domingo, 16 de noviembre de 2025

Mar de la China



 Dolores Labarcena 


 El tifón nos estrujó como a un trapo de cocina. ¡Auxilio! ¡Socorro! ¡Nos hundimos!, fueron las frases de la tripulación. No niego que eran hombres valerosos, pero en cuanto se siente, en cuanto se percibe que serás carnada para los tiburones, hasta el más duro se tambalea. La tragedia comenzó cuando el primer oficial de guardia se quedó dormido. Virgilio, un tipo que sabía distinguir sin cancanear entre un mixine y una lamprea. Aún recuerdo su férrea defensa del manatí: En extinción, Chivo. Una especie que debemos proteger de los cazadores furtivos. Tenemos un país con una fauna envidiable, autóctona. Lo sabes, el manatí es la sirena caribeña, hablaba como si viviésemos en el continente australiano. Virgilio se quedó dormido después de mandar a Mongo, en aquel entonces timonel, antiguo compañero de la Sierra, a hacer café. Cuando Mongo regresó con el termo en la mano, caliente, listo para mantenernos alertas, algo estremeció el barco. Primero se sintió un ruido sordo, seco. Según Mongo, como consecuencia de ello Virgilio se cayó de la silla, y sus palabras fueron: ¡Es una ballena azul! Entonces dio la orden de todo a estribor pensando esquivar al supuesto cetáceo. Sin embargo, al observar que la caída tardaba y que el escenario era más complejo de lo que creía, giró todo el timón a babor y dejó el barco a merced de las olas. Porque eran olas, eh, olas gigantescas en perfecta sincronía con una lluvia espontánea, torrencial, en ráfagas. ¡Qué ballena azul ni que carajos!, le gritó Mongo a Virgilio. ¡Tifón! ¡Tifón! ¡Todos a cubierta! La movilización fue cualquier cosa menos coordinada. Y mira que habíamos hecho simulacros. El primero en coger un chaleco salvavidas y saltar por el alerón de estribor fue Virgilio. También fue el primero en constatar desde el agua que aquello no era una ballena azul sino un tifón con todas las de la ley. ¡Qué manera de confundir el cebollino con el ajo porro! ¿Yo? Yo siempre me quedaba en el cuarto de derrota. Hacía una ventolera tal… Mongo, conociendo mi temperamento, qué me podía asustar a mí, un lobo de mar, me pidió hacer un recorrido porque no se hacían presentes ni el capitán ni los supervisores. Para allá fui agarrándome de lo que podía. Los bandazos del barco eran cada vez mayores. ¡Ovidio! ¡Ovidio!, gritaba yo, porque me fue literalmente imposible llegar al camarote del capitán. Agua por todas partes. ¡Ovidio! ¡Ovidio! Sí, estábamos en una situación límite y el tiempo apremiaba. Subí. De refilón, en lo que me ponía el chaleco salvavidas y Mongo rogaba calma con una linterna para organizadamente evacuar, porque no había nadie al mando y todo se iba al garete, vi a Cangrejo, uno de los supervisores, que se rifaba un bote con Ferdinando, segundo maquinista. ¡Debemos unirnos! ¡Orden, compañeros!, vociferaba Mongo. ¿Orden? A Cangrejo y Ferdinando los vi desaparecer de cubierta con un bote a cuestas. Una ola que vino desde la proa se los tragó igual que a Virgilio. Infernal. Estuvimos bajo la fuerza del tifón lo mínimo tres horas. ¡Menos mal que amanecía! Nos quedamos sin luz, sin comunicación, sin radares. A pique como el Titanic. ¡Vamos, Chivo!, dijo Mongo mientras le caía una cortina de agua en la cara. ¡Pongamos a salvo a la tripulación! ¡Olvidémonos del capitán! ¡Dame una mano! Quedaba un bote, eh. Que decirlo en tierra es muy fácil. ¡Vamos, vamos!, pónganse los chalecos salvavidas y diríjanse con el bote a popa. ¡A popa! Vamos, calma. Que no cunda el pánico, dije. Todavía recuerdo esos rostros, con el terror instintivo que congrega a los animales, vacilantes, huérfanos de mando. La verdad sea dicha, en ese momento, quienes dirigíamos el barco, o lo que quedaba de él, éramos Mongo y yo. La vida es eso, un cachumbambé. En aquel naufragio se salvaron dos paileros y tres soldadores. ¡Cuántas vidas perdidas por falta de preparación militar! Y lo peor, viajábamos bajo bandera griega. Sin jarana, sobrevivimos