con sus incesantes caricias, les hacen olvidar que han nacido para ser compañeras del hombre y multiplicar la especie.
 ¿Verdad, E. y L. y J. y...?


 Hernani


 La Discusión, jueves 17 de abril de 1890, año II, No 252.

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