Cualquiera
creerá al ver el epígrafe de este artículo, estampado sobre el papel en los
días caniculares del mes de agosto, que vamos a incurrir en la vulgar costumbre
de la prensa española de pedir a voz en cuello decretos de persecución y muerte
contra la raza canina de la Europa entera. No somos a la verdad supersticiosos
admiradores, como los árabes, de la independencia y libertad perrunas, ni
querríamos que las calles de nuestras ciudades estuvieran invadidas por perros
enfermizos y vagabundos, como con religioso respeto dejan estar las suyas los
turcos y marroquíes; pero de eso a acostumbrarnos a la idea de pedir
desapiadadamente el envenenamiento y exterminio del animal que desde remotos
tiempos se llama amigo del hombre, media la distancia moral y física que
existe entre las gacetillas impremeditadas a que aludimos, y los párrafos
razonados que nos proponemos escribir.
Siempre hemos
rechazado por instinto todas las inquisiciones, y nunca nos ha parecido liberal
la ley de Lynch ni aun aplicada a los perros rabiosos.
Sabido es que
uno de los proyectos que entraban en la convocatoria de la Exposición Universal,
era el concurso permanente de animales vivos, renovado por quincenas entre las
razas más útiles al hombre; pero el desarrollo de la epizootia en la mayor
parte de los ganados de Europa anuló casi desde el principio este propósito de
la Comisión Imperial, quedando reducido el certamen a la exhibición de la industria
pecuaria francesa, con algún que otro ejemplar de la prusiana.
En las dos
quincenas de abril se expusieron las razas ovinas destinadas a la producción y
al degüello; en las de mayo, las vacas lecheras y las ovejas laneras; en las de
junio, los caballos de tiro y los animales de corral; en las de julio, los
bueyes y caballos de lujo, y en la quincena que acaba hoy le ha tocado su turno
a los perros.
Antes de
decir lo que es una exposición de perros, necesitamos manifestar que en los
países extranjeros no se ven estos animales abandonados como en España por
calles y caminos, arrastrando una existencia escuálida, pestífera y en
ocasiones aterradora. Nosotros no sabemos en qué consiste la diferencia, pero
consignamos el hecho añadiendo que se les tiene por cosa seria, útil y
productiva. Solo así puede explicarse que en algunos países exista una
contribución sobre los perros, que en otros se piense en imponerla, y que en
todos se procure adquirir datos y establecer métodos para mejorar y difundir
las especies. En Francia, por ejemplo, se sabe de una manera oficial que hay
794 869 perros que ganan lo que comen guardando casas decampo; 576 950 que
cuidan rebaños o prestan su servicio en los mataderos; 337 255 que se ocupan en
cazar; 1 431 en guiar ciegos y 534 326 en recrear a sus amos.
Los perros
alemanes, especialmente los de Darmstadt, producen al Estado grandes sumas por
su contribución; siendo de advertir que a pesar de haberse cuadruplicado el
tributo en este último punto desde 1821, hay hoy muchos más perros de los que
entonces había. Todo esto explica, decimos, la atención que en esos países se
consagra a los generosos animales que con tanta usura pagan al hombre siempre
el alimento y cariño que este les da.
La exposición última de
Billancourt no ha sido tan numerosa como algunas que hemos visto en Inglaterra:
aquí han concurrido únicamente unos cuatrocientos perros, mientras que allá se
contaban por miles. Alójanse de ordinario los animales en unos tinglados de
mediana extensión, a cuyos costados corren dos galerías de pequeñas cuadras,
cortadas en su altura media por unos tablones con el fin de que cada perro,
alojado en la suya, ocupe una posición superior al individuo que lo contemple.
Los tinglados contienen razas aisladas, y todos los perros están atados a la
pared de su cuadra con largas cadenas, que les permiten recorrer el espacio con
amplitud. El pavimento está asfaltado y el agua circula en abundancia por el
local, para que los malos olores no turben la inspección detenida de los
animales.
En la primera sala de esta
exposición han figurado los mastines, a quienes su antigüedad en el mundo les
hace de derecho acreedores en todas partes a tan singular preferencia: en esta
familia descollaban los de la raza de Brie, que representa según los
inteligentes, el tipo más perfecto. Seguían después los guarda-montañas, entre
los cuales se distinguían los del monte de San Bernardo con los collares,
carlancas y barrilillos que llevan en sus expediciones, y las medallas que han
ganado en sus respectivos salvamentos. La primitiva raza de esos célebres
perros se extinguió en 1820, como es sabido, a consecuencia de la peste que la
invadió; pero habiéndose salvado uno solo y héchose cruzamiento con él en la
casta leomburguesa del Pirineo, ha resultado felizmente la actual familia, que
aunque menos bella que la otra, la supera en fuerzas musculares y dulzura de
genio. Los perros del monte de San Bernardo atraían la atención del público con
algo de religioso miramiento. Por último, los hermosos perros de Terranova,
esos anfibios que se disputan con los pescados el nadar, cuya nobleza y gallardía
son proverbiales, completaban con la magnífica especie danesa, que cada día se
mejora y embellece, la colección de los perros de estampa.
