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sábado, 24 de diciembre de 2011

Todavía los perros




  Julián del Casal


 Hace pocos días escribí, en las columnas de este periódico, una diatriba contra los perros, la cual me ha valido –a más del odio de algunas mujeres abyectas– que mi queridísimo amigo Antonio Delmonte, gacetillero de El País, a quien me encuentro unido por el triple lazo del cariño, del compañerismo y de la admiración, me dirija primero un elogio, que no le agradezco, porque desdeño los elogios de los amigos, y después una censura, que sí le agradezco, porque me proporciona asuntos para escribir la crónica de hoy.
 Antes de entrar en materia, debo manifestar que los perros, lo mismo que los hombres, pueden dividirse en dos grupos: los felices y los desgraciados.
 ¿Cuáles son más merecedores de la pena impuesta a la raza en general, por el señor Rodríguez Batista?
 Indudablemente los primeros. Estos, o sea, los caseros, son los más culpables. Ya sean galgos, ya de aguas, ya de otra casta, tienen más defectos que pulgas. Ellos son los que desde la alfombra azul, rameada de rosas blancas, donde los piececillos rosados de nuestras adoradas se despojan de sus chapines de raso negro, bordados de oro, pasan la noche escuchando las secretas confidencias del amor conyugal; los que saltan de improviso, al rayar la aurora, sobre la nívea blancura de las sábanas; los que, al salir de la alcoba nos siguen a todas partes; los que al sentarnos a la mesa, están pidiendo a ladridos su ración; los que, a la hora de leer el periódico, se les ocurre siempre trepar a nuestras rodillas; los que, al ver entrar a nuestros amigos, se abalanzan a sus piernas; los que, en el momento en que escribimos, ahuyentan nuestros pensamientos con inesperados aullidos; y los que, al salir a la calle, en vez de seguir nuestros pasos, nos abandonan por ir tras de las huellas de la primera perra que han visto pasar.
 Al llevar un perro a nuestro hogar, que sea para que lo custodie, para que lo defienda o para que nos advierta el peligro; pero nunca para que le abramos, como no lo abriríamos a muchas personas, el santuario de la intimidad.
 Tengámoslo siempre, con una cadena al pie, junto al tronco de un árbol de nuestro jardín y próximo a alguna fuente, cuyos surtidores envíen hasta él, por medio de sus líquidos abanicos, para refrescar sus ardores, lluvia de sus perlas irisadas.
 Los perros desgraciados, o sea, los callejeros, son casi todos, como los niños de las cercanías de Belén, inocentes... No hacen daño a nadie, ni siquiera a las aves muertas. Ellos se arrastran, con las orejas gachas y con el rabo entre las patas, por encima de todas las inmundicias de las calles, expuestos a recibir en sus lomos puntiagudos los puntapiés de los transeúntes, las pedradas de los pilluelos o los latigazos de los cocheros.
 Están mejor educados que los otros. Si marchan por la acera, en el momento en que cruzamos, se pegan a la pared o se arrojan al arroyo para dejarnos pasar. Nunca se atreven a pedirnos, como los mendigos limosnas, la más ligera caricia. Tienen conciencia de su estado y no quieren provocarnos náuseas. Ni siquiera se quejan. Hasta cuando un coche los aplasta bajo sus ruedas sólo lanzan un aullido apagado que no percibimos.
 Desde hace algún tiempo, esos perros son recogidos, en carros especiales, por los servidores de la filantrópica asociación. Ya no necesitan introducir los hocicos helados en los cajones de basura para saciar su hambre, ni sumergir la lengua amoratada en el agua verdosa de los charcos para apagar su sed. Pueden morir también, no en mitad del arroyo, sino como los artistas pobres, en uno de los lechos de su hospital.
 Señor Rodríguez Batista ¡piedad para esos inocentes!
 A pesar de lo expuesto en contra de los perros caseros, he conocido uno, lo mismo que tú, mi querido Antonio, que pasará a la posteridad.
 Un poeta amigo nuestro lo ha inmortalizado en preciosos versos. Era un modelo de belleza, de finura y de discreción.
 Su blancura era igual a la del armiño y el verde de sus ojos al de las esmeraldas.
 No comía más que fresas y sólo bebía esencia de violetas.
 Todavía, al recordarlo, siento un calofrío de tristeza en el corazón.
 Séale la tierra leve ¡ha pesado tan poco sobre ella!


 Hernani


 La Discusión, martes 22 de abril de 1890, año II, No 256.

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