en ese mar por cinco días gracias a dos manos de plátanos. Después de alejarnos del barco para que no nos remolcara en su hundimiento, por descontado inevitable, todo flotaba a nuestro alrededor: mangueras, puertas, cazuelas, cuadros del Che, sillones, zapatos, mesas, ratas, sartenes, barriles, gorras, cables, cartones, antenas, incluso las manos de plátanos y dos cadáveres. Dos cadáveres encueros que giraban alrededor del bote una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, quizás para recordarnos nuestra fragilidad, nuestra condición de simples mortales. Compañeros, seguiremos siendo griegos hasta que nuestro gobierno nos dé la orden explícita de identificarnos como ciudadanos de la República de Cuba, expresó Mongo racionando los plátanos… Griegos, sí. Ese vacío legal trajo como consecuencia que nuestro rescate fuese una odisea. Al otro día del naufragio, deshidratados, hambrientos, y con un frío que nos calaba los huesos, pasó un barco norteamericano, el George Dewey, no se me olvida el nombre. Desde la cubierta nos gritaron con un altoparlante en inglés si necesitábamos ayuda, pero teníamos orden estricta de no aceptar auxilio en aguas internacionales de otra nave que no perteneciera al campo socialista. ¡Mira cómo éramos, o cómo somos!… Go home! Go home!, gritó Mongo a los yanquis. Y ellos, además de disparar un sinfín de veces los flashes de sus máquinas fotográficas para inmortalizar nuestra calamidad nos tiraron siete latas de sopa Campbell atadas a un salvavidas. También fueron ellos quienes avisaron del naufragio. Tres días estuvimos diciéndoles a las autoridades chinas que éramos griegos por el empecinamiento de Mongo. Y por dicho empecinamiento nos mantuvimos en el bote las primeras cuarenta y ocho horas de esos tres días. ¡Qué frío en las patas! Solo nos lanzaron mantas y agua desde un helicóptero, ah, y un altoparlante, del cual hizo uso abusivo Mongo. El hambre se convirtió en nuestro plato por excelencia. Y todavía teníamos en nuestro haber las latas de sopa Campbell. Pero esas latas, esa manducatoria en conserva encarnaba todo lo que representa el capitalismo bestial, según palabras de Dionisio Marchante, aquel maquinista tan peculiar. ¿Acaso teníamos abridor? La cosa llegó a su fin en la mañana del tercer día cuando uno de los paileros se lanzó del bote a la desesperada. Pobre hombre, para abrirse paso tuvo que vadear los cadáveres y demás obstáculos. Qué bárbaro. Con aquella agua helada alcanzó el remolque donde se encontraban las autoridades chinas que negociaban con Mongo. ¡Traidor! ¡Traidor!, vociferó Mongo por el altoparlante. Entonces no pude seguir secundándolo y le quité el altoparlante. ¡Camaradas, somos cubanos!, vociferé. ¡Viva el camarada Mao Zedong! Menos mal que me escucharon y no le dispararon al pailero… ¿Cuál era la carga? ¿Hacia qué puerto se dirigían? ¿Dónde está la documentación del barco? ¿Dónde están sus pasaportes? Fuimos interrogados y legalmente detenidos por la República Popular China lo mínimo dos semanas. ¿Acaso no sería otra de las tantas comprobaciones de nuestra lealtad al Comandante en Jefe, a la patria? Nunca supe. Tampoco supe si rescataron o no la carga que llevábamos a bordo. Por ese naufragio a los siete que nos salvamos nos condecoraron con la medalla Conmemorativa XX Aniversario de la Revolución Cubana. Los cadáveres fueron identificados como Ovidio Chomón y Bartolomé Menoyo, el capitán y el jefe de máquinas. A ambos los enterraron con todos los honores en el cementerio de Santa Ifigenia. Del resto de la tripulación se ocupó la fauna marina que tanto glorificaba Virgilio. Es un hecho, la felicidad es como la salud, cuando la tienes, no la ves. En lo que a mí respecta, solo ahora me doy cuenta de que, en la Marina, a pesar de algún que otro contratiempo, fui feliz. ¡Mar, libertad, camaradería!


“Mar de la China”, capítulo del final anexo de No quiero llanto, Betania, 2020, pp. 115-18.


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