Visitábanse a
continuación los cazadores, entre cuyas varias familias había ejemplares
preciosísimos. Estos perros son los de mayor valor en el tiempo presente, por
ser también ahora como nunca elegante el ejercicio de la caza, y aun más que el
ejercicio, los adherentes y útiles del cazador. Algunos de esos animales de
castas inglesas que se ofrecían en venta, tenían asignados precios entre ocho y
doce mil reales cada uno: las trahillas particulares no se vendían. Tampoco
creemos que estuviese en venta formal un perro del Sr. Howard, el fabricante
inglés de máquinas agrícolas, sobre cuya estancia se le había consignado un valor
de cinco mil duros. Si algún animal del mundo valiera realmente esta suma , lo
sería con efecto el perro del Sr. Howard, pues su hermosa piel de color de
avellana ensortijada como las de Astracán, sus orejas de un largo y laxitud
asombrosas, sus corvejones altos y fuertes, su vientre seco, su mandíbula corta,
su pecho anchuroso, y la dulzura de sus ojos melados, revelaban esa
aristocracia de sangre y de índole, que se conserva
pura a despecho de las vicisitudes de los tiempos , y que si a venderse fuera,
valdría el dinero en que el capricho se empeñara en tasarla.
Entre las jaurías notables distinguíase la de
la especie de San Huberto, en la cual todos los animales se parecen en figura,
docilidad, fuerza, vientos y perseverancia. Asomarse a una de esas jaurías
parece ver reproducida la figura de un perro en un espejo poligonal; cualquiera
diría que estaban fabricados a mano. Las trabillas de perdigueros, pachones,
sabuesos, lebreles y galgos, eran tan numerosas como apreciables.
Los alanos,
los dogos, los aterradores y los rateros, que seguían después, dejaban bien
puesto el pabellón de su alcurnia hasta en las castas cruzadas que los han
degenerado: en contraposición de ellos lucían su pequeñez, falderos de pelo
corto, grifos y de aguas. El hermoso perro conocido entre nosotros por este
último nombre, no estaba representado allí, si bien es cierto que ni de aguas,
ni de presa, ni de ninguna clase asomaba perro alguno español. Ni perros parece
que nos quedan ya.
Las castas de
lujo doméstico, o como si dijéramos de señora, eran las menos numerosas de la
Exposición; pero en cambio las más cuidadas, las más impertinentes y las que con
mayor ostentosidad se exhibían. Sucede con los perros lo que con las criaturas;
el que es modesto y laborioso, el que es fiel y callado, el que es leal,
prudente y digno en su conducta, duerme sobre las piedras o los troncos, come
berzas y huesos, recibe palos y sofiones, y vive siempre atado a su cadena
acerada; mientras que el holgazán y sin vergüenza, el inepto y parlador, se
alimenta de melindres y pechugas, descansa en cojines de terciopelo con borlas
de oro, habita en saloncillos de seda con puertas de cristales, y hasta tiene
una doncella al lado para acudir a sus caprichos y hablarle de cuando en cuando
el lenguaje hechicero de las monerías y mimos de su ama. Así había en el último
salón diferentes animalitos en miniatura, cuyas desdeñosas miradas acusaban una
profunda tristeza por lo hediondo y poco elegante del local en que, tal vez
accediendo á un compromiso, se encontraban expuestos.
Pero hasta
aquí el lector se está figurando que tal muchedumbre de animales colocados
simétricamente en orden de museo catalogado, y representantes en París de todo
lo más florido de la raza europea, observarían ese tono característico de los
concursos públicos, en que la miaja de educación impide que cada uno se muestre
tal cual es; y, sin embargo, nada menos que eso. Mientras los canes se
encontraban en el silencio de la soledad que precedía a la apertura de los
tinglados, eran notables, efectivamente, la parsimonia y razonamiento de los
exponibles; mas desde el instante en que la concurrencia invadía los salones de
la exhibición, ávida como lo es toda concurrencia aficionada de investigar por
obra y con palabra el objeto predilecto de sus aficiones; y aquí un cazador,
allí un ganadero, en este lado una dama, en el otro el caporal de un
regimiento, comenzaban a citar a uno, a azuzar a otro, a requebrar a este, a
perseguir a aquel; y por una parte enseñando pan, y por la otra levantando
palo, todos los individuos de una clase se veían en el centro natural de su
vida campestre, aun cuando cohibidos por la argolla y la cadena; ladridos por
aquí, lamentos por allá, esperezos a la derecha, riñas a la izquierda; los
galgos que quieren correr, los mastines devorar, los perdigueros seguir la
pista, los falderos que los mimen, las trafullas que se levantan, las jaurías
que huelen a monte y escopeta; porque a todos les hablan su idioma, a todos les
excitan por su gusto, contra todos se ceba la maliciosa inteligencia de los
concurrentes, no decimos exposición, ni orden, ni catálogo, sino cuantas
legiones de demonios sean concebibles en zahúrda infernal desesperada,
atarazando y mordiendo sus propias carnes, no pueden compararse al desconcierto
ronco, chillón, estridente, y más que nada, perruno, que atronaba aquellos
tinglados en que en vez de pasos de recreo ni excursiones de estudio, parecía
que se libraba la batalla de todos los lobos de una sierra contra todos los
ganados y los cortijos de un valle.
Media hora no
más de permanecer entre los perros, y bastaba para que ladrase el curioso; una
línea más hablando de ellos, y quizá ladraría en lugar de escribir el que traza
estas líneas.
José de Castro y Serrano: España en París: revista de la Exposición Universal de 1867, Madrid, Librería de A. Durán, 1867, pp. 110-11.
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